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Freud, Leonardo, el buitre y el milano

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En un post reciente, Lansky reivindica el valor literario de Freud, centrándose en Totem y Tabú (1913-1914), pero también en sus ensayos biográficos sobre Leonardo (1910) y Moisés (1937-1938). Viene a decirnos que, pese al merecido desprestigio de las teorías freudianas –y, especialmente, de su aplicación terapéutica–, tanto en psicología como su generalización a la antropología, el austriaco fue un magnífico escritor que, por eso, conviene leer. Yo lo he leído poco, pese a que me lo he topado innumerables veces, dado que es referencia inevitable en todos cuanto les siguieron, varios de los cuales he frecuentado. De hecho, demasiado joven –aunque no tanto como Lansky– leí La interpretación de los sueños (1900) y recuerdo que me produjo sensaciones contrapuestas. Revisando ahora su extensa producción, compruebo que también he leído algún breve ensayo, pero desde luego mi conocimiento directo de su obra es muy escaso. Con Totem y Tabú me ocurre como con algunas ciudades que antes de visitarlas crees ya conocerlas de tanto que te han contado de ellas; quizás eso sea excusa para retardar el viaje, pero hay que hacerlo. Entre tanto, de las referencias que nos da Lansky me llamó la atención la que califica como "disparatada biografía de Leonardo" y me apresté a conseguirla (internet mediante) y disfrutarla aprovechando la jornada festiva de la Candelaria, patrona de esta Isla.

Más que una biografía, el libro es el estudio psicoanalítico de un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci para, a partir del mismo, explicar la enigmática personalidad del genio del Renacimiento. Calificar esta aproximación de disparatada implica considerar disparatadas –como efectivamente muchos hacen– la mayoría de las claves interpretativas de la psique humana que estableció Freud. Sin entrar a discutir la pertinencia de la libido como factor fundamental en la construcción de las personalidades o las asociaciones oníricas hacia pulsiones recurrentes, lo que no puede negarse es que este ensayo de la primera década del siglo pasado es un entretenidísimo ejercicio intelectual de extender hasta sus últimas consecuencias la interpretación de un recuerdo aparentemente baladí. Así, gracias a las claves psicoanalíticas, Freud ofrece una explicación que nos aclara la misteriosa personalidad del genio italiano. Su sexualidad (homosexual) reprimida y sublimada hacia la investigación deriva de su condición de hijo ilegítimo y una intensa exposición al amor maternal. Al leer la argumentación freudiana no podemos evitar la impresión de que los ladrillos con que la construye no son muy resistentes. Inevitablemente tendemos a rechazarlos como tópicos tantas veces escuchados, pero hay que ponerse en la época y apreciar la novedad que entonces suponían esas ideas. De otra parte, como con todos los tópicos, su defecto está en la pretensión de generalidad, incluso –como suelen hacer los discípulos acríticos– en entenderlos como recetas infalibles cuando no deberían ser más que criterios, tendencias básicas que necesariamente han de matizarse (y verificarse) en cada caso concreto. Pero, independientemente de su utilidad y eficacia interpretativa de realidades tan escurridizas como la psique humana, no se puede negar que el edificio resultante es de armoniosa arquitectura. Citando el dicho italiano, se non vero, ben trovato y, como reivindica Lansky, una buena muestra de la calidad literaria del vienés.

El recuerdo infantil sobre el que Freud que monta su análisis es el siguiente: "uno de los primeros recuerdos de mi infancia es el de que, hallándome en la cuna, se me acercó uno de estos animales (un buitre), me abrió la boca con su cola y me golpeó con ella, repetidamente, entre los labios". Freud nos dice que este recuerdo infantil lo narra Leonardo "en un lugar en el que trata del vuelo de los buitres se interrumpe de repente para seguir un recuerdo de sus más tempranos años infantiles que surge en su memoria". Según he podido descubrir, este relato se contiene en el Codex Atlanticus (folio 65 verso), 1.119 hojas que datan de 1478 a 1519, manuscritas por Leonardo y recopiladas por el escultor Pompeo Leoni (quien estuvo al servicio de la corte española) hacia finales del XVI. He tratado sin éxito de consultar este breve párrafo en el original, sobre todo para contextualizarlo (hay una edición del Codex en tres tomos de 2000, que cuesta más de cien euros). Se me ocurrió que es probable que el texto en el que inserta el recuerdo infantil estuviera relacionado con el Codice sul volo degli uccelli, escrito en 1505 en Florencia cuando el artista ya había entrado en la cincuentena, y me acordé de viejas lecturas sobre la máquina voladora propuesta por Leonardo inspirada, en efecto, en el estudio del vuelo de los pájaros. Pero en mi cenagosa memoria no casaban los buitres como los modelos del invento.

Pese a no poder acceder a la fuente original, gracias a internet sí he conseguido la transcripción del párrafo original (en el italiano dialectal de Leonardo) y confirmo con alborozo que el recelo de mi memoria estaba fundado. Reza así el manuscrito: "Questo scriver si distintamente del nibio par che siamio destino, perche nella mia prima ricordatione della mia infantia e' mi parea che, essendo io in culla, che un nibio venissi a me e mi aprissi la bocca colla sua coda e molte volte mi percuotesse con tal coda dentro alle labbra". Pues bien, nibbio (en el italiano actual se escribe con doble b) es milano, no buitre que se dice avvoltoio (en alemán, idioma en el que Freud escribió este ensayo, también hay dos palabras: milane y geier). Parece que Freud no leyó directamente la transcripción del códice que se custodia en la Ambrosiana milanesa, sino una traducción al alemán que yerra en esta palabra. En la mayoría de los casos se trataría de una errata irrelevante; al fin y al cabo, buitre y milano son rapaces de la misma familia (Accipitridae), bastante similares para un profano. Sin embargo, para la argumentación freudiana, el buitre –y no el milano– había de ser el animal que Leonardo recordaba (o fantaseaba) de su infancia, porque era el buitre –y no el milano– el que portaba un contenido simbólico sobre el que se basaba la argumentación psicoanalítica.

El buitre era, en el antiguo Egipto, el símbolo de la maternidad (su jeroglífico se pronunciaba mut, raíz indoeuropea de madre) y parece ser que los motivos para que se le hubiese atribuido tal función tenían su origen en que estos animales, cuando los egipcios todavía enterraban a sus muertos someramente en la arena, eran quienes transportaban el cadáver (bien es verdad que a cachitos) hacia el cielo para posibilitar el renacimiento. Pero además, en la Antigüedad se pensaba que sólo había buitres hembra y éstas quedaban fecundadas por el viento del Este a través del pico. Basándose en que la simbología maternal del buitre era muy conocida por los humanistas del Renacimiento (además había sido citada por los Padres de la Iglesia como símil de la concepción virginal de María), Freud considera más que verosímil que Leonardo la conociese y, subcoscientemente, la incorporase (como recreación adulta) a su recuerdo-fantasía infantil: también él había sido una cría de buitre pues había tenido madre pero no padre. Ahora bien, Freud no termina de concretar suficientemente la génesis de ese recuerdo y, de otra parte, el error en la especie plantea también otras debilidades.

En cuanto a mi primera duda, me parece relevante preguntarse si un milano se llegó realmente a la cuna del lactante que era Leonardo. Él dice recordarlo pero Freud da a entender que tal suceso no ocurrió, que fue un “invento” subconsciente. Es claro que si tal escena hubiera ocurrido “de verdad” la interpretación psicoanalítica carecería de sentido. Ahora bien, si es un recuerdo falso (como lo son casi todos los que poseemos de la infancia), tuvo que construirse a una edad lo suficientemente adulta como para que Leonardo conociese el simbolismo maternal del buitre y su subconsciente recrease la escena. Si es así, resulta difícil aceptar que con cincuenta y pico años –que es cuando lo relata–, el pintor creyese realmente que se trataba de un recuerdo de la infancia. En otras palabras, surge la tentación de pensar que Leonardo nos está engañando. ¿Por qué habría de hacerlo? Pues simplemente para dar mayor empaque a su interés por el vuelo del milano, haciendo intervenir al destino.

Sin embargo, al igual que Freud, me inclino a pensar que Leonardo no miente y que él, en efecto, creía que lo había visitado un milano cuando estaba en la cuna, lo cual obliga a suponer que ese recuerdo (verdadero o falso) era cuando lo relató ya muy lejano en el tiempo, por lo que resulta difícil admitir que conociera la divertida simbología del buitre. Si así fuera, se derrumbaría la base de la argumentación freudiana. Pero, como en el fondo tampoco importa demasiado, convengamos en que, por el proceso subconsciente que fuera, Leonardo se construyó el recuerdo de un ave que simbolizaba a su madre. ¿Habría mantenido Freud el mismo discurso de haber sabido que el pintor se refería a un milano y no a un buitre? Pues pienso que probablemente sí. El parecido entre ambos pájaros le habría bastado para justificar la traslación (siempre subconsciente) de la simbología del buitre a la del milano. Al fin y al cabo, me parece que en el psicoanálisis la belleza del relato es bastante más importante que la verdad, si es que ésta existe. Y el relato encandila; un escritor magnífico, sin duda.

Paisajes, desiertos

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Hace ya varios años, un compañero y amigo al que llevo demasiado tiempo sin ver, biólogo él, me aseguró que los humanos estábamos predispuestos instintivamente a que nos gustaran los paisajes "verdes", de vegetaciones frondosas, porque ello era señal de la abundancia de agua, condición imprescindible para la supervivencia desde nuestros ancestros. No sé cuanto de verdad científica hay en esa aseveración pero, al menos en mí caso, se cumple. Desde pequeño me han atraído los montes y gusto mucho más de las medialuces húmedas que de los paisajes de rotundidad deslumbrante. De hecho, me cuesta imaginarme residiendo en un secarral. Ello no obstante no significa que no sea capaz de apreciar la belleza de los entornos áridos, de aquéllos en los que predomina la gea frente a la flora, lo mineral en majestuosa desnudez. Diría incluso que esos paisajes me parecen más bellos o, para expresar mejor lo que siento, su belleza me golpea con mucha mayor rotundidad, casi desgarrándome.


En Tenerife, donde vivo, hay muestras magníficas de estas dos categorías opuestas de paisajes. Si queremos uno verde, recomiendo internarse en el macizo de Anaga, la punta nororiental de la Isla, con formaciones de laurisilva sólo equivalentes en el también maravilloso Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando camino por sus senderos –en especial los de la vertiente Norte– siento que me invade una singular serenidad, como si el bosque me acogiera protectoramente, la sensación de estar en casa. El otro extremo es, obviamente, la altiplanicie de Las Cañadas presidida por el cono del Teide. Nada que ver, desde luego; aquí los caprichos minerales se imponen visualmente (aunque la flora autóctona, sobre todo en primavera, es espectacular) con su variedad de formas, dimensiones y colores. El cielo, tan límpido, libre de nubes que quedan más bajas, también contribuye sobremanera al espectáculo. La interiorización de esta belleza –que recomiendo gozar al amanecer– se me impone de un modo que sólo se me ocurre calificar de religioso, solemne. Si en el monte me siento en mi casa, en un entorno como el de Las Cañadas soy el minúsculo visitante en una catedral, en los dominios de la divinidad. 



Van estos comentarios previos porque unos días atrás he recibido una colección de fotos del viaje de otro amigo a uno de estos paisajes desérticos especialmente singulares, tanto que es el más árido del planeta. Me refiero, claro está, al desierto de Atacama, en la costa Norte de Chile, aunque, en sentido amplio, hay quienes entienden que se adentra en el Perú y sube por los Andes (puna de Atacama) hasta los 3.500 metros, pasando a Bolivia y Argentina. El viaje que ha hecho mi amigo –iniciándolo en Arequipa, serpenteando la franja chilena de Atacama hasta Antofagasta y subiendo luego al espectacular salar de Uyuni, en Bolivia– lo planificamos hace treinta y siete años, cuando ambos vivíamos en Lima y éramos estudiantes universitarios (aunque entonces no consideramos Uyuni, que era prácticamente desconocido). Viendo las magníficas fotografías, compruebo que, en efecto, este tipo de paisajes están dotados de una belleza superlativa, ajena a las dimensiones humanas, trascendente. Y también, claro, me entra una morriña algo envidiosa de ese viaje que no hice y me vienen recuerdos oxidados de aquel tiempo –finales de los setenta– y de los motivos que nos impulsaban, hoy tan anacrónicos.


Una de esas razones podría calificarse político-musical. En Chile gobernaba todavía la Junta Militar de Pinochet, mientras que en Perú salíamos del régimen castrense y se anunciaban elecciones generales (en todo caso, el gobierno militar peruano nada tuvo que ver con el chileno, ni ideológicamente ni en cuanto a los crímenes). El grupito de chavales que planeábamos el viaje éramos muy de izquierdas, con la radicalidad e ingenuidad de la veintena, y por supuesto nos sentíamos profundamente solidarizados con el pueblo chileno –así, en abstracto– pero también con no pocos amigos que habían venido llegando a Lima unos cuantos años antes. Era frecuente que enardeciéramos nuestros nobles sentimientos escuchando los elepés de los principales intérpretes de la nueva canción chilena, tales como los Parra (Violeta e hijos), Víctor Jara (vilmente asesinado), los Inti-Illimani o Quilapayún. De estos últimos había un disco, la Cantata Santa María de Iquique, que había consagrado a esa ciudad costera como lugar de peregrinación, uno de los hitos de los lugares santos de la historia de la izquierda latinoamericana. A ello se sumaba, sobre todo para los peruanos, que esas provincias del Norte de Chile habían sido parte de la patria peruana hasta menos de un siglo antes. En fin, nostalgias reverdecidas que me han llevado a volver a escuchar, después de bastante tiempo, la discografía de Quilapayún. También me han dado ganas de escribir sobre los hechos de Iquique rememorados en el disco citado (es una amenaza)

 
Soy obrero pampino y soy ... - Quilapayún (Santa María de Iquique, Catata Popular, 1970)

Iquique, el salitre

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Entre agosto de 1535 y febrero de 1537, Diego de Almagro dirigió la que se ha dado en llamar expedición a Chile. Gracias a los mapas de satélite que hoy disponemos en Internet es fácil –y entretenido– reproducir el recorrido de ese grupo de españoles (con numerosos nativos que usaban como porteadores) y maravillarse ante las dimensiones épicas del viajecito. Así, calculado por encima, se patearía la friolera de unos ocho mil kilómetros, saliendo desde Cuzco, llegando hasta bastante más al Sur de la actual Santiago (hasta el río Bío-bío) y regresando a Arequipa. Todo ello por los caminos de entonces donde los había, y con dos etapas penosísimas, como fueron cruzar Los Andes a la ida (probablemente por el actual de San Francisco, que conecta los Nortes argentino y chileno a casi cinco mil metros de altitud) y, a la vuelta, el desierto de Atacama. Por supuesto, lo que motivó esta aventura fue la conquista de esas tierras australes que los incas llamaban de Chile y que aseguraban abundantes en oro (mentían con la esperanza de alejar a los españoles del Cuzco para sacudirse su dominio). Pero también había razones estratégicas que aconsejaban el momentáneo apartamiento de Almagro del Perú, que ya andaba enfrentado con su socio Pizarro. El balance de la empresa fue un completo fracaso: no hubo conquista ni se obtuvieron riquezas. Además, los expedicionarios arribaron a Arequipa en tan lamentable estado físico que se les llamó los rotos de Chile. Hasta cuatro años después nadie se atrevería a internarse en esas que parecían unas tierras malditas.

No parece que Almagro, en su trayecto de regreso, pasara por Iquique ni que llegara a conocer a los habitantes de la zona, pescadores a los que los españoles llamarían changos. Lo cierto es que, por muy inhóspito que sea ese entorno desértico, allí ha habido asentamientos desde hace al menos seis mil años. En esos días del siglo XVI pertenecía al Collasuyu, el más austral de los cuatro reinos (suyos) del imperio incaico, y más o menos equivalente al antiguo Estado tiahuanacota, predominantemente aimara, hasta su conquista en tiempos de Pachacútec (1438-1471). Imagino, sin embargo, que los escasos habitantes de esa costa estarían bastante abandonados de la administración inca, viviendo más o menos a su aire, al margen de las convulsiones que en esos tiempos sufría un imperio que probablemente sentirían ajeno. Al fin y al cabo, ¿a quién iba a interesar el domino efectivo de esa franja desértica? De hecho, el desierto de Atacama –más o menos el territorio litoral de las actuales regiones chilenas de Arica y Paranicota, Tarapacá, Antofagasta y parte de la de Atacama– perteneció históricamente al Virreinato del Perú y sólo tras la guerra del Pacífico se integró en Chile. Supongo que la adscripción era un poco por indiferencia (no sería así en el XIX). Cuando Almagro salió de los Andes lo hizo por el valle del Copiapó, tierra fértil al Sur del desierto. Con esa referencia en la mente, se entiende que Valdivia, el 26 de octubre de 1540, después de cruzar el desierto y llegar al fértil valle, tomara allí posesión de las tierras de Chile, definiendo el límite septentrional de la nueva gobernación.

Hasta el auge del salitre pocas noticias hay de Iquique, sólo que era el embarcadero que servía a San Lorenzo de Tarapacá, villa situada en la quebrada que es uno de los accesos desde la Sierra hasta la costa, y uno de los valles más fértiles de esa zona. Parece que ahí, en San Lorenzo, sí se detuvieron tanto Almagro como Valdivia. Es curioso que hoy sea un pueblo mínimo, con poco más de una centena de vecinos, cuando en los siglos XVII y XVIII gozó de una economía floreciente, con apreciada producción vinícola e intenso comercio con Lima y Potosí. Propiamente, la historia de Iquique comienza a principios del XIX, en las últimas décadas del virreinato. En 1792, la gran fábrica de pólvora de El Callao, que surtía a toda la América española, quedó destruida por una explosión. Se decidió hacer una nueva, esta vez en Lima (unos kilómetros al interior), ya que la pólvora era imprescindible para defenderse de los ataques mayoritariamente ingleses. Hasta entonces, el material era abastecido directamente desde España pero las cosas empiezan a cambiar cuando se descubre, más o menos por esas fechas, el salitre de la pampa tarapaqueña. Cuenta la leyenda que fueron unos indios los que lo hicieron cuando la tierra sobre la que habían encendido una fogata empezó a arder. El cura del pueblo más cercano, recibida noticia del prodigio, se aprestó a sacramentar el lugar con agua bendita. El buen párroco debía ser de los que no veía reñidas ciencia y religión, así que tomó unas muestras de esa tierra y se la llevo a su casa para experimentar, comprobando que en ese sustrato las plantas crecían extraordinariamente. Pero lo que está documentado es que en 1811 se había constituido una aduana en Iquique, como punto de tránsito (y control) entre Lima y Valparaíso, y también para vigilar los embarques de minerales y los primeros envíos de Iquique hacia la capital virreinal. En esos últimos años de la época colonial, las cantidades serían modestas (comparadas con lo que había de venir) y su destino la fábrica de pólvora, porque el fertilizante preferido era el guano (que también habría de tener su fiebre en la venidera época republicana).

El salitre, mineral blanco, translúcido y brillante, es una mezcla de nitrato de sodio (NaNO3) y de nitrato de potasio (KNO3) que ocupa amplias extensiones del desierto de Atacama, formando costras con espesores desde 15 centímetros hasta los 3,6 metros, y asociado a depósitos de yeso, cloruro de sodio, otras sales y arena, un conjunto que se denomina "caliche". Aparte de su uso tradicional para la fabricación de explosivos, la demanda del salitre para abono agrícola por el mundo occidental se disparó hacia mediados del siglo XIX, creciendo en forma paralela al declive de la producción de guano. Las reservas de esta región sudamericana no sólo eran las mayores y mejores del mundo (creo que por entonces no se contaba con el salar de Uyuni), sino que su relativamente fácil extracción y bajos costes de producción las hacían tan competitivas que se convirtieron en oferta monopolística. Hasta la guerra del Pacífico, la explotación del mineral se repartía entre Perú (Tarapacá) y Bolivia junto con Chile (Antofagasta), a unos ritmos relativamente moderados para lo que había de venir y mediante dos modelos muy distintos. El Estado peruano, continuando la experiencia del guano, mostró tendencias bastante intervencionistas sobre el recurso; los chilenos, en cambio, preferían dejar mucha mayor libertad a los capitales salitreros –mayoritariamente británicos– y cobrarles impuestos a la exportación en los puertos de embarque. La pugna por el salitre –por más que se disfrazara de orgullos nacionalistas de las repúblicas adolescentes– subyace como una de las causas principales de la guerra, y no me cabe duda de que los capitalistas de la época preferían con mucho que el recurso fuera controlado por los chilenos. Antes del conflicto se venía observando un progresivo declive en las transacciones comerciales del salitre del puerto de El Callao a favor del de Valparaíso, donde cada vez se instalaban más compañías inglesas. En 1878, el gobierno boliviano, que ejercía la soberanía sobre Antofagasta aunque del control de la producción y exportación del salitre se ocupaba Chile, decidió romper un tratado entre ambos países e imponer nuevos impuestos, así como rematar la infraestructura salitrera chilena. Se habían creado las condiciones para la guerra, primero entre Chile y Bolivia, y enseguida la entrada de Perú apoyando a esta última. El resultado: victoria aplastante de los chilenos que incorporan a su país nada menos que 180.000 km2; Perú pierde Tarapacá (y Arica) y Bolivia Antofagasta (su añorada salida al mar). A partir de la década de los noventa del siglo XIX, Chile se convierte de hecho en el único productor del preciado recurso, y hasta la crisis de inicios de los treinta, el auge del salitre marca el desarrollo social y económico del país.

Esos cuarenta años son también la edad dorada de Iquique, que adquiere protagonismo como la capital comercial, en tanto centro de exportación, del salitre tarapaqueño. Hacia mitad de ese periodo, en 1907, en la ciudad se concentraron unos ocho mil quinientos obreros de las salitreras de la pampa circundante, reivindicando mejores condiciones laborales. La criminal masacre con la que el gobierno chileno zanjó la huelga es el asunto narrado en la Cantata de Santa María de Iquique, compuesta por Luis Advis e interpretada por Quilapayún. Pero, antes de referirse a este ominoso crimen y a sus consecuencias (entre otras, el nacimiento del movimiento obrero organizado en Chile), conviene conocer la forma en que se extraía y preparaba el salitre, asomarse a las condiciones de vida de esa pobre gente en las primeras décadas del siglo pasado.

Darwin en Iquique

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El 12 de Julio de 1835, Charles Darwin, entonces de veintiséis años, desembarcó del Beagle en el puerto de Iquique. Según nos cuenta el naturalista, "la ciudad tiene unos mil habitantes y se levanta sobre una pequeña llanura arenosa, al pie de una gran muralla de roca, de 2.000 pies de altura, que forma aquí la costa". Después de escribir el post anterior me vino a la mente, como un fogonazo, que Darwin había recalado en la capital tarapaqueña. Naturalmente, ya no me acordaba de nada de lo que contaba de esta ciudad así que ayer, al llegar a casa, corrí a buscar en mi biblioteca el ejemplar que sabía que tenía y que no se ha dignado aparecer hasta esta tarde (edición de El Aleph de 2000). Pues bien, ya en fechas tan tempranas como aquéllas se estaba extrayendo y exportando salitre, y esta actividad debió de interesar tanto al joven naturalista que a la mañana siguiente de su llegada alquiló dos mulas y un guía para que lo llevaran a las explotaciones de nitrato de sosa. El viaje, de catorce leguas (unos setenta kilómetros) hacia el interior, le llevó toda la jornada: "No llegamos a los salitrales hasta después de puesto el Sol, habiendo cabalgado todo el día por un país ondulado que era un completo y desnudo desierto". Esa noche se aloja en casa del dueño de uno de los salitrales y probablemente al días siguiente o al otro regresa a Iquique, porque el 19 de julio (una semana después de haber anclado en Iquique) el Beagle arriba a El Callao.

La verdad es que el inglés da pocas noticias tanto de Iquique como de los salitrales que visita, sobre todo si comparamos este breve pasaje del libro con otros en los que se explaya mucho más. Me quedo con la impresión de que esta etapa no fue muy de su agrado, y es comprensible pues la ciudad no valía gran cosa, ni tampoco el interior le produjo apenas interés. Pero de tan escueto que es, ni siquiera nos identifica el salitral en el que estuvo ni el nombre de su dueño; tan sólo tenemos las pistas de que estaba en una llanura a unos 990 metros sobre el Pacífico y que en el camino pasó por los antiguos poblados mineros de Guantajaya y Santa Rosa, en aquella fecha "... dos aldehuelas situadas en las bocas mismas de las minas y, por tener las casas dispersas en las abruptas y áridas alturas, presentaban un aspecto más destartalado y triste que la ciudad de Iquique". Que ya es decir, añado yo.

Pero aunque Darwin no lo dijera, gracias a internet me entero de que la salitrera era la de La Noria, uno de los primeros cantones productivos que ya para la década de los noventa del XIX estaba agotada. En 1930 las salitreras estaban en su infancia, en lo que se ha dado en llamar el primer ciclo del salitre. En Tarapacá –no olvidemos que aún bajo soberanía del Perú, a su vez en los inicios de su andadura republicana– no habría más de ocho salitreras. La exportación apenas llevaba cinco años (el propio Darwin señala acertadamente que había empezado en 1830) y el negocio estaba aún muy lejos de la intensidad que habría de adquirir, sobre todo a partir de que el territorio pasara a Chile. En el diario de su viaje, el inglés nada cuenta sobre cómo era el asentamiento, pero se sabe que por entonces no pasaría de un pequeño y rudimentario campamento, con casas –más que casas, habitaciones– de muy pobre factura, construidas de costra (como se conocía a la segunda capa del manto del caliche), cañas, cuero y adobe, y equipadas con muy pocos muebles y cocinas a carbón. Hoy de La Noria no quedan más que vestigios ruinosos, como prueba la fotografía adjunta de Yery Villega (obtenida en Panoramio), lo que es una pena en cuanto grave pérdida de elementos de la memoria colectiva de un pueblo, de un patrimonio histórico de altísimo valor (una de las más famosas oficinas salitreras, la Humberstone, ha sido declarada patrimonio de la Humanidad).

Hago un paréntesis para referir que en 2010 una empresa privada puso en marcha un tren turístico con vagones antiguos que, desde Iquique, recorría una de las rutas de las antiguas oficinas salitreras hasta llegar a la localidad de Pintados, famosa por unos geoglifos prehispánicos. Obviamente, se aprovecha la vía estrecha construida (con capital inglés) para llevar el salitre hasta el Puerto de Iquique. Por lo que cuentan en la red los que han vivido la experiencia, parece que merece la pena, aunque el precio resultaba salado (unos 150 €). Es bastante probable que haya mucho de frivolización de la historia, un poco como –salvando las distancias– las visitas guiadas a los campos de concentración nazis. Pero es el sino del turismo, aunque a su favor pueda apuntarse que puede contribuir a mantener o rescatar elementos del patrimonio cultural. No ha sido el caso porque la gran mayoría de oficinas salitreras no son hoy más que ruinas, pero siempre podrían los viajeros hacer esfuerzos de imaginación y, al fin y al cabo, el desierto ahí sigue. Anoto en mi libreta virtual para un futuro viaje a Atacama la posibilidad de montar en este tren vintage (aún no instalado cuando la visita de Darwin) pero me temo que el negocio haya quebrado: la página web de la empresa ya no funciona (habré de confirmarlo con algún amigo chileno).


Pero volvamos a esos días del invierno (austral) de 1835. El dueño de La Noria que alojó esa noche del 13 al 14 de julio al gran naturalista se llamaba George (Jorge para los del lugar) Smith, un inglés que se convirtió en figura señera de la minería peruana y que además era reconocido como muy buen dibujante. Este hombre es muestra representativa de un cierto tipo de extranjeros –mayoritariamente británicos– que en esas primeras décadas del siglo XIX viajaban a las nuevas repúblicas americanas en gran medida a la aventura y a muchos de ellos les iba, sorprendentemente (desde la visión actual), de maravilla. Había nacido en Norwich en 1802 y con solo diecinueve añitos se embarcó con su tío Archibald E. Robson, capitán de navío, con destino al Perú. Piénsese que llega al país justo recién proclamada su independencia, en tiempos de incertidumbre y desbarajuste interno bastante notable; de hecho, hay un general consenso en que hasta pasadas las dos primeras décadas (hasta la presidencia de Ramón Castilla en 1845) no puede hablarse de una mínima consolidación política y social del nuevo Estado. En ese “mar revuelto”, nuestro Jorgito Smith demostró dotes de hábil navegante y enseguida supo asociarse con personas adecuadas y elegir dedicaciones provechosas. Así, al poco de llegar y vinculado al químico también inglés William Bollaert, consiguió que en 1825 Castilla, por entonces subprefecto de Tarapacá, su provincia natal, lo contratara para trabajos científicos y, posteriormente, como superintendente en la mina de plata Huantajaya, ésa ante cuyas bocas pasó Darwin camino de la salitrera. Smith fue testigo pues del nacimiento de las primeras salitreras orientadas a la exportación (las que se llamaron de parada) y, digo yo, pensaría acertadamente que ahí había un buen negocio. A la muerte de Héctor Bacque, un francés que se cuenta entre los pioneros de esta industria, Smith adquirió la salitrera de éste, La Noria, la que visitó Darwin.

Así que cuando los dos ingleses se encontraron, George contaba 33 años y Charles 26. Lo que no he podido descubrir y me intriga es el porqué de esa visita, que parece por si sola la justificación de la escala del Beagle en Iquique. ¿Quién era el interesado en conocer al otro? Quizá Darwin, cuya curiosidad era amplísima, quisiera saber cómo se obtenía y trataba el nitrato que en los últimos años estaba bastante “de moda” en los círculos científicos europeos; puede que le hubieran informado de un compatriota (que ya estaría un tanto peruanizado) que regentaba una salitrera y hubiera molestado en gestionar la visita. Esta hipótesis parece más probable que la contraria (pues Darwin no era todavía ninguna celebridad que pudiera despertar interés en el industrial), pero tiene en su contra lo poco que se explaya en contarnos la experiencia. Seguro que algún buen biógrafo del gran naturalista me aclara satisfactoriamente esta duda intrascendente.


Y no quiero acabar el post sin referirme a las minas de Guantajaya y Santa Rosa, delante de cuyas bocas pasó Darwin en su camino hacia la salitrera de La Noria. Hoy en día, para ir desde Iquique a la salitrera no se pasa por esos dos cerros en los que se explotaron las reservas argentíferas más ricas del Gran Norte Chileno (aunque, en su momento, era el Sur del Perú), pero en 1835 el camino llevaba primero hasta ellas para luego girar hacia el Sur. Según leo, de las antiguas y en tiempo boyantes poblaciones ya apenas se distinguen sillares de piedras y algún que otro rastro de lo que fueron caminos, murallones o manzanas edificadas. Las grandes vetas se fueron agotando durante la época salitrera y consecuentemente, ya durante la primera mitad del siglo pasado, quienes de las minas vivían fueron abandonando los pueblos hasta dejarlos en su condición actual de fantasmas del pasado. Quedan, sin embargo, diversos testimonios gráficos de este “urbanismo de la plata” (como los hay también, y mucho más abundantes, del “urbanismo del salitre”), entre ellos el dibujo del propio George Smith que encabeza este párrafo. Pero si traigo a colación estas antiguas minas de plata (ya en franca decadencia en la fecha en que Darwin pasó ante ellas) es porque he conocido la leyenda de los dos cerros y creo que merece la pena reproducirla. Un cacique de Tarapacá quiso esconder sus tesoros de los invasores españoles entregándoselos a sus dos hijas de nombre Huantajaya (la menor) y Rosa (la mayor, que había sido cristianizada), para luego enviarlas escoltadas por alguno de sus hombres con la expresa instrucción de que se escondieran entre los cerros, resguardando la fortuna. Por desgracia, sin embargo, los conquistadores las interceptaron y, tras ser horriblemente abusadas y robadas, ambas hermanas decidieron quitarse la vida, quedando convertidas en los dos cerros que albergan los ricos yacimientos iquiqueños de plata: el Huantajaya y el Santa Rosa, respectivamente.

Confesión (1)

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Había quedado con Lansky a las cuatro y media. Un nombre falso, claro, como Amaranta, el que yo había elegido para este negocio. El Gante quedaba cerca, no más de un cuarto de hora caminando. Un edificio de apartamentos en alquiler para estancias de corta duración, perfecto para quienes gustan del anonimato. En la planta baja, uno de los estudios lo dedicaban a la administración, abierta durante el horario comercial. Cuando llegabas por primera vez, tocabas en el interfono exterior el timbre de la oficina, pasabas a ésta, firmabas la ficha de alquiler y, si no lo habías hecho al reservar, pagabas en efectivo. Te daban la llave del apartamento asignado y, a partir de entonces, no hacía falta relacionarse con nadie. El edificio no tenía recepción ni portero, y lo habitual es que el pequeño vestíbulo de los ascensores estuviese desierto. Se entraba y salía, por tanto, sin testigos, salvo las pocas probables coincidencias con algún otro alquilado o visitante. Entre éstos, por cierto, eran mayoría los clientes de las numerosas prostitutas de paso en la ciudad que elegían el Gante como domicilio y centro de trabajo. Había sido yo la que había hecho y pagado la reserva a nombre de mi todavía desconocido socio, Rafael Lansky Meyer, tal como me lo había escrito en un reciente correo electrónico, asegurándome que contaba con el correspondiente documento acreditativo de esa identidad. Que para su oficio hubiese elegido el nombre de un mafioso judío del siglo pasado no me parecía una idea brillante, pero allá cada uno con sus manías; a mí no tenía por qué afectarme.

A Lansky lo había contactado por Internet. Llegar hasta él resultó largo y complicado, con varias vías muertas y momentos en los que sentí que podía estar cayendo en alguna trampa. Sería largo describir el proceso y tampoco es algo sobre lo que convenga informar abiertamente. Baste decir que fueron seis semanas de lentas pero progresivas aproximaciones, naturalmente siempre desde ordenadores de locales públicos y chats, cuentas de correo e identificaciones creadas expresamente, que habrían de ser borradas en cuanto acabara nuestro negocio común. Por fin llegó el momento en que ambos alcanzamos el suficiente grado de confianza mutua para poder asociarnos con un objetivo criminal. Durante ese mes y medio fui obsesivamente minuciosa. Enseguida comprendí que iba a tener que conectarme casi a diario durante un tiempo largo. En esta capital de provincias no hay tantos cybers como para no repetirlos, así que sería inevitable acabar haciendome familiar a los encargados de los locales que frecuentara. Podría llamarles la atención que una mujer como yo fuera tan asidua cliente e incluso, pensé, podrían querer saber qué webs visitaba. Como comprobaría más tarde, en cuanto empiezas a navegar por aguas procelosas los sistemas de seguridad garantizan que las direcciones url y demás zarandajas internáuticas no sean incriminatorias. Pero eso no lo sabía a ciencia cierta al principio y además, aunque tenía claro que era fundamental evitar cualquier posibilidad de relacionar al sicario conmigo, ello no me eximía –más bien, por el contrario, me lo exigía– de justificar convincentemente mi comportamiento. Dicho de otra forma, tenía que tener coartadas, aunque en el desarrollo de mi plan no fueran necesarias.

Quizá, antes de continuar con este testimonio inculpatorio que no ha de ver nadie hasta que mis crímenes hayan prescrito (veinte años, creo que es el plazo), sea conveniente decir algo sobre mí, lo mínimo para que el futuro lector cuente con datos suficientes para la mejor comprensión de la historia. Empecemos pues por lo más fácil: soy (habría de decir era) una mujer de treinta y cuatro años, alta, morena y guapa, bastante guapa. No se piense que estoy orgullosa de serlo; ser físicamente agraciada no es ningún mérito y que sea una ventaja o un inconveniente supongo que depende de los avatares de la vida de cada una. En mi caso habría preferido no ser tan atractiva, desde luego. O, al menos, no haber atraído al marido de mi madre y haber sido la causa involuntaria de una cadena de desagradables acontecimientos que culminaron en la ruptura conyugal. Y no sólo eso; también supuso que me diera cuenta de que llevaba casi cinco años de relación con un capullo machista. Estoy hablando de sucesos que se precipitaron hace poco más de un año y significaron un abrupto corte en la plácida línea que seguía mi vida. En cuanto acabó la tormenta, entendí (todos lo entendimos) que lo mejor era que me mudara de casa de mi madre a un pequeño apartamento, sola y agobiada de remordimientos por culpas que no eran mías. Fue el Gante, en efecto, donde encontré residencia durante las primeras semanas, hasta que conseguí un alquiler más barato y céntrico. En ese tiempo mi actividad, aparte de encerrarme en casa y ver la tele, se limitó a la rutina laboral. Soy enfermera y trabajo en un gran hospital público; doy el dato porque importa en esta narración. Pasado un tiempo, cuando las dos nos fuimos recomponiendo, mi madre y yo volvimos a vernos, a hablar, a querernos. Lo que pensé que era una fractura, se convirtió en un refuerzo de nuestra relación, como si ésta pasara ahora a otro nivel de intimidad, de amor. En estos últimos meses hemos hablado mucho; mi madre me ha contado muchas cosas de ella y de mí que yo ignoraba. Escucharla, sentir las emociones que sus palabras me despertaban, meditar en mi dormitorio largas horas … Son estos los antecedentes que me llevaron a concebir el plan que ejecuté.

Así que –volviendo al relato– la coartada que me inventé fue apuntarme a una web de búsqueda de pareja, e ir asiduamente a sólo dos cybers a consultar mi buzón los requerimientos de posibles pretendientes, mientras más discretamente avanzaba en el tortuoso proceso de contactar con un sicario de confianza. Que mis precauciones estaban fundadas quedó confirmado en la primera semana por el encargado de uno de los locales, un chaval diez años menor que yo que, echándole audacia e imprudencia, me abordó para proponerme que en vez de perder el tiempo en la red saliera a cenar con él esa misma noche. El pobre tonto me lo puso muy fácil: fingí un ataque de furia, amenazando con denunciarlo por violar la confidencialidad que la empresa debía garantizarme. Por lo que has hecho, si no acabas en la cárcel, ten por seguro que pierdes el trabajo, le grité mientras veía divertida como el gallito se iba encogiendo. Por favor, suplicó con un hilo de voz, perdóname, perdóname. Me callé y lo miré en silencio; no pretendía, claro está, fastidiar al pobre chico. En esos breves segundos de silencio lo que pensaba era cómo sacar beneficios de mi ventaja. Pasemos a la oficina, le dije, quizá seas capaz de convencerme para que no te joda la vida.

Decir la oficina resultó presuntuoso a la vista de aquel cuartucho anexo, de no más de seis metros cuadrados y sin ventanas. El mobiliario consistía en varias carcasas de ordenadores o discos duros en una estantería metálica adosada a la pared, una balda que hacía las veces de mesa de trabajo y sobre la que descansaban un monitor y un teclado y un montón de cajas de cartón de embalar apiladas en la otra parte. Nos sentamos junto al monitor, en las dos únicas sillas que había. Miguel –así se llamaba el chaval– trató de justificar con excusas de mala novela romántica el porqué había fisgado en mi navegación. Hice como que lo entendía, pero sin aflojar mi indignación impostada, y le pedí que me explicara cómo lo había hecho. Me explicó que las url por las que pasaban todos los clientes quedaban grabadas en un fichero del servidor. En teoría, los encargados del local no debían ni verlas, pero podían y él lo había hecho. Pero, pregunté, ¿para qué se graban? Porque cada semana han de enviarse a la policía, me contestó. Sentí un pavor helado, pero me sobrepuse. Es por la paranoia del terrorismo islámico –siguió Miguel–, se supone que quieren controlar a quienes visitan webs de esas de propaganda de los del DAES, pero para mí que no les da tiempo a chequearlas. Yo pensaba a toda velocidad: las páginas que había visitado en esos pocos días no eran suficientemente gruesas para meterme en problemas pero quizá si lo bastante para llamar la atención, sobre todo en un usuario que navegaba alternativamente entre ellas y una web de relaciones amorosas. Supuse que la policía simplemente rastrearía de forma automática las url facilitadas por los cybers para ver si aparecían direcciones previamente fichadas como peligrosas. Naturalmente, no sólo serían de terrorismo islámico; la misma rutina se seguiría en la lucha contra la pornografía infantil y pedofilia, por ejemplo. Pero también para prevenir una amplia variedad de delitos que pudieran gestarse en Internet, entre ellas las contrataciones de sicarios, desde luego. Dime, Miguel, la grabación de las webs que he visitado en estos días, ¿la has enviado ya a la policía?

Confesión (2)

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El chico me miró un rato, como sorprendido de que le hiciera esa pregunta. ¿Que si he enviado la grabación a la policía? Pues no, creo que no. Tú llevas viniendo sólo esta semana, ¿verdad? Sí, desde el lunes, contesté afirmando enfáticamente con la cabeza, puede que demasiado enfáticamente. No, no, entonces no –de pronto el chaval parecía aliviado, como si se sintiera a salvo–; las grabaciones se envían los domingos, justo después de cerrar. Se ocupa el jefe, ¿sabes? Pero, si quieres, podría borrar tus url. Ahora sonreía, una sonrisa seductora, había que reconocérselo; creía haber conseguido una carta ganadora. Sí, sí quiero, le respondí y, al mismo tiempo, incliné mi cuerpo hacia el suyo y apoyé la mano sobre su rodilla. Es que ... Me detuve como si me resultara penoso seguir hablando, a Miguel se le veía nervioso pero también excitado, de momento tocaba soltarle cuerda: me acerqué aún más. Es que estoy casada, ¿sabes? Y mi marido, pues es policía; comprenderás que no me haría ninguna gracia que se enterara de que ligo por internet. Claro, lo entiendo, por supuesto; y va el valiente y pone su mano sobre la mía. Pero, como te dije, no necesitas ligar por internet. Hasta aquí, pensé, ahora a volver a coger el mando, no se me entusiasme mucho el crío este. Así que, de golpe, eché para atrás mi silla y sujeté sus dos hombros, apretándolos. Atiende, chaval, no te equivoques. Quiero que borres mis grabaciones pero no quiero enrollarme contigo. Te propongo un trato: yo sigo viniendo aquí y cada día, cuando acabe mi sesión, borramos juntos mi historial de navegación. Si estás de acuerdo seremos amigos y nos llevaremos bien, pero nada más. Si no te gusta, me lo dices y no volverás a verme el pelo. Ya veré yo si te denuncio o no. Tú decides.

No tardó nada. Sí, claro que estoy de acuerdo: amigos. Y me tendió la mano con una amplia sonrisa, que traslucía satisfacción relajada, liberación de tensiones. Mira, me dijo, vas a comprobar cómo borramos tu historial. Abrió una ventana en la que se veían doce iconos que asemejaban ordenadores, uno por cada puesto de que disponía el local, e hizo doble clic sobre el identificado con el número seis. Nueva ventana, esta vez con un calendario del mes en curso. Ahora hay que ir abriendo cada uno de los días en que has venido, tú dirás. Lunes, miércoles y hoy viernes, contesté sin titubeos. Clicó sobre el lunes de la semana en curso y apareció un listado, a primera vista ininteligible, de filas de letras y números organizadas en columnas. Fíjate en las líneas en rojo, corresponden a los inicios de sesión de un cliente; tú el lunes llegaste a primera hora de la tarde, creo; éste tiene que ser tu historial. Y me seleccionó un buen paquete de filas consecutivas que iban desde las 16:20 hasta las 18:57, fiel registro de todas las webs a las que había accedido en esa primera visita al local. Ahora, tú misma. Y cogió mi mano derecha para apoyarla sobre el ratón y llevarla hasta el icono de una papelera que aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla: ¿lista? Sí, contesté, y pulsé el botón del ratón y luego el OK en una ventanita que me peguntaba si estaba segura de querer borrar esos registros. Ya está, me dijo, hemos suprimido todo rastro de tu navegación del lunes; venga, a ver cómo borras tú sola la de hoy y la del miércoles. Para entonces ya me había soltado la mano. Le sonreí. Eres un encanto, Miguel, creo que nos vamos a llevar muy bien. E inmediatamente procedí a suprimir los historiales de los otros dos días.

Esa tarde salí encantada del cyber: por una vez, las alborotadas hormonas de un espécimen macho me habían resultado provechosas. Si a Miguel no le hubiese atraído, si no se hubiese puesto en evidencia de forma tan imprudente y poco profesional, no me habría enterado de que mi historial se entregaba semanalmente a la policía, con el riesgo que suponía. A partir de la siguiente semana ya sólo fui al local de mi nuevo amigo, naturalmente. Cada día, cuando acababa de navegar, Miguel, en una muestra exagerada de querer ganarse mi confianza, me dejaba a solas en la oficina para que borrara el registro de las páginas visitadas. A los pocos días caí en la cuenta de que si eliminaba las url de la web de contactos en la que me había inscrito, mi coartada se venía abajo. Esperaba no necesitarla, cierto, pero si en algún momento se me pedían explicaciones de tantas tardes en un cyber, sería descaradamente incriminatorio que en los registros de esas jornadas no aparecieran mis visitas a dicha web. Suponía que esas grabaciones tampoco se guardarían mucho tiempo; es más, me imaginaba que una vez verificadas (y descartadas las eventuales alarmas) serían inmediatamente borradas, por lo que lo más probable es que, si en un futuro necesitaba esgrimir mi coartada, no existiera ese problema. Pero no podía correr riesgos, así que pasé a suprimir sólo las url de mis gestiones criminales, manteniendo en cambio las direcciones de mis falsos escarceos amorosos. Ahora el riesgo era que Miguel comprobara mis registros y le extrañara que no hubiese borrado esas páginas. Pero para entonces la entrega del chico me había convencido de que no tenía ninguna intención de volver a infringir el código profesional; por ese lado, pensé, estaba cubierta.

Dije antes que durante las largas seis semanas previas a mi primer encuentro cara a cara con Lansky fui obsesivamente minuciosa, y en esta confesión he de dejar constancia, siquiera somera, de las acciones que lo atestiguan. Aunque no fueran más que episodios tangenciales a la trama objeto de esta crónica, he de señalar, a título de inventario, que asistí a varias citas concertadas a través de la web de parejas. Venía a ser consecuencia obligada de mi coartada; habría resultado raro que una chica guapa se pasara tanto tiempo buscando ligue y no hubiese salido con nadie. Fueron 15 citas y siete tipos distintos; ciertamente unos promedios aceptables, pero los promedios, ya se sabe, no son buenos indicadores de la realidad. Lo cierto es que cinco de los siete candidatos no pasaron de un primer y breve encuentro en la misma cafetería, muy convenientemente cercana al cyber, y todos en las primeras dos semanas. Los otros dos, en cambio, tuvieron algo más de miga, bastante más, para ser honesta. Tanta que, cuando estaba a punto de encontrarme con Lansky, todavía seguía viéndolos, dejándome llevar por un cierto "diletantismo hedonista" que me absolvía de tomármelos en serio, negándome a atender la lucecita roja del cerebro; ya habría tiempo. Si no narro nada de esos encuentros no es porque sea especialmente pudorosa sino, simplemente, porque lo que durante ellos ocurrió no guarda conexión con la trama del relato. Pero no descarte quien estas páginas esté leyendo que alguno de estos amigovios (me divierte la palabra, me he propuesto usarla) vaya más adelante a verse involucrado en la trama. Por mucho que una intente controlar los acontecimientos de su vida –y, sobre todo, mantenerlos separados y ordenados–, ésta se empeña en llevarte la contraria y obligarte, en consecuencia, a afear la nítida sencillez de tu plan original.

El otro asunto del capítulo antecedentes del que debería dar noticia podría titularse definición del objetivo. El objetivo, por supuesto, era la futura víctima, de la cual ya hablaré más adelante, así genero un tenue velo de misterio como, si en vez de un testimonio, estuviera escribiendo una novela policiaca. Pero diré desde ahora que mi objetivo era un varón, de cincuenta y muchos, cargo público de relevancia en el gobierno autonómico y de más que discutible catadura moral. Lo que yo llamé definirlo venía a ser, básicamente, acumular la mayor información posible sobre el individuo. Esta información, a su vez, la dividí en dos grandes grupos: la que tenía por objeto conocer la personalidad, vida y obra de mi futura víctima, como si mi intención fuese escribir su biografía; y otra, mucho más práctica, sobre sus rutinas cotidianas. He de aclarar que las labores de definición del objetivo las inicié con bastante anterioridad a mis ya descritas actividades internáuticas, más o menos unos tres meses antes del día L, el de mi primer encuentro con Lansky en el edificio Gante. Así que para esa fecha contaba con un exhaustivo dossier de los movimientos casi diarios del objetivo, y había sido capaz de establecer un patrón de rutinas. Quizá piense algún lector que el seguimiento metódico de un cargo público sea una tarea poco accesible para una ciudadana común que, además, tiene sus propias obligaciones laborales. Contesto, en primer lugar, que estos señores (y señoras, para ser políticamente correcta) no guardan, al menos en esta región, ninguna precaución de seguridad por lo que es relativamente fácil, si se cuenta con paciencia e ingenio suficientes, tenerlos controlados durante gran parte de sus jornadas. Eso sí, tomé las precauciones elementales, recurriendo a diversos trucos y disfraces que no viene al caso detallar. En cuanto al trabajo, empecé mis investigaciones aprovechando el mes de vacaciones que alargué dos semanas sumando horas acumuladas del horario flexible y días de asuntos propios. Pasado ese plazo, los patrones básicos de sus rutinas estaban ya bastante claros, pero aún así mantuve el seguimiento aunque con menor intensidad. Por último, reconoceré que contaba con un cómplice que, sin embargo, no sabía que lo era. Pero de esa persona hablaré también más adelante.

En resumen, que había hecho mis tareas y elaborado un dossier más que razonablemente completo sobre mi objetivo. Teniendo en cuenta la información sobre el carácter de mi víctima así como el preciso conocimiento de sus rutinas e incluso de su agenda de actos no ordinarios para las dos siguientes semanas, perfilé el escenario del crimen. Con el término escenario me estoy refiriendo a la anticipación precisa del dónde, cuándo y cómo habría de realizarse el crimen. Desde el principio, había decidido que el sicario al que contratara no sería más que el ejecutor, que tendría que atenerse estrictamente al escenario por mí diseñado. Ahora, a punto de conocer en persona a mi "proveedor", basándome en los breves correos que habíamos intercambiado, sospechaba que Lansky no iba a aceptar dócilmente mis instrucciones.

La sala VIP

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Si iba a morir, pensó, lo haría a lo grande, qué carajo. Nada más formular esa frase en la mente le vino –era obligado– la inicial del último disco de Procol Harum: "if I'm gonna die, wanna die in the VIP room". Procol Harum, cómo le gustaban esos británicos, ya casi setentones, pero es que él también estaba muy cerca de esa edad. Y, sin embargo, se acuerda perfectamente de su primera escapada a Londres, era el verano del sesenta y siete, había acabado el primer curso de universidad, dieciocho añitos. Hacía un par de meses que habían sacado su primer single; nada menos que la majestuosa A Whiter Shade of Pale, rock que bebía directamente de Bach, parece que por culpa de Reid, el organista salvaje. Hay quien dice que este tema marca la consagración del rock progresivo; verdad es que a esa fecha ya existían los Pink Floyd, Moody Blues y alguna otra banda pero todavía no habían logrado ningún campanazo. A él, la "blanca palidez" lo noqueó desde la primera vez y hasta hoy ...

 
The VIP room - Procol Harum (The Well's on Fire, 2003)

Vaya mierda de mundo en el que me ha tocado vivir. Toda la puta vida currando y ahora, a nada de jubilarme, cuando me las prometía felices, esto. Ni siquiera se me concede este modesto obsequio, sólo pretendía tener unos años descansados, llenar mis días con lectura y música, algunas vistas, espaciadas, a los dos o tres que considero amigos, pasear por las calles del pueblo de mis padres ... Pues no, tampoco colega, te hemos jodido cincuenta años y ahora te jodemos definitivamente, adiós pringao. Me habéis jodido, sí, vosotros, los que sois dueños de este mundo, los que os aprovecháis de él, lo modeláis a vuestro antojo y beneficio. El mundo es rico pero no es mío –también es una frase de Procol Harum, pareciera el oráculo para mis decisiones postreras–; es de unos pocos que se lo roban a muchos, a la inmensa mayoría.

 
The world is rich - Procol Harum (The Well's on Fire, 2003)

¿Qué locura feroz se apoderó de ti, Hernán? Tú, siempre tan equilibrado, tan sereno, ¿cómo se te ocurrió esa barbaridad? Me enteré por las noticias (un desconocido armado se ha encerrado en la sala VIP del aeropuerto y amenaza con matar a todos los ejecutivos) y corrí al Prat, con la esperanza de convencerte para que acabaras ese desatino suicida. Ya te habían abatido cuando llegué, pero ahí estabas, despatarrado sobre la moqueta de lana, con un esbozo de sonrisa. Luego me explicaron que le habías robado la tarjeta vip y la de embarque a un ejecutivo, cargo importante de una multinacional que iba a tomar el puente aéreo; el tipo, en calzoncillos e inconsciente, apareció en un retrete. En otro, pero ya de la zona restringida tras los controles de seguridad, descubrieron también grogui al policía nacional al que le robaste la pistola. Y en la sala VIP te dedicaste a romper los muebles, estallar todas las botellas, desparramar los canapés por el suelo. Los cinco o seis pasajeros que allí estaban han testificado el miedo que pasaron durante esa hora larga, que amenazabas con matarlos a todos, que maldecías al mundo, que estabas loco, sin duda. Por fortuna, no te cargaste a nadie; sólo dos heridos, uno de tus compañeros de sala y el policía que te mató.

 
A whiter shade of pale - Procol Harum (Procol Harum, 1967)

Ruleta y nacimientos

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A Vanbrugh (porque todo este rollo no cabía en un comentario a su último post)

 A principios de los ochenta, un amigo me convenció para ir al casino de Torrelodones, abierto hacía pocos meses, con el cebo de tener un sistema infalible para ganar a la ruleta. Su idea era sencilla: apostar a suertes sencillas (rojo/negro, par/impar, falta/pasa); si se ganaba, estupendo, si no, se doblaba la cantidad sobre la misma apuesta y así sucesivamente. Se suponía que era muy improbable –casi "estadísticamente imposible"– que saliera muchas veces seguida la suerte contraria a la que apostábamos, con lo cual teníamos siempre que acabar ganando. El problema estaba, claro, en que al doblar las apuestas entrábamos en un crecimiento exponencial de las posibles pérdidas que, al final, se compensaba con una ganancia igual al monto de la primera apuesta. Creo recordar que empezábamos con 500 pesetas que era la cantidad mínima admitida (y también el precio de la entrada al casino). Si perdíamos, había que poner 1.000, luego 2.000, luego 4.000, luego 8.000 ... En la tablita que adjunto puede verse la cantidad a colocar sobre el tapete en cada apuesta sucesiva (hasta la décima) y en la tercera columna indico lo que se llevaba apostado; en la cuarta columna pongo la cantidad que pagaba el casino en cada apuesta si se ganaba. Finalmente, en la quinta aparece la ganancia final de una serie de apuestas que acaba bien y que, obviamente, es la diferencia entre lo que paga el casino y lo que se lleva acumulado; como puede comprobarse, independientemente de en que número de apuesta se gane, siempre se ganaba quinientas pesetas, la puja inicial.

Yo había limitado mi inversión total a unas treinta mil pesetas, que venía a ser lo que ganaba al mes. Así pues, tenía capital para hacer un máximo de seis apuestas, como puede verse en la tabla (en realidad, al hacer la sexta puja sumaba 31.500 pesetas que, con las 500 de la entradas, elevaban a 32.000 mi límite exacto de inversión). Imaginemos que decidía apostar al rojo. Siempre que no salieran seis negros seguidos ganaba mi apuesta; ahora bien, como se me cruzara una serie de seis negros, perdía treinta y dos mil calas de entonces, lo cual para mí era poco menos que una catástrofe. Puede imaginarse el estado de nerviosismo de aquel chaval poniendo treinta y dos fichas sobre el rombo rojo y sabiendo que de ganar iba a llevarse sólo quinientas pelas, pero que si perdía ... Era demasiado riesgo, de modo que opté por reforzar las probabilidades a mi favor y no empezaba a apostar hasta que se daba una serie de cuatro rojos o negros seguidos. Cuando eso ocurría, ponía la ficha en el color contrario; por tanto, para arruinarme tenía que salir diez veces seguidas el otro color. ¡Diez veces seguidas! Sumamente improbable. De hecho, como calculé enseguida, la probabilidad era más o menos de una serie de diez cada mil.

Así que, más tranquilo, inicié mi aburrido trabajo de apostante metódico, yendo casi todas las noches al casino como quien va a la oficina. Convertía mi dinero en 63 fichas, elegía una mesa de ruleta y me afincaba allí, libreta en mano, para apuntar la sucesión de rojos y negros. Como era natural, pasaba unas cuantas tiradas sin apostar, ya que tardaba en presentarse una serie de cuatro seguidos; pero no esperaba demasiado. Entonces empezaba a apostar y lo más habitual era que ganara a la primera o segunda puja, con lo cual no llegaba a ponerme demasiado nervioso. Cada noche estaba unas tres horas "trabajando" y me retiraba (me volvía con mi amigo que hacía lo mismo pero en otra mesa). Así durante unas dos semanas, obteniendo unas ganancias modestas pero constantes cada noche, del orden de unas cuatro o cinco mil pesetas. No estaba nada mal; de hecho, la ganancia media correspondería, debidamente actualizada, a unos 105 euros de hoy que, por tres horas de curre (sin contar la hora de desplazamientos) equivale a un sueldo mensual de poco más de dos mil euros (y si le dedicara un horario de "jornada completa", nada menos que unos 5.600 € mensuales). El trabajo era un coñazo, desde luego, pero si se mantenía la racha (y yo estaba bastante convencido de que así había de ser), una fuente magnífica de ingresos, máxime para un chaval de veintipocos años. Después de unos diez días de esta rutina, las ganancias me permitieron elevar mi inversión a una séptima apuesta, de modo que multiplicaba por dos la probabilidad de ganar; ahora, para perder, tenía que salir once veces seguidas el color erróneo, eso ocurría una de cada dos mil series.

Pero ocurrió. Ya no recuerdo después de cuantas series victoriosas jugadas, calculo ahora que habrían sido unas ciento veinte, lo que corresponde a bastantes más si se cuentan las que no jugué porque no se habían dado cuatro colores iguales seguidos. Esa serie nefasta empezó con los cuatro negros seguidos de rigor, y luego con mi primera puja a la que la ruleta contestó con el quinto negro. Seguí sin inmutarme poniendo dos fichas, pero salió el sexto negro. No pasaba nada, al tapete fueron mis cuatro fichas; de nuevo negro, el séptimo seguido. Ya algo nervioso coloqué ocho fichas, con esa apuesta acumulaba 7.500 pesetas invertidas, una cantidad significativa. Salió el octavo negro. Traté de animarme al poner 16 fichas; sólo lo había hechos dos veces antes y en las dos había ganado, pero no fue así en esta ocasión: ya iban nueve negros seguidos. Dudé: retirarse ahora o ser consecuente. Acojonado, conté treinta y dos fichas, nada menos que dieciséis mil pesetas: salió el décimo negro, había sucedido lo que creía casi imposible y esa imposibilidad me estaba costando 31.500 calas. La última decisión, curiosamente, fue la que menos me costó; de perdidos al río, supongo que pensaría. Así que aposté las 32.000 pesetas, el máximo doble que podía permitirme. Mientras la ruleta giraba pensé que era muy improbable una serie de once negros pero, al mismo tiempo, que esa bolita metálica no tenía memoria, que esa tirada era un acto único en sí mismo y que tenía un 50% de probabilidades de perder. Cuando la bola se detuvo en el 13 –negro, impar, falta, cantó el croupier– sentí que me vaciaba por dentro mientras todo a mi alrededor se suspendía. Estuve unos instantes en shock, luego me recuperé, me acerqué al bar y me pedí un gin-tonic. Acababa de perder 63.500 pesetas, más de lo que ganaba en dos meses. Pero afortunadamente, gracias a las ganancias de los días anteriores, la cosa no era tan grave, algo menos de veinte mil de pérdida. Ese fue el precio de mi máster. Busqué a mi amigo, esperé a que acabara de jugar (esa noche también ganó; se estallaría poco más tarde), y nos fuimos. No he vuelto más a un casino.

***

Esta anécdota personal me vale para reflexionar sobre el problema al que ha dedicado Vanbrugh su último post, siempre que asimilemos los nacimientos que se van produciendo en un hospital a sucesivas jugadas a suertes sencillas de la ruleta. Los niños van naciendo de forma continuada de la misma manera que la ruleta está funcionando sin detenerse. Si vamos registrando el sexo de los neonatos compondremos una serie binaria con un número inmensamente grande de elementos (que tiende a infinito), equivalente a la serie de los resultados rojo/negro de muchísimas tiradas de la ruleta. Ciertamente, para toda la serie, el número de varones será igual al número de mujeres, del mismo modo que el número de rojos será igual al de negros (desprecio, a estos efectos, el 0 de la ruleta, donde radica el beneficio asegurado del casino). Pero, si cogemos un intervalo cualquiera de n resultados de esa serie cuasi-infinita, no necesariamente habrá la mitad de niños y la otra de niñas (ni de rojos y negros). Como bien dice Vanbrugh, cuanto mayor sea n (el número de elementos del intervalo o, en su problema, el número de nacimientos diarios en el hospital) más alta será la probabilidad de que los porcentajes se sitúen en torno al 50% o, si se prefiere, más baja la de que haya demasiada divergencia entre machos y hembras. Ahora bien, ¿es imposible que para un valor alto de n se alcance un 60% de varones (o de rojos)?


La probabilidad de que nazca un varón es del 50% (en realidad es ligeramente superior, pero pasemos de matices). En dos nacimientos, hay cuatro resultados posibles (dos niños, niño y niña, niña y niño, y dos niñas) y cada uno tiene la misma probabilidad de ocurrir, un 25%; la probabilidad de que en esta serie tan corta el número de varones sea superior al 60% es, por tanto, del 25% (cuando nacen dos niños), valor bastante alto. En el caso de quince nacimientos (el hospital pequeño del problema de Vanbrugh), el número posible de series distintas de resultados es de 2 elevado a 15, lo que da la bonita cantidad de 32.768. Cada una de estas combinaciones tiene exactamente la misma probabilidad de darse (un 0,003%); por lo tanto, si contamos en cuántas de esas combinaciones hay 9 o más varones (60% o más) y dividimos ese resultado entre 32.768, obtendremos la probabilidad buscada. Pues bien, como al igual que Vanbrugh, también yo me divierto con la Excel pasé a generar todas las posibles series mediante un sencillo algoritmo, de modo que construí una tabla de 32.768 filas; cada fila con una sucesión de ceros y unos en 15 columnas. Añadí una décimo sexta columna en la que simplemente recogía la suma de lass quince cifras de la fila correspondiente. Manteniendo la convención de Vanbrugh de que el 1 representara el nacimiento de varón y el 0 el de hembra, la suma era el total de varones. Luego no tuve más que contar en cuantas filas la suma era de 9 o más, obteniendo el resultado de 9.949 combinaciones, que corresponde al 30,36% del total. Generando 365 series aleatorias de quince elementos (para simular una muestra de un año), Vanbrugh obtiene un porcentaje en torno al 30%; es decir, una muestra de las casi infinitas que pueden resultar da un resultado muy cercano al teórico. Por cierto, si dibujamos un gráfico que, para los quince nacimientos diarios, represente el número de veces que nace cada número posible de varones, el resultado es el que se recoge a continuación (seguro que Vanbrugh reconoce la campana de Gauss).


En el caso de un hospital con cuarenta y cinco nacimientos, el número posible de series distintas de resultados es de 2 elevado a 45, lo que ya da una cantidad de filas excesiva para Excel, algo más de treinta y cinco mil billones. El reto pues, es determinar analíticamente la probabilidad teórica de cualquier frecuencia de nacimiento de varones. Nótese que de lo que se trata es de rellenar una tabla similar a la de la imagen anterior, sea en número absolutos o en porcentaje. De las más de treinta y cinco mil billones de combinaciones distintas de nacimientos según sexo, ¿cuántas tienen 45 varones, cuántas 44, cuántas, 43 y así sucesivamente? Ese listado de pares (el número de varones nacidos y el porcentaje sobre el total de las combinaciones con este número) es una distribución aleatoria de probabilidad y su representación gráfica da la famosa campana de Gauss. Lamentablemente, mis conocimientos de estadística son muy escasos y no me bastan para calcular la probabilidad que corresponde a cada número de varones (o la suma de las series con más de 27 varones, en este ejemplo). Pero estoy casi convencido de que se puede determinar. De momento, pues, presumo que esa probabilidad está entre el 11 y el 12%, que es el resultado que le sale a Vanbrugh generando aleatoriamente 365 series (apenas un 0,000000001% de todas las posibles). Sin duda, esa probabilidad será menor que en el hospital con 15 nacimientos, pero nótese que sigue siendo significativa.


Y acabo con la conclusión que me ha motivado escribir este post. A medida que el hospital tenga más nacimientos diarios, la probabilidad de días con mucho desequilibrio disminuirá, ciertamente. Pero en ningún caso desaparecerá. La probabilidad, no ya de que nazca el 60% o más de varones, sino de que todos sean varones siempre existe, por muy alto que sea el número de nacimientos diarios (es siempre una combinación entre todas las posibles). Por tanto, si hay una probabilidad mínima de que todos nazcan varones, hay muchísimas más de que nazcan al menos el 60% de varones. Que en ninguna de las 365 muestras aleatorias de 2.500 nacimientos cada una que ha generado Vanbrugh haya más del 60% de varones no demuestra nada, porque esas 365 muestras son un porcentaje infinitesimal de las combinaciones posibles para 2.500 (2 elevado a 2.500). Es más, por muchas simulaciones que haga Vanbrugh para casos de muchos nacimientos diarios, me temo que casi siempre le saldrán sin días con más del 60% de nacimientos. La razón tiene que ver con una de las propiedades más útiles de las distribuciones normales de frecuencia (las campanas de Gauss, sí), que es que la densidad de casos en torno a la media aumenta inversamente a la desviación estándar de la muestra. Como cuanto mayor sea el número de nacimientos, menor será la desviación estándar de cualquier muestra aleatoria, resultará que, por ejemplo, el intervalo en el que se encuentren el 99,74% de las frecuencias será tanto más cercano al 50% cuanto mayor sea la muestra. Pero aunque en un hospital inmenso la probabilidad de que en un día más del 60% de los nacidos sean varones es mínima, existe. Es más, hay muchísimas combinaciones que cumplen esa condición, cada una de ellas con tantas probabilidades de ocurrir como cualquier otra individual que no cumpla la condición. Improbable, sí, pero si mantenemos un registro durante suficiente tiempo ocurrirá (como experimenté yo con la ruleta).


Addenda: En su comentario a este post, Ozanu ha dado una buena pista, aunque ha escrito erróneamente la fórmula.

En estadística, la distribución binomial es una distribución de probabilidad discreta que cuenta el número de éxitos en una secuencia de n ensayos de resultados dicotómicos independientes entre sí, con una probabilidad fija p de ocurrencia del éxito entre los ensayos. A uno de estos resultados se denomina éxito y tiene una probabilidad de ocurrencia p y al otro, fracaso, con una probabilidad q = 1 - p. En la distribución binomial el anterior experimento se repite n veces, de forma independiente, y se trata de calcular la probabilidad de un determinado número de éxitos.

Los nacimientos sucesivos en un hospital en el periodo de tiempo que se quiera pueden entenderse, en efecto, como una secuencia de ensayos de resultados dicotómicos (o nace niño o nace niña). Si consideramos que el éxito es el nacimiento de un niño (daría igual al revés, claro), lo que se trata es de calcular la probabilidad de un determinado número de éxitos.

La fórmula para determinar la probabilidad de obtener un determinado número m de éxitos en una serie de n ensayos (nacimientos) es: (n!/m!(n–m)!)·pm·(1–p) n–m. El porqué de la expresión está suficientemente bien explicado en el artículo de la wikipedia al que lleva el link aportado por Ozanu.

Aplicando esta fórmula para cualquier tamaño de hospital (medido en número de nacimientos diarios, m), y teniendo en cuenta que el valor de la probabilidad p siempre es 0,5, podemos calcular la probabilidad de que nazcan todos los posibles números de varones, desde 0 hasta m. He pasado esta fórmula a Excel y, como primera medida, he comprobado las probabilidades para m=15; es decir, la tabla que aparece entre los penúltimo y antepenúltimo párrafos del post. Los resultados son exactamente los mismos.

Me habría gustado aplicar la fórmula para un hospital de m = 300 nacimientos diarios (el más grande que se plantea Vanbrugh) pero mi Excel no es capaz de calcular factoriales mayores de 170. A continuación la tabla de las probabilidades de cada uno de los números de nacimientos varones, desde 0 hasta 170:



Como ya dije en el post, la distribución de las frecuencias de los nacimientos se distribuye como una campana de Gauss, bastante más estrecha que en el ejemplo de sólo 15 nacimientos diarios. La probabilidad de que en un día nazcan 102 o más varones (el 60%) es la suma de las probabilidades de los números concretos que, como se recoge en el cuadro final es del 0,5578%, mucho menor que la que salía para un hospital de 15 nacimientos diarios (más del 30%). Por cierto, a través de la distribución binomial se resuelve "matemáticamente" el problema inicial planteado por Vanbrugh.

Vanbrugh, entusiasmado con sus simulaciones, ha seguido un método distinto que le genera unas anomalías cuya explicación espero ansioso. En todo caso, si simulara muuuuchísimos días de nacimientos al azar (mucho antes se lesionaría el dedo o la muñeca) necesariamente las probabilidades de cada número de varones resultaría exactamente el valor de aplicar la fórmula anterior. Y, a medida que aumente n (el número de nacimientos diarios) la probabilidad del porcentaje de varones mayor del 60% tiene que ir disminuyendo. Intuyo que esta probabilidad tiende a cero cuando el número de nacimientos tiende a infinito (en realidad no habría más que calcular el límite de la función de distribución binomial).

Addenda 2: Esta mañana he construido una tabla que calcula la probabilidad de que un hospital con N nacimientos diarios nazcan más de un 60% de varones. Exactamente lo mismo que había hecho Vanbrugh, pero no mediante simulaciones aleatorias al 50%, sino aplicando la fórmula de la distribución binomial. Es decir, las probabilidades que doy para cada tamaño de hospital son a las que llegaría Vanbrugh tras muchas simulaciones. El límite de nacimientos del hospital es de 170, porque a partir de ahí mi Excel no es capaz de calcular el factorial de N.

No voy a poner la tabla, porque es un coñazo pero lo que es importante es que se me confirman los resultados de Vanbrugh. En efecto, como todos intuíamos, a medida que el hospital tiene más nacimientos diarios, baja la probabilidad de alcanzar porcentajes de más del 60% de varones. Sin embargo, este descenso no es lineal sino en forma de diente de sierra. Por ejemplo, la probabilidad de que nazcan más del 60% de varones en un hospital de 30 nacimientos es del 10%, pero en uno de 31 sube al 14,10%, baja en el de 32 al 10,8% (por encima del de 30), vuelve a subir en el de 33 al 14,8% ... Pongo aquí el gráfico para hospitales de 4 a 60 nacimientos para que se aprecie el diente de sierra y cómo la tendencia a medida que aumenta N es la disminución de la probabilidad. En el gráfico del post de Vanbrugh, que llega hasta 300 nacimientos, se aprecia mejor cómo, a medida que N se va haciendo suficientemente grande, el efecto diente de sierra se va atenuando.

Por supuesto no estoy aportando nada nuevo a lo que ya ha escrito Vanbrugh; simplemente, necesitaba verificarlo por mí mismo. Y ahora me encuentro verdaderamente intrigado. ¿A qué se debe tan poco intuitivo comportamiento de la evolución de la probabilidad? Repito: espero ansioso (ahora más) que Vanbrugh nos aclare el misterio. 

Confesión (3)

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— Así que tú eres Amaranta ... Y te apellidarás Buendía, supongo.
— Es probable, tanto como que tú seas un gangster judío con casinos en La Habana.
— Eso fue hace mucho, antes de Fidel, y mira ahora lo cascado que está el comandante.
— Vale, y ahora, ¿me puedo sentar?

Esta breve esgrima dialéctica había durado los cuatro pasos que distaba la puerta del apartamento 411 del edificio Gante de la pequeña sala mobiliario estándar. Había tocado a las cuatro y media exactas y la puerta se abrió inmediatamente, aún reverberaba el timbrazo. Lansky era un hombre corpulento (1,85 y casi noventa kilos, calculé), de unos cincuenta y pocos, la cabeza totalmente afeitada y barba de tres días, mirada directa, inteligente, muy parecido a Zidane, el futbolista. Una primera impresión más que agradable, vamos que el tío me gustó de entrada, lástima.

Con un gesto displicente me señaló el sofá de dos plazas tapizado a flores que se apoyaba contra la pared. Un detalle de buena educación, pensé, mientras lo veía agacharse tras la barra de la cocina americana y asomar con una botella y dos vasos. Supongo que te gusta el whisky, éste es un malta excepcional, un descubrimiento reciente, japonés. Creí advertirle un amago de sonrisa, ambos estamos examinándonos, me dije, pero él quiere llevar la iniciativa. Me sirvió dos dedos, para que lo saborees, me dijo, luego, si quieres, te añado agua. El whisky no me gusta, cogí el vaso clavándole los ojos, bebí un sorbo, despacio, dejando que el líquido reposara contra el paladar, entraba fresco pero acababa con un golpe áspero. Delicioso, afirmé, dejando el vaso sobre la mesa. ¿Te pongo agua? Un poco, contesté, la verdad es que no estoy demasiado acostumbrada a beber. Sí, son cuarenta y tres grados y dieciocho años, ¿has notado el aroma a cereza? Voy a tener que currarme el aprobado, y puse mi mano izquierda sobre su derecha, deteniendo el acercamiento de la jarra; no pudo evitar un ligero respingo de sorpresa. Espera, deja que dé otro sorbo. Tienes razón, le contesté, y noto también tonos de fresas y albaricoques, ¿acierto? Probablemente, no podría asegurártelo, como te digo, lo he descubierto hace poco y me ha entusiasmado; lo que sé es que se produce al modo tradicional japonés, en la destilería más antigua de ese país. Le sonreí y tiré ligeramente de su mano para que me sirviera un poco de agua. Luego se sirvió su vaso y se sentó en el sillón que daba la espalda a la puerta. Parecía más relajado: ¿fin del primer asalto?

— Te imaginaba más joven — fue su primera frase, los dos ya sentados, y pensé que no era la mejor para empezar a hablar de negocios.
— Yo también a ti, la verdad — me lo había puesto a huevo, pero era cierto: demasiado mayor para el trabajo que quería encargarle.
— Más joven pero menos guapa y, desde luego no tan culta — no se daba por aludido (de momento) y pasaba al piropo; ¿quería caerme bien? — Siempre es una sorpresa agradable. Contéstame a una pregunta: ¿cómo es que una chica de tu edad sabe quién fue Meyer Lansky?
— Podría contarte que me interesa la historia norteamericana de mediados del XX o que soy una cinéfila, fanática del Padrino.
— Hyman Roth, sí, El Padrino 2, Lee Strasberg — se le ensanchó la sonrisa — Podrías contarme eso pero ...
— Pero lo cierto es que nunca había escuchado ese nombre hasta que llegué a ti. Soy meticulosa, así que lo primero que en ese momento fue teclearlo en google.
— Claro, cómo no se me había ocurrido. La maldita internet ...
— Pues no parece que reniegues de ella en la práctica ...
— No, y no creas que no la valoro, al contrario; a veces, sin embargo ... Da igual, cosas mías — el rostro se le había ensombrecido.
— Parece que te he decepcionado.
— Al contrario, has confirmado mis suposiciones y eso siempre es halagador.
— ¿Y por qué adoptas como nombre profesional el de un delincuente? ¿No te parece una elección poco adecuada? Lo digo porque llamarás la atención.
— Obviamente, si decidí llamarme así no pudo parecerme poco adecuado. — Vaya, el tío se mosqueaba, demasiado susceptible, había que recular.
— No quería molestarte, perdona, es sólo que me pareció extraño que ...
— No pasa nada, no te preocupes. El porqué de Lansky es una historia larga, personal. Quizá en otro momento, en otras circunstancias, te la cuente. Además, el asesino no debe hablar de sí mismo con su cliente, ¿no te parece?

Bien, parecía que ya estábamos en disposición de entrar al grano. ¿Cómo empezar? En el bolso llevaba el expediente que cuidadosamente había preparado durante estos meses; quizá sacarlo y colocarlo sobre la mesa baja que había entre nosotros. Puede que eso fuera demasiado brusco, que le sentara mal; no sabía a qué atenerme con ese hombre, tan enigmático, aún cuando intuía que mucho de ese misterio era impostura, voluntad de mantener su ventaja frente a mí. En fin, que sea él quien marque el ritmo; él es quien tiene la experiencia. Esta es la primera vez que contrato a un sicario. Pero Lansky seguía en silencio, como esperando que moviera ficha en ese crispante ajedrez dialogado.

— El asesino no debe hablar de sí mismo con su cliente — repetí su frase; alguna vez había escuchado que era una buena técnica para ganar tiempo, para mantener viva una conversación. — Supongo que no, pero yo no quiero contratar un asesino, así que no es el caso.
— Ya, lo que pasa es que el único servicio que ofrezco es el asesinato. Soy un asesino.
— Entonces, ¿para qué has aceptado que nos veamos? Yo no quiero contratar un asesinato.
— Ya lo sé. Tampoco yo habría aceptado por la cantidad que ofreces. Mi tarifa mínima, gastos aparte, es más o menos el doble.
— No te entiendo, ¿qué pretendes? ¿Convencerme de que mi hombre ha de ser asesinado? ¿Subirme el precio?
— No entiendes, en efecto. No, no quiero convencerte de nada, ni mucho menos negociar el precio de mis servicios como si estuviéramos en un zoco. Si así fuera, no estaríamos sentados frente a frente. Yo nunca conozco a mis clientes.
— ¿Entonces?

Me estaba desconcertando, cabreando incluso. ¿Se burlaba de mí? La atracción que sentía hacia aquel tipo se iba convirtiendo en aversión rencorosa. Tanto tiempo de esforzado trabajo para llegar a este fondo de saco, toparme con este cretino altanero. Respiré profundamente. Tenía que salir del laberinto; sin duda Lansky me estaba probando, querría asegurarse. ¿Por qué si no las molestias de coger un avión, pasar dos o tres días fuera de su casa? Porque yo se lo estoy pagando todo, estúpida, me contesté; este ha querido aprovecharse de mí para darse un paseíto turístico.

— Por si te tranquiliza, no he venido para vacilarme de ti ni para hacer turismo; ninguna de esas dos cosas forma parte de mis aficiones. — Mierda, para colmo es telépata, o es que mis pensamientos son demasiado transparentes.
— Vamos a ver, Rafael, — era la primera vez que lo llamaba por el nombre de pila, por muy falso que fuera; quería mostrar mi voluntad de acercamiento – te he contado por internet lo que quiero, te he explicado a grandes rasgos cómo ha de hacerse, incluso creía haberte convencido de que mi hombre (era la segunda vez que usaba el posesivo) merece este ... castigo.
— Lo has hecho, es verdad, pero no hacía falta. De hecho, ningún hombre merece lo que tú llamas castigo o, por el contrario, puede que cualquiera; en todo caso, para mí sus posibles culpas son irrelevantes. Soy un asesino a sueldo, mato por un precio, así de simple.
— Estás mintiéndome. Me consta, así me lo han asegurado quienes te conocen bien, colegas profesionales, que sólo aceptas víctimas que te convenzan, si así puede decirse.
— Sí, es verdad. Pero no por cuestiones morales, no en función de que tengan más o menos "merecimientos". Tengo mis propios criterios que, discúlpame, no son de tu incumbencia.
— Vale, no intento sonsacarte. Pero lo cierto es que sabías en qué consistía el encargo y has aceptado venir a cerrar el trato. Comprenderás que espere que, a pesar de dedicarte sólo al asesinato, a pesar de no conocer nunca a tus clientes, este caso pueda ser la excepción que confirma la regla, ya sabes: siempre hay una primera vez. Al fin y al cabo, si eres capaz de asesinar, también has de serlo de dar una buena paliza, un asesinato incompleto, ¿por qué no?
— Me repatean los tópicos y acabas de soltar dos de una tacada. Córtala ya o no llegaremos a ninguna parte. No voy a aceptar tu encargo.
— Entonces, de nuevo, ¿para qué demonios has venido? ¿Por qué me haces perder el tiempo?
— ¿Hacerte perder el tiempo? Confío en que dentro de poco no pienses así. Pero te contestaré a tu primera pregunta: he venido porque tú me has interesado, no como cliente. Y creo que necesitas ayuda y puede que esté dispuesto a dártela.
— Que puedes estar dispuesto a ayudarme, manda narices. Me ayudarías pero no haciendo lo que quiero que hagas.
— Así es, te ayudaría sin hacer lo que ahora quieres que haga; pero sólo si es que terminas de convencerme, si lo que me falta por saber de tu historia cumple mis expectativas Por ejemplo, dime, el hombre al que quieres castigar, la víctima, es tu padre, ¿verdad?

Cabe imaginar que todavía hoy quedan opciones de izquierda

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Cabe imaginar que todavía hoy existen personas que
están en contra del servicio militar obligatorio
e incluso desean la abolición de los ejércitos,
que no entienden cómo algunos perciben rentas millonarias al día mientras a otros los más agotadores esfuerzos apenas les alcanzan para comer,
y piensan que no deben admitirse estas diferencias de fortunas.

Cabe imaginar que todavía hoy queden quienes
defienden el amor libre,
sin necesidad de adecuarlo a moldes religiosos o civiles.
 
Y ven injustas las herencias económicas.
Y se oponen a cualquier forma de opresión del individuo por el Estado, llámese fascismo o comunismo o con cualquier otro calificativo. Y no digamos por caciques, grupos sociales o corporativos, instituciones, iglesias y demás engendros.
Cabe imaginar que todavía hoy hayan gentes que, en suma, 
pretenden lograr la máxima libertad del individuo 
sin más imposiciones que las absolutamente imprescindibles.

Si hay partidos políticos que contienen en sus idearios y programas estas utopías, es que aún quedan opciones de izquierda. Por el contrario, los partidos políticos que no propugnen estas metas son la derecha, por muchas siglas confusas con las que se disfracen.


Esta tarde he empezado a ordenar la inmensidad de papeles que almaceno en mi despacho. Testimonios en celulosa de los últimos cuarenta años, desde los últimos años del bachillerato. Voy encontrando muchas cosas olvidadas. Por ejemplo, en un cuaderno en el que durante una época tomaba apuntes de los asuntos más variados encuentro el texto anterior. Según consta de mi puño y letra al final, son palabras de Fernando Fernán Gómez el 23 de diciembre de 1992 en Antena Tres, transcritas por mí de memoria (no es cita textual). Ya no me acuerdo de esa intervención televisiva (probablemente una entrevista), pero sin duda me impactó, tanto que al acabar de verla quise fijarla en el cuaderno que ahora recupero. Fernán Gómez tenía 71 años y aún le quedaban casi quince de vida. Han pasado algo más de 23 años; ¿qué diría hoy?

Probabilidades, bebés y piratas

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Las probabilidades no son tan intuitivas como parece y esto es algo que deberíamos tener en cuenta porque todos, más o menos conscientemente y más o menos acertadamente, calculamos probabilidades en nuestros actos cotidianos. Por ejemplo, cuando aparcamos "un momento" el coche en segunda fila estimamos muy baja la probabilidad de que aparezca un municipal con la grúa durante el tiempo que nos llevará nuestra gestión. O el ejemplo que viví en primera persona hace muchos años y conté el pasado domingo: cuando, tras una serie de varios negros salidos en la ruleta, pensamos erróneamente que hay más probabilidades de que salga el rojo. En los comentarios a ese post aludí a esto con la desafortunada expresión de que el azar no sabe lo que ha ocurrido antes, lo que Vanbrugh aprovechó para hacerme notar que "las leyes físicas no se cumplen porque el universo "sepa" que "debe" cumplirlas". Esta última frase daría para largas discusiones pero, en todo caso, se saldrían de lo que entonces tratábamos y que también es el objeto de este post: las probabilidades.

Las probabilidades se refieren a acontecimientos, a la frecuencia con que cabe esperar que suceda un determinado resultado. Para calcular probabilidades debemos saber los resultados posibles y las condiciones en que los acontecimientos se producen. Así, si el acontecimiento es lanzar una moneda al aire y la moneda no está trucada ni puede caer de canto, sólo hay dos posibles resultados: que salga cara o que salga cruz, y ambos tienen la misma probabilidad de salir en cada lanzamiento. Como solo hay dos resultados, la probabilidad de que en cada lanzamiento salga cara (o cruz) es de una entre dos (1/2) o, como más habitualmente se expresa, del 50%. Si ese acontecimiento se repite muchas veces (llamemos n al número de veces), el número de resultados posibles al final de la serie es el de las variaciones (con repetición) de dos elementos tomados n veces, cantidad que es igual a 2 elevado a n (2^n). El número de resultados crece exponencialmente con la repetición del evento y enseguida se hace inmenso: 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024 ...

La probabilidad de que al cabo de n repeticiones del acontecimiento salga un resultado concreto de los 2^n posibles es, por tanto, una entre 2^n. Por ejemplo, la probabilidad de que tras diez lanzamientos salgan diez cruces es 1/1024 o del 0,097656%. Muy baja, ciertamente, como todos sabemos intuitivamente. Por eso, no nos asustaría apostar a que no se va a dar ese resultado; lógico, porque la probabilidad de que no salgan diez cruces seguidas es de 1.023 resultados posibles (todos menos el de las diez cruces) entre 1.024, o sea, del 99,9%. En el fondo, aunque los lanzamientos de moneda se vayan produciendo uno tras otro, secuencialmente, la probabilidad de cualquier resultado entre los 2^n posibles es la misma que si se lanzaran simultáneamente diez monedas al aire. Digamos que, siempre que los eventos sean independientes (no influya el resultado previo en el siguiente), el tiempo carece de relevancia: da igual infinitos lanzamientos de una moneda durante un tiempo infinito que el lanzamiento de infinitas monedas en un instante (tiempo cero). Conclusión esta muy sugerente y que nos orienta hacia las reflexiones (tan poco intuitivas) de la física sobre el tiempo, etc.

Pero el tiempo existe, o al menos eso creemos. De ahí que la probabilidad de cualquier acontecimiento cambie según el momento de la sucesión en que estemos o, lo que es lo mismo, según la información de que dispongamos. Cuando iba al casino calculé acertadamente que, como para perder tenían que salir diez negros seguidos, la probabilidad de que ocurriera era ínfima. Sin embargo, en la nefasta sucesión de tiradas que me arruinó, para cada una de ellas, la probabilidad de perder (y de ganar) era del 50%, bastante más alta. O sea, en mi última puja aposté nada menos que dieciséis mil pelas de entonces a que salía rojo en esa tirada concreta; nadie mínimamente prudente lo haría, ¿verdad? Este ejemplo vale, creo, para ilustrar que las probabilidades no son siempre intuitivas. O, si se prefiere, dos resultados incompatibles nos resultan intuitivos: entendemos que tenía un 50% de probabilidades de ganar en esa última tirada, pero también entendemos que las probabilidades de ganar en las diez tiradas era del 99,9%.

Pongo otro ejemplo con los nacimientos de bebés, para volver a los hospitales de Vanbrugh (mientras espero por su prometido post en el que nos explicará otro misterio). Cuando nosotros o una pareja conocida está esperando un hijo (y siempre que no les hayan desvelado el sexo), suponemos acertadamente que hay un 50% de probabilidades de que sea niño y otro tanto de que sea niña. Por otra parte, si nos dicen de una pareja que tiene muchos hijos –rara avis en estos tiempos pero no en los de mis padres– esperamos que el número de niños y de niñas no difiera demasiado y de hecho nos sorprende por excepcional una familia, por ejemplo, de diez vástagos varones y ninguna hembra. De hecho, la probabilidad de que esos padres hayan engendrado diez varones es exactamente la misma que la de que yo perdiera mi escasa fortuna juvenil en la ruleta, menos de una entre mil. Y sin embargo, cuando la señora estaba en su décimo embarazo con la desesperada esperanza de dar a luz a la ansiada niña, las probabilidades de que se cumplieran sus deseos era también del 50%. Aunque a ese respecto hubo división de opiniones entre los amigos del atribulado matrimonio. Unos opinaban que después de nueve chicos tenía que haber más probabilidades de que naciera una chica (más o menos lo que me llevó a perder en la ruleta); otros, en cambio, dada la anomalía estadística previa, pensaron que el padre tenía una mayoría abrumadora de espermatozoides Y, por lo que las probabilidades estaban a favor del nacimiento de otro varón más.

Durante la lectura de los posts de Vanbrugh me acordé de un problemilla que viene muy al caso porque pone de manifiesto que con las probabilidades, a veces, no hemos de fiarnos del todo de lo que nos dice la intuición. Imaginémonos que una pareja amiga que ya tiene un hijo varón está esperando otro; obviamente la probabilidad de que sea varón es del 50%. Ahora hagamos un ligero cambio, supongamos que ya ha nacido el bebé pero no nos enteramos de su sexo, ¿qué probabilidad hay de que sea varón? Pues la misma, claro, el 50% (hasta aquí la intuición parece funcionar bien). Otro ligero cambio en el planteamiento: la pareja no es amiga nuestra pero vamos a conocerla esta noche en una cena y para caerles simpáticos hemos pensado en comprar unos detalles para sus hijos. Nos han dicho que tienen dos y que uno de ellos (nuestro informante no sabe si el mayor o el menor) es varón. ¿Cuál es la probabilidad de que el otro también sea varón? He hecho la prueba con compañeros del curre y casi todos, siguiendo su intuición, me han contestado que la misma, el 50%. Pero no, la probabilidad de que el hijo cuyo sexo desconocemos sea varón es del 33,33% (y lógicamente, hay un 66,66% de probabilidades de que sea niña). Pensamos pues en comprar una muñeca en vez de una pistola de agua, pero luego nos dimos cuenta de que vivimos ya en una sociedad no sexista y, por tanto, averiguar el sexo que desconocíamos era irrelevante (hasta contraproducente). Tiene su miga (o su gracia) cuando las probabilidades no son las que uno espera.

Y para acabar, aprovechando que empieza el fin de semana, planteo un problema que me enviaron hace unos días y me resultó entretenido. Como en casi todos, la clave está en enfocarlo correctamente porque, si no, uno se puede pasar mucho rato dándose cabezazos contra un muro. Acabo de comprobar que puede encontrarse en internet (incluso con algunas variantes), pero doy por supuesto que mis lectores no hacen trampas, porque sería hacérselas a sí mismos. Lo divertido de estos ejercicios es el rato que se pasa pensando; el único premio es la propia satisfacción. Bueno, allá va el enunciado.

Se trata de una banda de cinco sanguinarios piratas que, gracias a sus últimas felonías, han acumulado cien monedas de oro. Se aprestan a repartirse el botín y para ello no se dan veinte monedas cada uno como haríamos los miserables burgueses sino que aplican un curioso procedimiento ya consagrado entre sus tradiciones. El pirata de más edad hace una propuesta de reparto (o sea, dice el número de monedas para él, para el segundo pirata, para el tercero, para el cuarto y para el quinto, de modo que la suma de las cinco cifras es 100) y la somete a votación. Si el resultado es de la mitad o más de los votos, la propuesta se lleva a la práctica y asunto resuelto, se acabó el reparto. En caso de que la propuesta obtenga menos del 50% de los votos, al pirata proponente lo tiran por la borda a unas aguas infestadas de tiburones. Entonces el siguiente pirata en edad hace su propuesta y vuelven a votar siguiendo exactamente el mismo procedimiento. Y así siguen hasta que algún pirata consigue ganar una votación o todos son pasto de los tiburones salvo el último que se queda con las cien monedas de oro.

Los cinco piratas son expertos lógicos y cada uno sabe que todos los otros lo son también (es decir, saben que las decisiones que adoptarán sus compañeros obedecen a los mismos criterios lógicos que las suyas propias). De más está decir que lo que decide la propuesta y el voto de cada pirata es maximizar su ganancia, conseguir el máximo número de monedas sin que lo tiren por la borda. Lo que hay que averiguar es cuál fue la propuesta de reparto que hizo el primer pirata. He dejado para el final dos datos que admiten alternativas. La primera sería que votan todos (incluyendo el pirata que hace la propuesta) o todos menos el proponente. La segunda alternativa es si se admiten o no abstenciones en las votaciones. De admitirse, un pirata se abstendría cuando la propuesta le es indiferente; de no admitirse, hay que pensar que en caso de serle la propuesta económicamente indiferente votaría en contra para darse el gusto de tirar a un colega por la borda (recuerdo que son muy sanguinarios). Al resolverlo hay que decidir primero la variante que se elige.

Pues nada, a divertirse un rato. Una vez encontrada la solución se puede dar un paso más y tratar de encontrar la regla general para este tipo de problemas (que es una buena simulación de votaciones entre actores e intereses múltiples como las que se dan en un Parlamento). Es decir, ¿cómo se resuelve para un número cualquiera de piratas (p) y de monedas (m)? ¿Y qué pasa si p > m?

 
My treasure - Johnny Cash (Now Here's Johnny Cash , 1961)

Hace diez años (y una semana)

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El 20 de febrero de 2006 empecé este blog. Mi primer post se llamaba ¿Qué hago aquí? y en él decía que no lo sabía, que simplemente estaba probando a hacer un blog, aprendiendo las reglas elementales de la edición en internet. En ese momento no tenía nada que contar a nadie. Estaba saliendo de una etapa personal muy dura, cuyo final marcó la apertura de lo que luego llamé la segunda parte del partido, pleno de dudas y con muy pocas de mis viejas seguridades ilesas. De ahí el nombre que le puse al blog y que aún hoy considero adecuado. Lo cierto es que empecé a escribir con bastante frecuencia, a volcar en una página que al principio nadie leía casi cualquier cosa que se me pasaba por la cabeza. De hecho, no voy a negar que en esos primeros meses el blog me ayudo mucho a iniciar mi nueva vida. Con pocas entradas publicadas (al mes y medio, más o menos) aparecería K y todo fue a mejor, a mucho mejor.


Así que este blog, Conciertos y desconciertos, ha cumplido una década, cumpleaños redondo que se me ha pasado y vengo a darme cuenta una semana después. La verdad que no está nada mal llegar a esta edad, supongo que la mayoría de los blogs que han aparecido por internet no la alcanzan. No es un record, desde luego, pero sí un logro del que me siento moderadamente orgulloso, máxime cuando la constancia no es precisamente una de mis virtudes. En los tres mil seiscientos sesenta días transcurridos he publicado, con éste, 1.205 posts, lo que hace una frecuencia media de casi uno cada tres días. Si a ello sumamos que son raros los periodos largos en los que no haya publicado, resulta que mi dedicación al blog ha sido muy aceptable.


Naturalmente, este no es un blog popular. Si le hubiese puesto anuncios de esos que te pagan por visita no me habría valido para salir de pobre. Desde luego me agrada que me lean y me comenten, pero habría seguido escribiendo y publicando aunque nadie lo hiciera. En todo caso, tampoco es que me queje: según las estadísticas de Blogger he recibido casi diez mil comentarios, lo que da una media de algo más de ocho por entrada. Si a estos sumamos las visitas de quienes no comentan, (últimamente una media de unas 150 por entrada) pues parece que me lee más gente de la que habría imaginado hace diez años. Eso sí, la mayoría de los lectores (y sobre todo los comentaristas) son más o menos asiduos. Es difícil que se incorporen nuevos y, por el contrario, bastantes de los que hace tiempo pasaban habitualmente por aquí han ido desapareciendo.


Si releo lo que escribía hace diez años, puedo dimensionar los cambios, tanto externos como en mí mismo. El Miroslav que escribió esos textos, aunque cercano a mí, ya no soy yo. Habría estado bien que el blog lo hubiese empezado hace tres o cuatro décadas (imposible porque no existía internet) para poder asomarme a un Miroslav que sí sería bastante diferente del actual. Si los dioses lo permiten, haré este ejercicio en 2026, fecha para la que espero estar jubilado. De momento, mantener el blog me sigue resultando divertido y estimulante, sin que en todo esto tiempo haya sentido la tentación de abandonarlo, así que ¿por qué no prever que aguantará otra década? Lo que ya me parece de más dudoso pronóstico es que para entonces sigan por aquí los que todavía se acercan, pero quién sabe.

 
Spoonful - Ten Years After (Ten Years After, 1967)

Este tema lo he elegido, fundamentalmente, porque es de Ten Years After, uno de los magníficos grupos británicos que "reinventaron" el blues-rock en la segunda mitad de los sesenta y eclosionaron durante los setenta. Aunque estos chicos son muy buenos, nunca alcanzaron tanta fama como otros de sus grandísimos contemporáneos pese a merecerla. Justamente dentro de una semana se cumple el tercer aniversario de la muerte de Alvin Lee, al que dediqué un post en su día. La canción –spoonful– es un clásico del blues, escrito por uno de los mitos, Willie Dixon, e interpretado por primera vez nada menos que por Howlin' Wolf en 1960. Muchos de los grandes la han grabado y si hubiera de elegir una versión sería otra (por ejemplo, me gusta más la de los Cream del año anterior), pero ésta tampoco está nada mal. "Los hombres mienten por pequeñeces, algunos de ellos lloran por pequeñeces, otros mueren por pequeñeces y todos pelean por una cucharada, por esa cucharada. Podría ser una cucharada de diamantes, una cucharada de oro, pero para mí una pequeña cucharada de tu preciosísimo amor es más que suficiente".

Dylan en romance (1)

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No descubro nada afirmando que Dylan es uno de los cantautores más versionados del mundo mundial y también de los que más han influido en el devenir de la música de los últimos cincuenta años. Tampoco para los que me siguen es nuevo que una de mis inofensivas manías es coleccionar no sólo música interpretada por Dylan (sus discos oficiales pero también múltiples grabaciones piratas de muy variable calidad de sonido), sino también versiones de sus temas interpretadas por otros. Guardo un buen mogollón de ejemplos en mis discos duros, todavía pendientes de ordenar y clasificar. Mientras tanto, gracias a que los frikis dylanianos (o dylanitas) son legión, hay no pocas webs en las que pueden encontrarse largas listas de intérpretes de prácticamente cada una de las más de seiscientas composiciones del de Minnesota. Naturalmente, la gran mayoría de esas numerosísimas versiones están en inglés, que en ese idioma las compuso Don Roberto Zimmerman, independientemente de que el intérprete tenga esa lengua por nativa.

Pero, como no podía ser de otra manera, también hay una minoría que no es precisamente pequeña de versiones traducidas a otros idiomas. Traducir una canción es jodido, y más las de Dylan, tan densas muchas de ellas. Porque no sólo hay que conservar en grado suficiente el contenido del texto y, a ser posible, emular su calidad literaria sino que, además, luego hay que ... ¡cantarla! Vamos, que tiene mérito conseguir resultados decentes y la verdad es que los hay. El caso es que me propongo dedicar una serie de posts a las canciones de Dylan en lenguas romances. Como todos estos idiomas provienen del latín, parece justo empezar por el actual más directamente heredero del de los romanos, aunque solo sea por coincidencia geográfica: el italiano, claro. Tiene la ventaja, además, de ser una lengua que chapurreo con cierta soltura y cuya música me interesa y conozco medianamente.

Que yo sepa, la primera versión de una canción de Dylan en italiano fue grabada por Luigi Tenco en 1964 y traducida por Mogol, probablemente el letrista –paroliere– más importante de ese país. Para esa fecha, aunque todavía veinteañero, Mogol ya era un nombre consolidado en la industria musical y, aprovechando su prestigio, se empeñaba en introducir en la península los temas destacados del rock (y folk), si bien traduciendo las letras, debido al rechazo mayoritario del público al inglés. Tenco era dos años más joven que Mogol –en el 64 cumplió 26 años– y también era ya sobradamente famoso (por ejemplo, ya había publicado el mi sono innamorato di te). Dylan le gustaba mucho, era una de sus referencias "de cabecera", así que no es de extrañar que él y Mogol acordaran grabar la versión del Blowin' in the wind; sin embargo no llegó a publicarse. Dos años y pico después se pega un tiro en la cabeza en el hotel de San Remo donde se alojaba durante el conocido festival de esa ciudad ligur. En 1972 sale un álbum de inéditos llamado Luigi Tenco canta Tenco, De André, Jannacci, Bob Dylan, en el que se recoge la versión que hizo Mogol del primer gran éxito de Bobby; hela aquí:

 
La risposta è caduta nel vento - Luigi Tenco (Luigi Tenco canta Tenco, De André, Jannacci, Bob Dylan, 1972)

No es ninguna maravilla y me recuerda más a la de los Byrds (que fueron quienes la popularizaron) que a la grabada en el grandioso Freewheelin' de 1963. Bastante peor vino a ser la siguiente, perpetrada por Jonathan (en realidad se llamaba Maurizio) & Michelle, un dúo italo-francés que se conoce en París y deciden interpretar temas de Donovan, Sonny&Cher y del propio Dylan, entre otros ídolos de los primeros beats europeos. En el 67 publican su único vinilo de 33 y entre las restantes joyas se encuentra la canción traducida por Mogol que ahora se llama nada más que La risposta. Supongo que ese disco es hoy una absoluta rareza, merecidamente descatalogado y nunca remasterizado. Aún así, como hay gente para todo, algún nostálgico del italian beat de los sesenta lo ha subido a internet para que yo pueda documentar mejor este post. En fin de un meloso insoportable, pero perfecto para ser el modelo de la que se convirtió algún año después en canción de misa, gracias a los aires renovados del Vaticano II.

 
La risposta - Jonathan & Michelle (Jonathan & Michelle, 1967)

Vayamos ahora al Milán de finales de los cincuenta, adonde llega en 1959 Gian Pieretti, un chaval de Pistoia (Toscana) apasionado por los primeros rockers americanos. Desde mediados de esa década en la capital lombarda se habían ido juntando los que se convertirían en precursores del rock italiano, tales como Ghigo Agosti, Giorgio Gaber y el eterno Celentano. También por esas fechas ronda un crío aún más joven llamado Ricky Gianco, que comienza a sonar fuerte en los clubs de la ciudad y a juntarse con otros músicos de renombre (como Enzo Jannacci, Gino Paoli y el ya citado Luigi Tenco). A instancias de Gianni, los dos chicos se conocen y se convierten en inseparables. De orbitar en el universo rockero (rockabilly diríamos) milanés, Pieretti se va interesando a principios de los sesenta por el folk americano, que llega en primera instancia a través de voces inglesas, como la del escocés Donovan, a quien los amigos conocen en un viaje a Londres en el 66. Poco después, influidos por el Catch the wind de Donovan, componen Il vento dell'est, que publicada como sencillo se convierte en el primer gran éxito de Pieretti. Al año siguiente escriben Pietre para presentarlo al Festival de San Remo (la edición funesta del suicidio de Tenco); sin ser propiamente una versión en italiano de Rainy day woman #13&35 publicada solos unos meses antes en el maravilloso Blonde on Blonde, está descaradamente influida en la letra y en la música por ese hilarante tema de Dylan. En entrevistas posteriores Pieretti asegura que la canción nació de la conciencia de que todo estaba mal y a partir de la lectura, tiempo atrás, de un poema napolitano del diecinueve que venía a decir lo mismo. Tajantemente, reivindica la autonomía de su composición, reconociendo nada más que una cierta atmósfera común con la de Dylan. No me termina de convencer, pero juzguen ustedes mismos.

 
Pietre - Gian Pieretti (single, 1967)

En todo caso, tras ser uno de los padres de la canción protesta italiana, Pieretti va poco a poco desapareciendo del primer plano, y dedicándose más a trabajos de composición y producción (para otros artistas). Sin embargo, a los efectos de este post nos interesa que terinta años después, en 1997, publica un álbum en vivo titulado Caro Bob Dylan... en el que incluye cinco versiones en italiano de canciones del genio norteamericano. Entre ellas su adaptación al idioma de Dante del citado Rainy day women #13&35, puede que para demostrar que sus piedras de juventud no eran un plagio. Pero hemos dado un largo salto temporal; antes deben reseñarse otros nombres relevantes en cuanto a la italianización de Bob Dylan y ello nos obliga a bajar del Milán norteño a la caótica Roma.

 
C'è una pioggia- Gian Pieretti (Caro Bob Dylan, 1997)

Dylan en romance (2)

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Sigo aún en Milán porque en el anterior post me olvidé de citar otra de las primeras traducciones italianas del repertorio de Dylan. Es también obra de Mogol, pero esta vez no se la pasó a Luigi Tenco sino a un toscano llamado Aldo Caponi, que estaba siendo promocionado por el Clan Celentano, después de cambiarle el nombre a Don Backy. Durante casi tres años (entre el 62 y el 65) el chaval saca unos cuantos sencillos en la discográfica de Adriano y sus amigos y participa en diversos concursos, a los que tan aficionados son los italianos. Sus primeros éxitos los debe a sus intervenciones en el primer y segundo Cantagiro (1962 y 63) un concurso que, imitando la vuelta ciclista a Italia, se celebraba mediante etapas itinerantes. En 1965 ya tiene material para grabar un LP con el original título de L'amore. De los doce temas, nada menos que siete son covers de canciones norteamericanas más o menos rockeras (de Elvis, Chuck Berry, Randy Newman). Entre ellas aparece el Mr. Tambourine man, que había sido publicada sólo unos pocos meses antes. La versión es, musicalmente, bastante fiel a la original, aunque un poco "blandita", un poco al estilo de lo que hacían por la misma época The Byrds. Y en cuanto a la letra, sin ser una traducción literal, mantiene el sentido del texto dylaniano y encaja bastante bien con la melodía. No es para tirar cohetes, pero aprueba sin problemas. Que yo sepa, Backy, que sigue en activo a sus setenta y seis años, no ha vuelto a interpretar canciones de Dylan y, si no fuera por esta temprana grabación, es probable que ni hubiera sabido de su existencia.

 
Mister Tamburino - Don Backley (L''amore, 1965)

Y vamos ya a Roma para encontrar un personaje extravagante, Tito Schipa Jr. El junior obedece a que su padre se llamaba igual y era un divo de la ópera, el mejor tenor lírico ligero (tenore di grazia) del siglo pasado, según dicen los que saben, porque yo de ópera no entiendo nada. Tito el joven fue hijo de la segunda mujer de Tito el grande, y nació –en Lisboa en 1946– cuando éste rondaba la sesentena, pero aún mantenía una activa vida profesional, actuando de ciudad en ciudad. Por eso, durante su infancia vivió entre Los Ángeles y París, para finalmente, hacia los diez años, instalarse en Roma. El padre moriría cuando el chico tenía diecinueve años, demasiado pronto, pero parece que la ausencia definitiva no resultó singularmente dramática para el hijo, sobradamente habituado a las ausencias intermitentes; como Tito Schipa Jr. cuenta en su web, que su padre se marchase o volviese era para él indiferente. Pero sin duda ser hiho del gran Schipa tenía consecuencias, y desde muy joven Tito supo que su destino estaba en la música, en el teatro, en el mundo del espectáculo. Estudia piano y canto, historia de la música ... Con veinte años, se convierte en asistente de dirección de Lina Wertmuller en dos películas musicales protagonizadas por una jovencita pero ya famosa Rita Pavone. Es 1966, le apasiona Verdi, empieza a dar sus primeros pasos profesionales, presenta las veladas vespertinas en el Piper, un famoso club romano que será el trampolín para muchos nombres del pop italiano, y un día, de casualidad, escucha una canción de Dylan (no he logrado descubrir qué tema en concreto). Caída del caballo camino de Damasco, le cambia la vida.

Así que inmediatamente le surge la necesidad de conjugar su amor por la ópera con el reciente deslumbramiento dylaniano y se dedica intensamente a componer Then an Alley, que se considera la primera ópera rock. Hay otras candidatas a ese título, tales como The Story of Simon Simopath (1967), del grupo británico Nirvana (no confundir con el de Kurt Cobain), o S.F.Sorrow (1968) de los también ingleses The Pretty Things (y que influyó en la composición de la famosa Tommy de Pete Townshend, un año después). Pero lo cierto es que, a diferencia de esas otras precursoras que se quedaron en sendos discos, la que compuso Schipa fue llevada a los escenarios. La obra, escrita en inglés, se estructuraba enlazando dieciocho canciones de Dylan e intercalando arias y diálogos, para contar una historia de jóvenes descolocados, rebeldes ante el sistema (el libreto puede leerse en la página de Schipa Jr). El 17 de mayo del 67 se estrenó en el Piper, con Penny Brown, una norteamericana instalada en Roma, Giuliano Ferrara, entonces comunista que siguió una larga y tortuosa carrera política que le ha llevado a ser ministro con Berlusconi y uno de los más firmes neoconservadores italianos, y el propio Tito entre otros. El espectáculo tuvo bastante éxito, tanto que se enteran los representantes de Bob Dylan quienes se ocupan de que se paralice el espectáculo. Ello no fue sino un acicate para Tito, que se puso a escribir otra ópera rock, ésta ya totalmente original, pariendo en 1970 Orfeo 9, que sería convertida en película tres años después. Pero ésta, aunque muy interesante, es otra historia.

 
Amore via zero / Illimitato - Tito Schipa Jr. (Dylaniato, 1987)

Bueno, dirá alguien, menudo rollo el tuyo, ¿no se supone que estabas hablando sobre las versiones en italiano del repertorio de Dylan? Pues sí, y ciertamente el primer experimento operístico de Tito se basó en canciones de Dylan pero tomándolas directamente de sus discos, sin reinterpretarlas ni mucho menos traducirlas. Pero, aún así, me parecía interesante dejar constancia del antecedente porque, años después, Schipa Jr volvería a Dylan y esta vez sí se pondría a trabajar sobre los textos y las músicas desde un enfoque marcadamente personal. El resultado es un álbum publicado en 1988 –Dylaniato– con ocho canciones del maestro que, a mi modo de ver (o mejor, de escuchar) no son meras “versiones”, sino interpretaciones francamente originales e interesantes (algunas incluso se tarda en identificarlas). He de confesar que este disco me gusta mucho; subo al post dos de sus canciones, ambas de amor: el Amore via zero / Illimitato (Love minus zero / No limit) y el Ti voglio (I want you), pero podría haber elegido cualquiera de las otras seis (la versión del hilarante y surrealista Bob Dylan's 115th dream es alucinante, pero dura demasiado). Que yo sepa, es el primer disco italiano dedicado a Dylan, aunque a la fecha en la que se publica ya hubiera un buen número de versiones dispersas de otros intérpretes. 

 
Ti voglio - Tito Schipa Jr. (Dylaniato, 1987)

El Piper Club en el cual empezó su carrera profesional Tito Schipa fue inaugurado en 1965 al rebufo de las vanguardias musicales y artísticas estadounidenses (pop art, Waehol) y enseguida se convirtió en un referente de la generación joven y sirvió para consagrar a unos cuantos artistas icónicos de la música ligera italiana. Estaba (y sigue estando) en Via Tagliamento, frente al estrambótico quartiere Coppedè, unas pocas manzanas que fueron promovidas y construidas en las dos primeras décadas del siglo pasado bajo la dirección del arquitecto que le da nombre (visita recomendable cuando se va a Roma, aunque no esté en la zona más turística). Pero ahora, debemos caminar unos cinco kilómetros en dirección suroeste, dejar a nuestra derecha Villa Borghese, detenernos un momento en la Fontana di Trevi, pasar por el Panteón de Agripa, cruzar el Tíber por el Ponte Sisto y, ya en el Trastevere, enseguida llegaríamos a otro local mítico, el Folkstudio, que estuvo situado primero en via Garibaldi aunque posteriormente pasó por distintas ubicaciones hasta cerrar en 1998. En su primera época, cuando todavía era el estudio del pintor y músico norteamericano Harold Bradley al que invitaba a jóvenes inquietos e interesados en la llamada contracultura de los sesenta, estuvo nada menos que Bob Dylan, por entonces un desconocido (pero esa historia, que conocí a través de un “casi-testigo” y en el propio local, ya la contaré en otro momento). Para lo que ahora nos interesa, hemos de irnos a finales de los sesenta y primeros setenta, cuando en el club dirigido entonces por Giancarlo Cesaroni se juntaban unos veinteañeros llamados Antonello Venditti, Francesco De Gregori, Giorgio Lo Cascio, Ernesto Bassignano, Edoardo De Angelis, Renzo Zenobi, Stefano Rosso, Luigi Grechi, Grazia Di Michele, Rino Gaetano … Nombres que cualquiera a quien interese la “música de autor” italiana les resultan sobradamente conocidos. Allí escuchaban música popular de diversos orígenes (por ejemplo, a los grupos de la nueva canción chilena), con un espíritu de compromiso social, casi revolucionario; pero también estos chicos empezaban a actuar, a coger seguridad en el escenario, presentando sus propias composiciones.

 
Via della Povertà - Fabrizio De Andrè (Canzoni, 1974)

En el 69, tres de los nombrados –Venditti, De Gregori y Lo Cascio– forman un grupo al que llaman, sin mucha originalidad, “Los jóvenes del Folkstudio”. Tocaban los domingos , desde primeras horas de la tarde hasta bien avanzada la noche. Francesco De Gregori, que se convertiría en uno de los más grandes de los cantautores italianos (y uno de mis preferidos) al principio no tenía temas propios e interpretaba canciones de Bob Dylan, Leonard Cohen y el que era su ídolo entre los italianos, el genovés Fabrizio De André. Pasan los años y Fabrizio conoce a Francesco en el Folkstudio, cuando el romano acababa de publicar su primer álbum en solitario (Alice non lo sa). La cosa es que le propone trabajar juntos y como adelanto, en el disco Canzoni de De André, publicado en 1984, aparece Via Della Povertà, versión italiana traducida por ambos del Desolation Row de Dylan. A Francesco De Gregori se lo conoce como el “Dylan italiano” y, desde luego, él ha reconocido muchas veces que es un enamorado del cantautor de Minnesota y que el estilo de éste, tanto compositivo como en su forma de tocar, le ha influido notablemente. Supongo que Bob y Francesco se conocerán; a lo mejor en alguno de los conciertos de Dylan en Italia, que empezaron tardíamente, en 1984, en la misma gira que lo trajo por primera vez a España, con Carlos Santana de telonero. Pero aparte del tema ya citado, tan sólo conozco otra canción de Dylan italianizada e interpretada por De Gregori, y es el If you see her, say hello que, bajo el nombre Non dirle che non è così aparece en la soundtrack de Masked and Anonymous, la interesante peli de 2003 en cuyo guión participó el propio Dylan (quien también tiene uno de los papeles protagonistas). ¿Fue idea del propio Bob que Francesco aportara un tema a la banda sonora? ¿Lo escribió el italiano expresamente para la ocasión?

 
Non dirle che non è così - Francesco De Gregori (Masked and Anonymous, 2003)

Así que pese a su rendida admiración por Dylan, De Gregori casi no había grabado versiones de canciones de su ídolo en italiano, pero esta abstención que imagino entre respetuosa y miedosa se quebró en octubre del año pasado, cuando el cantautor romano publica su De Gregori canta Bob Dylan - Amore e furto, con once canciones del maestro, todas en italiano. Pero de ese disco y de alguna canción más hablaré en el siguiente post de la serie, en el que pretendo acabar con el "Dylan italiano".

Dylan en romance (3)

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Dije en el post anterior que De Gregori casi no había grabado versiones de Dylan hasta el que es su último disco; sin embargo, la influencia del de Minnesota en su forma de componer es manifiesta. Uno de los mejores ejemplos probablemente sea la preciosa Buonanotte fiorellino (buenas noches, florecilla), de 1975, que el propio Francesco ha declarado que está inspirada en el Winterlude de 1970. En fin, que lo comento para darme el gusto de poner las dos canciones y que cada uno se forme su opinión, porque estrictamente no es el objeto de estos posts.

 
Winterlude - Bob Dylan (New Morning, 1970)

 
Buonanotte fiorellino - Francesco De Gregori (Rimmel, 1975)

Reseñemos pues que por fin, hace apenas cuatro meses, salió a la venta el último disco del cantautor romano que está íntegramente ocupado por versiones de temas de Dylan en italiano. El título –Amore e furto– es el del LP que Bob publicó en 2001 y, según dice el propio De Gregori, viene a cuento porque lleva muchos años robando a Dylan, a quien ama. Lo cierto es que el disco me ha gustado mucho. No es innovador, los arreglos tienden a respetar las versiones originales, lo que el italiano justifica en el reverente respeto por aquéllas, y para evitar excesivas divergencias toda vez que las letras ya cambian. Desde luego, el disco de Tito Schipa al que me referí en el post anterior es bastante más arriesgado. Dice la Wikipedia italiana que es el segundo disco completo de traducciones al italiano de canciones de Dylan; el dato es correcto en sentido estricto (contaríamos sólo Dylaniato), pero me parece un poco injusto olvidar el Caro Bob Dylan … de Pieretti, que incluye cinco temas. Bueno, de las once canciones de este disco de De Gregori, he seleccionado Acido seminterrato porque me parece un excelente ejercicio de traducción de un tema de letra muy complicada (Subterranean homesick blues). Recuerden el original de 1965 y compárenlo con su trasposición al italiano medio siglo después.

 
Acido seminterrato - Francesco De Gregori (Amore e Furto, 2015)

Haciendo esta panorámica sobre Dylan en italiano (no se piense que pretendo ser exhaustivo), me interesó averiguar si había alguna versión interpretada por alguno de los muchos grupos de rock progresivo que ha habido y sigue habiendo en ese país. Desde hace tiempo me intriga por qué en Italia han surgido tantas y tan buenas bandas en este subgénero, empezando por la que ha sido calificada como la “gran triada” (Premiata Forneria Marconi, Banco del Mutuo Soccorso y Le Orme). Naturalmente, el progrock italiano tiene su origen en los grupos británicos de mediados-finales de los sesenta, pero enseguida desarrolla un estilo característico, en el que fusiona desde la música clásica hasta temas tradicionales pasando por el jazz más experimental. Pues bien, parece que todos los importantes han pasado de Bob, pero al menos he encontrado un ejemplo, aunque sea menor. Se trata de la versión traducida por Mogol de Blowin’ in the wind (a la que ya me referí en el primer post de esta serie), interpretada en 1975 por los Dalton, un grupo que no tuvo demasiado éxito (se disolvieron en el 79); hela aquí:


 
La risposta - Dalton (Argitari, 1975)

Y ya para acabar con los dylanitas italianos, no me resisto a subir uno de los géneros que, salvo contadas excepciones, más me repatea, el hip-hop. Es la versión de Like a rolling stone grabada por el grupo Articolo 31 para la banda sonora de Masked and Anonymous, que también ya he citado. Aún a pesar de mis reparos, he de reconocer que el resultado de este montaje con el tema original me convence; además, el recitado en italiano tiene excelente ritmo y se corresponde bastante bien con el sentido del texto original. Aprovecho el comentario de Lansky en el post anterior para transcribir el estribillo: Dimmi come ci sente. A stare sempre da sola. Nè direzione nè casa. Una completa sconosciuta. Come una pietra scalciata. O sea, que el “rolling stone” original lo traducen estos chicos algo así como “piedra pateada”, algo sin ningún valor que apartas de tu vida de una patada; no está mal.


 
Come una pietra scalciata - Articolo 31 (Masked and Anonymous, 2003)


En el mapa de arriba se recoge la extensión (en Europa) de las distintas lenguas romances. Cuando en estos tres posts he estado hablando del italiano, me refería obviamente a la que en ese país se considera la lengua franca común (el toscano), diferenciada de los dialetti regionales (los llaman así). Ahora bien, ya puestos, podría ampliar esta serie para referirme a canciones de Dylan cantadas en ladino, friuliano o romanche (del grupo retoromance), o en piamontés, lombardo, ligur, emiliano-romagnolo o véneto  (del grupo galo italiano), o en romanesco, napolitano, siciliano o corso gallurés (del grupo italorromance) o en sardo, que tiene su propia liga lingüística. No lo haré, de momento, por la sencilla razón de que no tengo ningún tema de Dylan en ninguna de esas lenguas y tampoco conozco si las hay. Pero, vista la profusión de ejemplos en las lenguas españolas distintas del castellano, estaría por apostar a que, al menos los temas más famosos, tienen versión en varios de estos idiomas; ya lo investigaré con calma. Así que, en el siguiente post que continue esta serie, saldremos de Italia y daremos un salto hasta Rumanía. ¿Dylan traducido al rumano? Sí, claro, cómo no ... Y hasta tiene su gracia.

Dylan en romance (4)

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Hace unos meses cayó en mis manos uno de los muchos discos recopilatorios de temas de Bob Dylan, en plan tributo/homenaje al gran hombre. La nota curiosa es que las trece canciones que se recogen no sólo no están en inglés sino que se adscriben a idiomas y músicas ajenas a occidente. Así, hay gente de la India, de Egipto, de Irán, de Birmania, de Taiwan, aborígenes australianos ... Cuando salió –a principios de 2014– The Guardian lo saludó encomiásticamente como el álbum más valiente y extraño en su género, para acabar con un tajante ¡Glorioso! No comparto tanto entusiasmo. Tendré que admitir que mi oído está demasiado occidentalizado pero la verdad es que casi todos los temas me resultan bastante coñazo, amén de excesivamente alejados del original. Por salvar un par: un curioso All along the watchtower interpretado por Eliades Ochoa, guitarrista vinculado al Buena Vista Social Club; y una simpática y envolvente versión del Corinna, Corinna (que, en sentido estricto, no es composición de Dylan) a cargo de un grupo folklórico rumano llamado Taraf De Haïdouks. Esta gente se supone que cantan en romaní (en la variedad cárpata) y, por tanto, no es rumano. Tampoco es que haya apenas letra en la canción. Pero, si empiezo con esta introducción, es porque fueron ellos los primeros que me hicieron dirigir mi atención "dylanesca" hacia Rumanía.


 
Corinna, Corinna - Taraf De Haïdouks (From the Another World, 2014)

Y el caso es que sí he encontrado músicos rumanos que han probado a adaptar a su idioma (la limba română) parte del repertorio de Dylan. Lo primero que pensé al escuchar las canciones es que esa lengua no estaba emparentada en absoluto con la mía porque no entendía nada más que palabras sueltas muy obvias. ¿No tenía acaso yo estudiado desde pequeño que el rumano es romance? Imagino que la influencia de las lenguas eslavas del entorno (y puede que hasta del exótico húngaro) sea la causa de que me suene tan extraño, sobre todo por la existencia de muchos fonemas ásperos, ajenos a nuestra pronunciación. Sin embargo, cuando he buscado videos de televisiones rumanas, he comprobado que el hablar de los presentadores se me asemeja mucho al italiano, como debería ser pues ambos idiomas pertenecen al mismo grupo de la primera gran división de los idiomas herederos del latín: los romances orientales. Pero, que cada uno escuche cualquiera de las canciones que subo este post y se forme su propia opinión sobre la cercanía familiar del rumano con el castellano.

 
Nu-i nimic, asta e!- Pasărea Colibri (In cautarea cuibului pierdut, 1995)

Parece que el padre del "dylanismo" en rumano fue Florian Pittiș (1943-2007), actor y director de teatro, intérprete de música popular, trabajó en radio y televisión, hasta presidente de un equipo de fútbol. Tradujo al rumano unas cuantas canciones de Dylan, de quien era rendido admirador y las cantó él mismo o con el grupo folk más importante de Rumanía, Pasărea Colibri que el mismo formó en 1992. Tengo dos discos de este conjunto, uno del 95 y otro del 96, y en ambos hay temas de Dylan traducidos y adaptados por Pittis. Sobre este párrafo he colocado la versión del Don't think twice, it's alright; y a quí debajo, a continuación, la de She belongs to me.

 
Alo! Ea-i a mea - Pasărea Colibri (Ciripituri, 1996)

Diez años más joven que Pittiș es Alexandru Andrieș, otro cantautor rumano pero originario éste de Braşov, una ciudad con un bonito centro histórico y que era de las más industrializadas durante la era de Ceaușescu. De hecho, en la historia reciente esta localidad tiene relevancia porque en ella se desarrolló, en 1987, una importante revuelta contra las políticas económicas del dictador rumano que suele señalarse como el antecedente inmediato de la revolución popular que condujo dos años después al derrocamiento del comunismo en ese país. Alexandru se graduó de arquitecto en Bucarest (a sólo tres horas de distancia), supongo que para contar con un título que amparara su multifacética vocación artística, porque desde antes de la universidad se volcaba hacia la música y la expresión gráfica (en su página web pueden verse varias de sus obras pictóricas desde su temprana juventud). La cosa es que el muchacho debutó como cantante apenas acabada la secundaria, orientándose hacia el blues, jazz y folk. En el 84 graba su primer disco y desde entonces lleva más de cincuenta, que no es poco. Probablemente, Dylan sería una de las referencias obligadas desde sus inicios y en la década de los noventa se embarca en el análisis y traducción al rumano de varias de sus canciones, lo que culmina con la publicación en 1999 del álbum Alb-negru (Blanco y negro), monográfico sobre el de Minnesota con diecisiete de sus canciones. No está mal, aunque para mi gusto se queda corto tanto en los arreglos como en la fuerza interpretativa. Y luego, claro, las letras ... Definitivamente, tras escuchar de seguido varios temas tan conocidos y tan extrañamente recitados, uno se queda con la impresión de que el rumano no es una buena lengua para el cancionero de Dylan. La canción que subo es la versión del I want you; compárese con la versión en italiano de Schipa que puse en el segundo post de esta serie: no hay duda, ¿verdad?

 
Te vreau - Alexandru Andrieș (Alb-Negru, 1999)

El último rumano que traigo a colación es un guitarrista y compositor (con ínfulas poéticas) de Bucarest, llamado Marius Roşiu. Calculo que andará por los treinta y pocos y, aunque parece que aún no tiene discos publicados, lleva ya su tiempito en los círculos musicales más vanguardistas de la capital rumana. Por supuesto todo esto es información de segunda mano porque últimamente no voy muchos por los locales marchosos de Bucarest. Pero para suplir mis carencias viajeras está internet, y del amigo Marius hay unos cuantos videos que permiten comprobar que no es un guitarrista bastante competente. Además, sus inclinaciones e influencias musicales me son muy cercanas (en una entrevista en la radio cita nombres como Fleetwood Mac, Frank Zappa, Rory Gallagher ...). Aparte de temas que supongo que serán de composición personal, gusta de traducir canciones icónicas del rock. Parece que ha tenido mucho éxito con la versión del Purple rain de Prince (que en rumano se dice "ploaia de rubin"). Pero la adaptación por la que merece cerrar este post es la del Knockin' on heaven's door, uno de los temas más populares y versionados de Dylan. En ésta que nos ofrece, Roşiu no asume excesivos riesgos y el resultado es aceptablemente correcto. Eso sí, el título (O fereastra in Paradis) significa "una ventana en el paraíso" que poco tiene que ver con "llamando a la puerta del cielo". Y, aunque no he conseguido la letra de esta traducción, sí dispongo de la canónica del inglés al rumano y lo que canta Marius no coincide en nada. Bueno, no nos pondremos quisquillosos.

 
O fereastra in paradis - Marius Roșiu (2013)

Y dejamos aquí esta breve escapada a Rumanía en pos de Dylan. Tornamos en dirección oeste y en el próximo post entraremos en Francia, que ya son palabras mayores. Pero antes tocaré otros asuntos, que admito que est manía mía con el de Minnesota debe hacérsele muy pesada a los más de quienes por aquí pasan.

Dylan en romance (5)

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The Freewheelin' Bob Dylan se publicó el 27 de mayo de 1963. El LP fue un éxito (sobre todo comparado con su primer disco, que pasó casi inadvertido) pero la explosión se produjo con el sencillo de Peter, Paul & Mary que contenía la primera versión de Blowin’ in the wind y que se publicó con la vista puesta en la famosa marcha sobre Washington de finales de agosto (sí, en la que Luther King contó que había tenido un sueño). Para entonces, la canción había alcanzado el número 1 en las listas y se vendía como rosquillas. Era el banderazo oficial para que otros intérpretes grabaran sus versiones de temas de Dylan y por supuesto, la respuesta en el viento fue la que abrió el fuego y más de medio siglo después la que probablemente tenga el record (no hay ningún dato totalmente fiable, pero se habla de más de mil versiones grabadas por otros cantantes). En el mismo 1963 la canción se grabó por unos quince intérpretes, la gran mayoría norteamericanos, pero con algunas excepciones notables. La primera, dos sencillos suecos -de un trío llamado “Otto, Berndt & Beppo” y de una tal Inger Jacobsen- en los que el tema de Dylan lo cantaban en sueco (Vinden Ger Svar, se llamaba), sin duda la primera traducción a otro idioma. El otro caso al que quiero referirme y que me vale para introducir este primer post sobre Francia es el EP de Marie Laforet en el que, la inevitable Blowin’ in the wind venía acompañada por tres clásicas del folk norteamericano (Lili of the West, House of the rising sun y Banks of Ohio). Es la primera grabación de un tema de Dylan por un intérprete francés, aunque todavía cantada en inglés.



Marie Laforet nació en octubre de 1939 y por tanto, en 1963, tenía veinticuatro añitos y ya era una estrella en Francia, tanto en la canción como en el cine. Piénsese que al poco un concurso radiofónico en 1959, fue seleccionada por Louis Malle para una película en la que no llegó a actuar, pero al año siguiente protagonizó A pleno sol de René Clemént, y en el 61, con sólo 22 añitos, se casa con otro realizador cinematográfico, Jean-Gabriel Albicocco, con el que filma La chica de los ojos dorados. Marie, desde luego, era una preciosidad, pero es que las francesas de esa generación, al menos las que destacaban mediáticamente, eran todas verdaderas monadas. Me estoy refiriendo a las actrices de finales de los cincuenta y primeros sesenta, encabezadas en plan sex-symbol por la inefable Brigitte Bardot, pero también Sophie Daumier, Mireille Darc, Romy Schneider (y no cito a la decana de todas ellas, Jeanne Moreau, porque se salía del rango de edad). Todas éstas nacen avanzada la década de los treinta y eran algunos años mayores que Marie. Laforet, la hermana menor de estas actrices, pasa en el ámbito musical a ser la mayor de las famosísimas y también preciosas cantantes que nacerían inmediatamente después de la guerra, en la segunda mitad de los cuarenta: Sylvie Vartan, Francois Hardy, Mireille Mathieu, Jane Birkin, France Gall. Así que a nuestra protagonista la veo como un enlace entre dos generaciones de mujeres excepcionales, de una época (los sesenta) en la que los españolitos miraban al país vecino con envidia. A mí es que me cogió muy niño; si hubiese nacido quince años antes, seguro que antes de los dieciocho me hubiese escapado a París en busca de esa femme mítica, mágica, imposible.

Queda pues sentado que fue Marie la primera que cantó a Dylan entre sus paisanos y, consiguientemente, la pionera en las labores de difusión de la entonces estrella emergente del folk gringo en el entonces centro cultural de la Europa no anglófona. Aún así, el dato no pasaría de una mera anécdota, irrelevante a los efectos de esta serie de posts, si no fuera porque años más tarde, en su séptimo LP, graba el I want you de Bobby ahora ya sí en francés, aunque con el sorprendente título D’être à vous. Pero ya para entonces (1970) habían aparecido bastantes versiones en francés del repertorio dylaniano y, por tanto, hay que volver hacia atrás y perder de vista a esta belleza (con gran dolor porque se me acaban las excusas para seguir poniendo fotos suyas). Despidámonos escuchándola cantar el "te quiero".


 
D'etre à vous - Marie Laforet (Tu Es Laid, 1970)

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Antes de centrarnos en quien merece considerarse el padre del cancionero dylaniano francés, conviene mencionar una figura relevante, el introductor del folk norteamericano (y la canción protesta) en el país vecino; me refiero a Graeme Allwright. Nació en 1926 en Nueva Zelanda, así que este año cumple nada menos que noventa tacos. Muy joven le dan una beca teatral para Londres, allí conoce a Catherine Dasté, de una familia estrechamente vinculada al mundo del teatro, y con ella pasa a Francia en 1948, donde se instala definitivamente. Durante los cincuenta alterna la participación en diversas obras con los más variados oficios para sobrevivir en esos duros años. Sus raíces anglófonas le llevan a relacionarse con los artistas que pasan por el centro americano de París y a aficionarse a los cantautores izquierdosos que habían adquirido cierto prestigio entre las tropas yanquis durante la pasada guerra mundial, como Woody Guthrie o Pete Seeger. Puedo suponer pues que en los primeros sesenta Graeme, en París, salvando las muchas distancias, estaría en un estado anímico parecido al de los tantos jóvenes americanos desconcertados y esperanzados por unos nuevos tiempos (aunque él ya no era tan joven) y saludaría como ellos la aparición de los nuevos trovadores, Dylan en primer lugar, pero también, algo después, al quebequés Leonard Cohen. El caso es que Allwright merece un lugar en esta panorámica porque su segundo LP – Joue, joue, joue, 1966)– contiene la versión en francés de Who Killed Davey Moore?, la demoledora crítica al boxeo que Dylan escribió en 1963 pero que no había sido publicada en ningún disco oficial. Bob la había interpretado en varias actuaciones y en particular en el famoso concierto del 64 en el Philarmonic Hall de Nueva York. Pero a lo mejor Allwright conoció la canción por la versión de Pete Seeger de su disco en vivo del 63 (At Carnegie Hall) o por la grabación que por ese mismo año más o menos había hecho Phil Ochs. Aquí tienen la versión francesa:

 
Qui a tué Davy Moore - Graeme Allwright (Joue, joue, joue, 1966)

Graeme Alwright siguió viviendo en Francia, desarrollando una activa carrera musical y acumulando, ahora que ya está viejito, una buena discografía, con temas de composición propia pero también muchas adaptaciones al francés de cantautores norteamericanos e incluso un disco con versiones de Brassens. Desde un pensamiento pacifista, se ha involucrado a lo largo de su vida en varias batallas. Una de las últimas, ya en este siglo veintiuno, ha sido la campaña para cambiar la belicista letra de La Marsellesa; por lo vista, la que ha sido llamada Marsellesa de la paz tuvo un buen empujón popular a resultas de los atentados en París de hace unos meses. Para acabar el post ofrezco la versión, también en francés, del conocido (y parodiado) Man gave name to the all animals del álbum Slow Train cominig de 1979. No dispongo de más versiones interpretadas por Allwright, pero no descarto que las haya.

 
L'homme donna des noms aux animaux- Graeme Allwright (Demain sera bien - ses plus grands succès en concert, 2010)

Confesión (4)

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— ¿Mi padre? — Lo miré asustada, el miedo, el pánico, se reflejaba en mi mirada, seguro. Traté de ganar tiempo, de serenarme, pero me daba perfecta cuenta de que era una batalla perdida, me había pillado con la guardia absolutamente baja, ni por asomo había previsto esa pregunta. — ¿Mi padre?

— Sí, está claro, es tu padre. Y ahora, dime, ¿vas a contarme por qué quieres que reciba una paliza? Lo odias, eso es incuestionable, pero no lo suficiente como para matarlo. Lo odias, creo, de forma indirecta. ¿A través de tu madre, acaso?

— Basta ya — de pronto me sentía ardiendo, notaba que la sangre se me había subido a la cabeza, debía tener roja la cara. — Todo esto ha sido un error, ahora me doy cuenta, no quiero hacer nada, y tampoco, mucho menos, hablar contigo de asuntos que no tienen por qué interesarte. Ni de esos ni de nada — me iba exaltando; — no quiero hablar contigo de nada, no quiero volverte a ver, lárgate, coge el avión de vuelta que tienes pagado y olvídame.

Me levanté de golpe, esforzándome por calmar el frenético traqueteo de mis latidos, esforzándome por mantener la mirada fija en Lansky que me observaba en silencio, arrellanado en su sillón, una posición que parecía elegida para absorber los impactos de mis frases airadas. Me agaché un instante para alargar el brazo y asir el bolsón que estaba junto al brazo del sofá, casi al lado de ese hombre que había conseguido sacarme de mis casillas, que había conseguido asustarme. Por un momento creí que Lansky iba a alargar su mano hacia el bolso, a llevarla sobre la mía, y una bola de pánico me agarrotó el estómago. Pero no, siguió inmóvil y callado, hablándome sólo desde los ojos pero sin que yo quisiera entender esos mensajes. Con el bolsón colgado del hombro, apretado contra mi cuerpo con el brazo izquierdo, pasé delante de él, entre su sillón y la mesa baja, caminé rauda los cuatro pasos que había hasta la puerta, la abrí, salí al pasillo enmoquetado y solitario de la cuarta planta del edificio Gante, sin girar la cabeza tiré hacia mí de la puerta y el portazo, violentamente ruidoso, se me antojó como un punto final a la pesadilla, como el arribo a un refugio conocido, tierra firme bajo mis pies. Un cuarto de hora después estaba en mi casa, derrengada sobre la cama, concentrada en ejercicios de respiración, intentando limpiar la mente de las recientes sacudidas emocionales.

Lo que restó del día solo fue mudo correr de las horas. Era jueves, a las siete y media habría debido ir a clase de yoga, probablemente habría quedado luego a picar algo con Nieves. Hacia las diez sonó el móvil; primero una llamada de voz, luego tres o cuatro timbrazos de whatsapps. Ni siquiera abrí el bolso para ver quién era. Traté de interesarme sin éxito por algún programa de la televisión. Cogí la novela que el día anterior había empezado —la primera de una joven escritora mexicana— y que me había absorbido intensamente, esa sensación, tan poco frecuente, de que el autor te está interpelando, que lo que narra te atañe de verdad. Sin embargo, mis neuronas seguían demasiado arremolinadas y fui incapaz de centrarme en la historia de esa atormentada chica del DF. Desganada, me obligué a comer una ensalada que preparé juntando en aleatoria suma los escasos ingredientes que encontré en la cocina; mañana tengo que hacer la compra, apunté mentalmente, queriendo que las necesidades cotidianas enderezaran el errático rumbo de mis pensamientos. Al día siguiente curraba, claro, y la noche iba avanzando sin que llegara el sueño. Con rabia me tomé un orfidal (otro daño que imputar al maldito Lansky) y me metí en la cama a esperar que la droga hiciera sus efectos. Las escasas horas que dormí estuvieron pobladas de pesadillas en el más ortodoxo estilo de la psicodelia lisérgica. Fondos de policromías chillonas que vibraban en espirales de geometrías enloquecidas. Sobre éstos, siempre en blanco y negro, se superponían figuras planas que parecían recortes de periódicos. Muchas eran personas que conocía, solas o acompañadas, en escenarios de lo más diverso, pero a otras no creía haberlas visto nunca. Se me aparecieron, varias veces, mi padre y mi madre, también Lansky. Tan extraño pase de diapositivas estaba acompañado de fragmentos musicales sin ningún orden ni compás; tan pronto sonaba alguno de mis temas favoritos como se interrumpía por alguna música que me era especialmente odiosa. En resumen, el espectáculo que esa noche me brindó el subconsciente fue un canto al caos y, si llevaba consigo algún mensaje, no fui capaz de descifrarlo, más allá de que, como me era absolutamente obvio, tenía que poner en orden mis pensamientos y también mis decisiones.

Al día siguiente me dolía la cabeza como si tuviera resaca. A duras penas superé la jornada laboral que, para colmo, estuvo cargada de incidencias desagradables, pareciera que todos los pacientes se hubiesen puesto de acuerdo en molestar más de lo normal al personal de planta. Poco antes de salir del hospital, justo cuando estaba cambiándome, recibí un mensaje de Tano. Cayetano era un antiguo novio, o mejor debería decir el antiguo novio, el único que había merecido ese título. Toda la etapa universitaria juntos y tres años más hasta que, de pronto, se acabó. Se acabó –lo acabé yo- sin motivos muy claros, sólo porque me pareció que nuestro emparejamiento no tenía sentido. Para entonces mi madre estaba recién casada y aún así me propuso que volviera a casa, que viviera con ellos. Tonta de mí, le hice caso; tonta de mí, me enrollé pocos meses después con el cretino de Carlos. Tras un largo periodo alejados, casi sin saber nada el uno del otro, después de haberme vuelto a independizar, Tano volvió a aparecer en mi vida, contratado por el hospital en el que yo trabajaba para reforzar el personal de urgencias. Su whatsapp era conminatorio: “ven la cafetería; se trata de tu padre”. Sobra decir que Tano era de los muy pocos que conocía la identidad de mi padre. Así que, inquieta, bajé a la carrera las siete plantas hasta llegar a la inmensa y como siempre abarrotada cafetería del hospital.

— Hace media hora lo ha traído una ambulancia. Un accidente de moto. Por lo visto, según él mismo ha dicho, se le bloqueó la dirección o los frenos, no sé; el caso es que bajaba por una calle y sin causa aparente se le quedó clavada en seco. Salió volando, cree que hasta dio un mortal en el aire y cayó de pié en el asfalto. No parece que tenga nada, aunque le duele la columna y sobre todo las cervicales, pero es normal, el impacto, la tensión del susto. De momento está en observación, le han hecho radiografías, un tac, alguna que otra prueba. Supongo que no quieren sorpresas con un cargo importante del gobierno.

No hablamos casi nada más. La noticia fue un mazazo, tanto que no me sentía capaz de mantener un diálogo natural con Tano. Vaya, me dijo, no esperaba que te afectara tanto. No es eso, le contesté, pero es que últimamente están ocurriendo cosas muy raras, ya te contaré. Azar y/o necesidad, pensaba tontamente mientras conducía autopista abajo. Yo planeando que le dieran una buena paliza y casi la palma sin tener que hacer nada. ¿O sí? La duda me asaltó como un fulgor, con la cara de Lansky, sus ojos inquisitivos cuando salía del apartamento. Pero no, no llegamos a formalizar ningún encargo y además se había negado a hacer lo que le quería contratar. Sólo ha sido una casualidad; me lo iba repitiendo mientras dirigía el coche hacia el edificio Gante, como si alguien ajeno lo condujera. Aparqué a una manzana y caminé a paso rápido; toqué en el interfono del portal exterior, igual que había hecho el día anterior. El timbrazo sonó largo y chirriante, acabando en los puntos suspensivos del silencio. Volví a tocar, aún más tiempo, aún más chirriante, tampoco hubo respuesta. Dudé si llamar a la oficina de administración, si preguntar si el inquilino del 411 había dejado ya el apartamento. No, no merecía la pena llamar la atención; seguramente, Lansky ya no estaría en la isla, ya habría cogido el avión de vuelta.

Horas después, antes de acostarme, me acordé del expediente, así llamaba al tocho tan minuciosamente elaborado durante los últimos meses, que había previsto entregarle a Lansky al cerrar el encargo. Ahora me alegraba de no haberlo hecho: no habría tenido ningún sentido (sospeché que más que a la lógica esa idea era debida a mi vanidad) y, en cambio, sería una posible prueba en mi contra. En ese momento pensaba que todo había sido una locura, resultado de una obsesión enfermiza y absurda. En el fondo, tenía que estarle agradecida a ese inquietante asesino a sueldo. Lo mejor, olvidarse del plan, recuperar la rutina de antes, cortar las citas con los contactos del la web, volver con Tano quizá ... Lo primero, deshacerse del expediente, que seguiría en el bolsón, el bolsón en el sofá de la sala donde lo había dejado nada más regresar de la entrevista con Lansky. Lo abrí, saqué el tocho encuadernado con anillado espiral y entonces lo vi, al fondo del bolso, junto a un llavero viejo y un monedero hippy de tela que ya no usaba. Era un teléfono móvil, un modelo viejo de Nokia. Sólo Lansky podía haberlo puesto allí; antes de reunirme con él había revisado el bolsón. Lo cogí con prevención, pulsé el botón de encendido sin resultado; obviamente se había quedado sin batería. ¿Y ahora? Podrías haberme dejado también el cargador, capullo, le increpé mentalmente. No, cariño, me contestó el interlocutor que mi cerebro se estaba inventando, quiero que te lo curres un poquito. Bueno, yo tuve ese mismo móvil, a lo mejor aún está el cargador en casa de mi madre, ventajas de padecer un moderado síndrome de Diógenes. Claro que, ¿para qué demonios quería saber lo que había ocultado Lansky en ese teléfono? Lo que había de hacer era deshacerme de él, como del expediente; borrar los incómodos testigos de mi locura transitoria.

Dylan en romance (6)

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La Francia de esos primeros años sesenta se debatía entre sentimientos contradictorios y simultáneos hacia los Estados Unidos. Por un lado, de desconfianza y rechazo hacia un país poderoso en exceso, que amenazaba con controlar e imponerse sobre Francia y Europa en su conjunto (recuérdese el antiamericanismo de De Gaulle). De otra parte, los franceses, especialmente los más jóvenes, sentían una intensa fascinación hacia la sociedad estadounidense, y muy en particular hacia el mundo de la cultura alternativa. La pujante música popular americana fue el ejemplo más claro, y aunque no sea más que una anécdota banal, la fascinación que ésta generaba puede comprobarse en el gran número de jóvenes e irreverentes cantantes franceses que adoptaban nombres anglófonos (Richard Anthony, Eddy Mitchell, Johnny Halliday, Dick Rivers). Este equilibrio inestable fascinación-rechazo explica también algo completamente opuesto: la incorporación como propias de canciones de los precursores rockeros (Paul Anka, Buddy Holly, Bobby Darin, Elvis Presley ...) pero traduciéndolas al francés. Hay que decir que, sobre todo para la por entonces prestigiosa izquierda francesa, ciertos sectores de la cultura norteamericana "redimían" los graves pecados del satánico núcleo del capitalismo. Era esa idea de la "otra América" la que permitió el consolidar pacífico de la influencia yanqui en Francia. Y, desde luego, Bob Dylan era uno de los iconos representativos de esos Estados Unidos "buenos".

 
La fille du nord - Hugues Aufray (Aufray Chante Dylan, 1965)

A principios de los sesenta, Hugues Aufray no era uno de los jovencitos rockeros que hacían furor en la naciente Quinta República Francesa. Nacido en 1929 (y, por tanto, ya entrado en la treintena), había vivido en Madrid con su padre al acabar la 2GM; frustrados sus deseos de ingresar en Bellas Artes y casado muy joven, había empezado a ganarse la vida cantando temas folk por los cabarets de Saint-Germain-des-Près. En 1959 se presenta a un concurso radiofónico de la emisora Europa 1 cantando Le Poinçonneur des Lilas, el tema que el año anterior había compuesto un todavía poco conocido Serge Gainsbourg. Queda finalista, lo que le abre el acceso al business de la música ligera francesa: graba su primer 45 y se suma como telonero en una gira de Charles Aznavour; su nombre empieza a sonar. En el 61 es invitado, nada menos que por Maurice Chevalier, a actuar en Nueva York y, según cuenta el propio Aufray en su web, quedó epatado por los USA y decidió que tenía que pasar una buena temporada. Hacia finales de ese 1961 graba Santiano, una adaptación al francés de una canción marinera inglesa, y obtiene un gran éxito; parece que el destino lo va orientando hacia las adaptaciones de temas anglosajones. Vuelve a Nueva York contratado en el club Blue Angel de Nueva York, un cabaret del Midtown de renombre en el que actuaban con frecuencia estrellas de Broadway (debió coincidir, por ejemplo, con una jovencita Barbra Streisand). Pasa unos cuantos meses en la Gran Manzana y traba relación con muchos de los folkies del Greenwich, entre ellos con Bob Dylan, de quien dice que, pese a ser todavía un completo desconocido, enseguida se dio cuenta de que llegaría a ser una gran estrella. Hacia inicios del 62 Bobby no era tan desconocido: ya había sido la célebre actuación del Gerde's Folk City (septiembre del 61) reseñada por Robert Shelton en el New York Times y a consecuencia de la cual John Hammond le contrataría en Columbia. Ya habría grabado su primer disco, que estuvo en las tiendas antes de que Aufray regresara a Francia; incluso cabe la posibilidad de que Hugues asistiera a la actuación de Dylan en el Gerde's del 16 de abril en la que primera vez cantó en público Blowin' in the wind.


 
Ce n'était pas moi - Hugues Aufray (Aufray Chante Dylan, 1965)

La verdad es que esta narración del encuentro y temprana amistad con Dylan del francés (bastante mayor que el de Minnesota) proveniente de la web de Aufray la leí con cierto escepticismo, sospechando que exageraba un poquillo a toro pasado. Sin embargo, he encontrado un breve texto de Bob que acompaña a una foto de ambos cantautores juntos y sonrientes que parece que acompañaba al primer disco dedicado por entero a versiones de Dylan en francés que Aufray publicó en 1965. El primer párrafo dice literalmente: "Recuerdo cuando estaba con Hugues en la oficina de mi manager. Hugues había grabado Céline que había sido un éxito en Francia, y la estaba tocando para Peter, Paul & Mary. Cuando éstos salieron, empezamos a hablar. Le pregunté quién era y qué le interesaba. Parecía que teníamos muchas cosas en común, incluyendo nuestro interés en la pintura, así que estrechamos una amistad que ha durado hasta hoy". Bien, el manager al que Bob se refiere es Albert Grossman que también lo era del trío Peter, Paul & Mary (de hecho, él los había "inventado"). El fallo es que Grossman no fue manager de Dylan hasta agosto del 62 tres meses después de que Aufray volviera a Francia. Pero no sólo eso; resulta que Celine fue efectivamente un éxito de Aufray, pero de 1966, posterior incluso a la grabación del álbum de versiones de Dylan. Conclusión: este texto firmado por Dylan no pudo aparecer en el vinilo original (probablemente sea de la reedición en CD) ya que hubo de escribirse años después; de hecho, el último párrafo reza: "Hugo ha traducido y grabado varias de mis canciones en el pasado y a veces me parece que hubieran sido compuestas en francés y yo quien las hubiese traducido al inglés. Es un querido amigo". Y, en segundo lugar, aunque me crea que para cuando escribiera esas líneas Dylan y Aufray fueran amigos, no parece verosímil que lo fueran desde esa primera estancia del francés en Nueva York. Hay que recordar que Dylan no es precisamente un modelo de fiabilidad en lo que cuenta.

 
Les temps changent - Hugues Aufray (Aufray Chante Dylan, 1965)

La historia probablemente haya sido distinta. Sabemos que a principios de mayo de 1964 Dylan, ya un héroe reconocido del folk, vuela a Inglaterra donde actúa el día 17 en el Royal Festival Hall y, tras algunas apariciones en la tele británica, decide tomarse unos días de vacaciones por Europa con sus amigos Víctor Maymudes y Ben Carruthers. La primera parada, el 21 de mayo, fue en París, y en esta su primera estancia en la capital francesa sí nos consta que estuvo con Aufray. Howard Sounes, uno de los biógrafos de Bob, sostiene que fue entonces cuando se conocieron y a mí me parece lo más verosímil. Quizá, como asegura Hugues, se habían conocido tres años antes en Nueva York, pero dudo que Dylan se acordase y, a lo mejor, apelar a ese breve encuentro fuera la excusa a que recurriera Aufray para, ahora sí, estrechar la amistad con el que probablemente ya era su ídolo. Lo cierto es que pasaron unos días juntos y Hugues le hizo de guía, enseñándole la ciudad y epatándole con historias de muchos de los mitos de Bobby (empezando, desde luego, por Rimbaud). Luego, Dylan y sus amigos alquilaron un coche para acercarse hasta Berlín –querían ver el muro– y acabaron sus vacaciones visitando Grecia. Si consideramos que el 9 de junio ya estaba grabando en Nueva York el Another Side (su cuarto LP), hay que concluir que ese que fue realmente el primer encuentro con Aufray no debió durar muchos días. Pero yo imagino que los suficientes para que el francés le contara su idea de grabar un disco de versiones de sus canciones en francés y que el de Minnesota le diera el visto bueno.


Hay que decir que en febrero de ese 1964, uno de los ídolos del pop francés del momento que ya he citado, Richard Anthony, había grabado un sencillo con la versión francesa de Blowin' in the wind (Écoute dans le vent), la primera traducción al francés –que yo sepa- de un tema de Dylan. Imagino que para Hugues sería como recibir una puñalada: que ese oportunista populachero incluyera el sacrosanto himno folk en su repertorio de versiones del pop americano, una más entre tantas que hacía ... Para colmo, él había pasado al francés el Don't think twice antes de la publicación del sencillo de Anthony, pero no había conseguido que se lo grabaran. Sin embargo, los meses previos a la llegada de Dylan a París la carrera de Aufray recibe importantes impulsos: actúa en febrero en el Olympia, participa en marzo en Eurovisión en representación de Luxemburgo (quedó 4º con Des que le printemps revient , en la edición que se llevó con Non ho l'età Gigliola Cinquetti, little sweet sixteen por entonces), graba un álbum en directo ... En fin, que se siente más seguro y más avalado –mucho más cuando obtiene el placet de Bob– para aventurarse en un proyecto bastante ambicioso: grabar un larga duración completo de canciones de Dylan en francés. Para ello, llama a Pierre Delanoë, uno de los más importantes letristas franceses, y al músico Jean-Pierre Sabard para que lo ayudara con los arreglos. El resultado es una lista de once canciones, un álbum –Aufray Chante Dylan– que supondría un notable impacto en el panorama musical francés y marcaría una referencia fundamental para la difusión de Dylan en el país vecino pero también en los de alrededor, en especial en Italia, e incluso en España. Obviamente, por la fecha en que se publica el disco (1965) todas las canciones provienen de los álbumes segundo, tercero y cuarto de Dylan. Curiosamente no incluye ni el Don't think twice que fue su primer ensayo, ni tampoco el Blowin' in the wind que le había pisado Richard Anthony; ambas canciones las interpretaría en varias ocasiones con posterioridad. He subido a este post unas cuantas de estas versiones.

 
Corrina, Corrina - Hugues Aufray (Aufray Chante Dylan, 1965)

Aunque siempre hay que desconfiar de la sinceridad de las alabanzas que se piden para vender un disco (o un libro o cualquier otro producto), lo cierto es que lo que Dylan dice de estas versiones de sus canciones no me parece demasiado exagerado. En efecto, Aufray logra que parezcan compuestas originalmente en francés. Supongo que además del mérito de los "transponedores" también algo hay que reconocerle a la lengua de destino; o sea, que me parece que el francés funciona mejor que el italiano o el español (y no digamos que el rumano) con los temas de Bob. Como sea, este disco marca el canon del "Dylan francés", al que volverá el propio Aufray pero también otros nombres ilustres. Pero de ello seguiré hablando en próximos posts.

Edificabilidad

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La propiedad es la institución jurídica fundamental para definir la sociedad humana. No creo exagerado considerar así este artificio que es la propiedad, el "invento" por el cual institucionalizamos unas relaciones de dominio de los individuos sobre las cosas (y dentro del término cosas se incluyen otras personas). De otra parte, como todo elemento integrante de la realidad imaginada (véase el reciente post de Lansky), aún careciendo de existencia material u objetiva, o más bien precisamente por ello, la propiedad adquiere en la psicología de los humanos una fortísima carga emocional. Bien es verdad que no en todos igual, pero más de una vez me he sorprendido descubriendo en personas en quienes ni se me habría ocurrido una intensa valoración afectiva del derecho de propiedad (naturalmente cuando se pone en cuestión el suyo). De hecho, la limitada democratización de la propiedad ha demostrado ser uno de los recursos lampedusianos más eficaces para extender el conservadurismo ideológico. Pero no pretendo filosofar sobre la propiedad, sino referirme a un aspecto concreto de una de las muchas clases de propiedad, la que se ejerce sobre los bienes inmuebles, especialmente sobre el suelo, las parcelas que se localizan en las ciudades. Y ello porque ese asunto pertenece directamente a mi ámbito profesional y sobre el mismo me tocó declarar el miércoles en la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias.

En derecho urbanístico se llama contenido del derecho de propiedad al conjunto de facultades (y deberes) que se atribuyen al propietario de una parcela urbana (o de una edificación o parte de ésta). Como es más que sabido –aunque no esté completamente interiorizado por todos– el derecho de propiedad no es absoluto, sino que se ejerce dentro de los límites que establecen las leyes; y, en el caso, de la propiedad sobre fincas urbanas (y no urbanas), aunque hay un marco básico establecido por la legislación urbanística nacional y, sobre todo, por la autonómica que toque, lo que el propietario puede hacer en su propiedad lo definen los planes, normalmente el plan general elaborado por el Ayuntamiento correspondiente. ¿Y qué puede hacer el propietario de una parcela urbana? Pues si el Plan la ha calificado con un uso "dotacional" (por ejemplo, como parque urbano o viario público) nada, salvo instar a la Administración a que se la expropie con el pago del preceptivo justiprecio. Si, en cambio, la calificación que otorga el Plan sobre su terreno es "lucrativa", tiene derecho (y deber, aunque éste rara vez se exige) a construir en su solar un edificio que se ha de destinar a alguno de los usos permitidos. Por supuesto, las dimensiones de ese futuro edificio (la superficie edificable en m2c) vienen establecidas también por el Plan a través de diversos parámetros (altura máxima, porcentaje de ocupación, separación a linderos), entre los que destaca la llamada edificabilidad máxima, un numerito mágico expresado en m2c/m2s que multiplicado por la superficie del solar (en m2s) da como resultado la superficie máxima que puede llegar a tener el edificio (en m2c).

Como todos sabemos, la propiedad es objeto de tráfico mercantil, se vende y se compra, muda de titular a cambio de dinero, el valor económico, que en nuestra sociedad de “libre mercado” lo cuantifica precisamente éste mediante el espontáneo equilibrio de la oferta y la demanda. Ese valor económico o precio (aunque todo necio confunde valor y precio) depende muy mucho de las determinaciones que sobre la concreta parcela haya establecido el plan urbanístico. Por ejemplo, si yo tengo una parcela en la que sólo puedo construir una nave industrial con una planta de altura como máximo y una ocupación máxima del 50% (edificabilidad = 0,5 m2c/m2s), su precio será muy inferior que el de otra de la misma superficie a la que el planeamiento le asigne uso residencial con admisibilidad de locales comerciales en planta baja con una altura máxima de 6 plantas y sin límite de ocupación (edificabilidad = 6,0 m2c/m2s). Esto es así porque, en la mayoría de los casos (hay excepciones), el valor del suelo se calcula de forma residual a partir del valor del producto inmobiliario que puede construirse. Por eso, en el mundo de los agentes inmobiliarios, se expresa en términos de repercusión, que viene a ser el precio que puede pagarse por una parcela por cada m2 edificable del uso admisible de mayor valor en el mercado. Si prescindimos ahora del factor “uso admisible” (cuya discusión daría para mucho) y nos quedamos sólo con la superficie edificable, se hace obvio que hay una relación directa entre el precio del suelo (el contenido económico de la propiedad inmueble) y la edificabilidad asignada por el Plan. Yo –redactor de un Plan o concejal de urbanismo o miembro de la Comisión de la Comunidad Autónoma que aprueba definitivamente el Plan–, al asignar edificabilidades estoy creando de la nada la superficie edificable potencial, la dimensión (en m2c) de los edificios que han de construirse. Y, consiguientemente, haciendo que unos solares valgan más que otros.

Supongo que hasta los más ajenos a este mundo del urbanismo pueden fácilmente imaginar el trasfondo en las decisiones mediante las cuales se asignan edificabilidades a las parcelas urbanas. Se han hecho muchas fortunas gracias a incrementos importantes de la edificabilidad previa (y también, se han destruido muchos centros históricos). Pero tampoco es de esto de lo que quiero hablar. Vamos a suponer que un Ayuntamiento ordena sus núcleos urbanos asignando unas edificabilidades razonables, las más adecuadas en base a análisis y objetivos urbanísticos, sin que haya movidas ocultas e inconfesables. Lógicamente, podemos calcular el “dimensionamiento” del Plan por el sencillo (aunque tedioso) método de multiplicar la edificabilidad asignada a cada parcela por la superficie de ésta y luego ir sumando las superficies edificables (m2c) parciales obtenidas. Discriminando según el uso principal asignado a cada parcela, podemos aproximar la superficie edificable previsible por cada uno de ellos; por ejemplo, cuantos m2c pueden destinarse con el Plan a vivienda. Luego, si dividimos esa superficie edificable residencial entre un tamaño medio de vivienda (suele usarse 100 m2c, por facilidad de cálculo), nos sale el número teórico de viviendas que caben en los suelos urbanos según la propuesta del Plan; y si este número lo multiplicamos por un tamaño medio familiar (pongamos 3 para manejar números redondos), obtenemos la capacidad residencial potencial de la ordenación urbanística. En base a esta población teórica (posible), el Plan debe calificar una determinada cuantía de suelo dotacional público (para parques, colegios, espacios deportivos, equipamientos sanitarios, etc), y diseñar las redes de infraestructuras básicas (desde el tipo y dimensiones de las calles a las de agua, saneamiento, electricidad, etc). Pero es que además, según el dimensionamiento residencial (y comercial, industrial, etc) de los núcleos urbanos consolidados, y en función de hipótesis razonables de evolución demográfica, el Plan debe justificar las dimensiones de las áreas de crecimiento (suelos urbanizables) que prevea; es decir, terrenos que, no siendo urbanos en la actualidad, deben urbanizarse para extender la ciudad existente y posibilitar la acogida del crecimiento previsible.

Ahora bien, lo que ya no es tan conocido por los extraños a este oficio que ejerzo es que las cosas en urbanismo no son como dice el sentido común, como las entiende un ciudadano normal. La superficie edificada, por ejemplo; todos creemos saber lo que es y cómo se mide; lo que ignoramos es que no toda la superficie construida de un inmueble cuenta como superficie edificada. El cómo se “contabilizan” los m2c de un edificio depende de cómo lo regule el plan correspondiente. Esas normas (antes llamadas ordenanzas) suelen copiarse de plan en plan y de una comunidad autónoma a otra. Así, lo habitual es que la superficie de las plantas sótano (y a veces también de las semisótano) no “compute” como superficie edificada. Por tanto, si tengo una parcela de 1.000 m2s y el Plan me asigna 4 plantas de altura máxima y 50% de ocupación (edificabilidad = 2 m2c/m2s), podré construir un edificio de 4 plantas, cada una de ellas de 500 m2c, con lo que agoto la edificabilidad máxima. Pero además, podré construir dos plantas de sótano ocupando al 100% la parcela con un total, por lo tanto, de otros 2.000 m2c. Es decir, habré construido legalmente 4.000 m2c, el doble de lo permitido nominalmente, pero es que la mitad de esa superficie edificada “no cuenta”. El origen (y justificación) de que los sótanos no se contabilicen como parte de la superficie edificada es que en los mismos se disponían usos auxiliares o complementarios de los principales, carentes prácticamente de rendimiento económico (por ejemplo, los garajes y trasteros del edificio de vivienda, los cuartos de instalaciones, etc). Naturalmente, este argumento es más que discutible, porque nada impide (de hecho es habitual) que plantas sótano se destinen a usos descaradamente lucrativos, como por ejemplo un centro comercial.

Pero la cosa no acaba aquí. Resulta que en la mayoría de las ordenanzas de los planes urbanísticos los sótanos no son necesariamente plantas enterradas, que es lo que entiende el común de los mortales. Hay diversas definiciones que hacen que, aplicándolas, espacios construidos con estupendas vistas al mar (en esta isla, claro) tengan la consideración urbanística de sótano y, por lo tanto, no contabilicen como superficie edificada, sin perjuicio de que se dediquen, por ejemplo, a habitaciones de un hotel de cuatro estrellas (podemos estar seguros de que los turistas que allí se hayan alojado no piensan que han dormido en un sótano). El truco más recurrido para lograr estos sótanos de iure que no de facto es conseguir que el nivel interior de la parcela quede bajo la rasante de la calle, porque en muchas de estas ordenanzas se define como planta sótano aquélla cuya cota de techo sea inferior a la de la vía pública desde la que se accede a la parcela. Por cierto, este mismo criterio suele aplicarse para establecer la altura máxima, con lo que abundan edificios de cuatro, cinco, seis y más plantas (todas ellas con ventanas y fachadas exteriores) en parcelas cuya altura máxima según el Plan es de dos plantas (normalmente, con fuertes pendientes y la vía por la cota superior). En fin, podría acompañar este post de un catálogo de "abusos" urbanísticos perfectamente legales, edificios que tienen muchas plantas o mucha más superficie edificada que los valores máximos nominales establecidos por el Plan y que, en virtud de este tipo de normas, han obtenido las preceptivas licencias.

No hace falta explayarse en los efectos nocivos de estas pésimas –y sin embargo omnipresentes– normativas. El primero, obviamente, es que la cantidad real de edificación que se construye es mucho más de la que aparentemente ha previsto el Plan, con los consiguientes impactos, tanto estéticos como, sobre todo, funcionales (no se dimensionan las dotaciones ni las infraestructuras para la capacidad que realmente se consolida). Pero hay otra consecuencia que a mí se me antoja especialmente perversa: el distanciamiento de la ordenación urbanística de la comprensión de la ciudadanía, que cuando, poco a poco, va comprobando en que se han convertido las dos plantas previstas, refuerza cada vez más la convicción de que todos los que de una u otra forma nos dedicamos a esta actividad somos unos chorizos. Finalmente, quiero señalar otro efecto no menos grave: el debilitamiento de la seguridad jurídica necesaria en el tráfico inmobiliario. Si la máxima superficie que se pudiera edificar fuera siempre, en efecto, el producto de la edificabilidad normativa por la superficie de suelo, se sabría con seguridad lo que vale la parcela correspondiente; pero la superficie edificada final dependerá de las habilidades del arquitecto proyectista para sacarle el máximo jugo a la ordenanza (y también, dado que habitualmente son de redacciones muy ambiguas, de su capacidad para convencer al técnico municipal de que adopte las interpretaciones más convenientes). Como puede verse no es el escenario deseable en una sociedad civilizada.

Todo esto, con muchos ejemplos y esforzándome por ser lo más didáctico posible (fue bastante más tiempo del que se tarda en leer este post), lo estuve explicando el pasado miércoles a tres magistrados del máximo Tribunal canario, para defender que las normas para medir la superficie edificable y para contar el número de plantas que habíamos incluido en nuestro Plan eran mucho más adecuadas que las que había en el planeamiento anterior que modificábamos (por supuesto, nuestras normas impiden que deje de contarse superficie edificable absolutamente "lucrativa" o que se consideren como sótanos plantas que no están en absoluto enterradas). Mi sorpresa (relativa) fue que los tres magistrados –todos con larga experiencia en juzgar instrumentos de planeamiento– apenas sabía que así eran las cosas, lo cual me lleva a pensar que hasta ahora no se ha debido poner ningún recurso que aborde estos aspectos, poco llamativos (porque van disimulados en las normas escritas) o, lo que es lo mismo, que tampoco hasta ahora ningún plan ha cuestionado esta normativa que se viene copiando desde tiempos ya casi inmemoriales. Me quedé con la impresión de que los había convencido, lo cual me hace confiar que la nueva normativa sobrevivirá en el ámbito territorial que ordenamos. La pregunta es si será un caso aislado (incluso de corta vida, hasta que se proponga una modificación) o cunde el ejemplo en otros territorios. A ese respecto no soy tan optimista.


 
A desalambrar - Daniel Viglietti (Canciones para el hombre nuevo, 1967)
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