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Tañidos de libertad destellando

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Ayer, después de chutarme una dosis de actualidad depresiva, absorbida mayoritariamente bajo el imperio del odio y la sinrazón, de la venganza y las mentiras, del miedo y la maldad, quise descontaminar mínimamente mis pensamientos y me acosté un rato para oír música. Sonó enseguida –magia aleatoria– el Chimes of freedom, compuesto por Bob Dylan en 1964 y publicado por primera vez en su cuarto disco, Another Side. Por supuesto, he escuchado esta canción infinidad de veces y en varias versiones (acompaño unas cuantas a este post), pero fue anoche cuando su letra me golpeó con verdadera contundencia; de pronto, sentía que unos versos escritos hace más de medio siglo encajaban exactamente con las emociones y anhelos que me embargaban. Sorprendido, fui al ordenador a transcribir la letra e iniciar una dificultosa traducción que, siguiendo mi costumbre, fui adaptando según me lo pedía el cuerpo. Ahí va el resultado, para compartir mis sensaciones.

 
Chimes of freedom - Bob Dylan (Another Side, 1964)

Entre el ocaso y la medianoche, lejos, nos cobijamos bajo el portal. Retumbabaan truenos  mientras majestuosas campanas golpeaban con sombras los sonidos. Parecían tañidos de libertad destellando. Destellando por los guerreros cuya fuerza no es la violencia, destellando por los refugiados en caminos inermes, destellando por cada soldado desvalido en la noche. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Bob Dylan (Live at Newport Folk Festival, 1964)

Lo vimos en el horno derretido de la ciudad, inesperadamente, con los rostros ocultos, mientras los muros se apretaban. El eco de tañidos nupciales previos al rugir del diluvio se disolvió en campanadas de relámpagos. Repicaban por el rebelde, repicaban por el libertino, repicaban por el desafortunado, repicaban por el abandonado y por el proscrito, por todos los que arden en las hogueras. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - The Byrds (Mr. Tambourine Man, 1965)

A través del místico martilleo enloquecido, del bárbaro granizo, el cielo escupió sus poemas en asombro desnudo. El murmullo de las mezquitas se acalló en la brisa y quedaron sólo las campanas de relámpagos y truenos. Doblando por el bondadoso, doblando por el amable, doblando por los guardianes y protectores del pensamiento, y por el desahuciado y por el que no encuentra su sitio. Contemplábamos los tañidos de la libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Julie Felix (Flowers, 1967)

A lo largo de la noche, en el sanguinario templo, la lluvia fue descifrando las historias de las desnudas formas sin rostro. Las campanas tocaban por aquéllos a quienes habían expoliado su lugar, a quienes habían dejado sin lenguas para expresar sus pensamientos. Tocaban por quienes habían sido encarcelados en tópicos. Tocaban por el sordo, tocaban por el ciego, tocaban por el mudo. Tocaban por las madres maltratadas, por las mujeres mal tildadas de prostitutas. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Bruce Springsteen (Stockholms Olympiastadion, 1988)

Incluso cuando la blanca cortina de una nube vibró en una esquina remota y las hipnóticas salpicaduras de bruma comenzaron lentamente a levantarse, todavía los rayos eléctricos herían como flechas. Destellando por aquellos a la deriva, destellando por los que buscan sin palabras, destellando por el amante de corazón solitario con su historia íntima y por cada alma inocente sin merecerlo castigada. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Youssou N'dour (Guide, 1994)

Recuerdo que nos apresaron emocionados y sonrientes. Nos atraparon fuera del tiempo suspendidos, embelesados hasta el último tañido. Tañían por los sufrientes cuyas heridas no pueden ser curadas, tañían por los incontables confundidos, acusados, vejados, lapidados, mutilados, asesinados. Y por cada persona ahorcada en el universo entero. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Hanne Boel (Beware of the Dog, 2002)

Vargas (5)

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Como dije en el post anterior, casi nada he logrado encontrar sobre los cinco años europeos de Alberto Vargas. El "casi" lo cubre una fotografía proveniente de los archivos del propio artista donados a la Smithsonian en 1986 –cuatro años después de su muerte– por Astrid Conte, su sobrina. La imagen está datada hacia 1912 y es el típico retrato de alumnos con sus profesores, agrupados en composición piramidal, probablemente en el patio de la escuela, con abundante arboleda otoñal al fondo. Se cuentan dieciséis estudiantes, que posan de pie, superpuestos en tres filas escalonadas, salvo dos de ellos, los más aniñados (¿los más empollones también?) que aparecen sentados en los extremos de la grada inferior, cada uno con una pequeña máquina. En el centro de la imagen, también sentados, los tres maestros. El fotógrafo nos deja clara la jerarquía. En posición y actitud prevalente el que debía ser el jefe de estudios o similar, un cuarentón de orgulloso mostacho con los brazos cruzados y el globo terráqueo a sus pies; mira serio a la cámara y, a la vez, seguro de su incuestionada autoridad. Lo flanquean dos mujeres más jóvenes, ambas con las manos descansando sobre el regazo, ambas modosas, algo sumisas también.


A diferencia de los retratos colectivos actuales (y desde hace mucho tiempo), nadie sonríe. El jolgorio de la juventud no debía considerarse, pienso, un valor a recogerse en la que sin duda era una fotografía "oficial". Los chicos estaban en ese colegio para convertirse en hombres responsables, serios y reflexivos. Todos pues con los labios cerrados, sin el menor amago de sonrisa. Trajeados, aunque no con prendas uniformes: las chaquetas son de distintos tejidos y colores, algunos las llevan abotonadas, otros abiertas. Los hay con corbatas, con pajaritas y sin colgajos al cuello; unos visten chalecos pero la mayoría camisas blancas, todas ellos, eso sí, de rígidos cuellos almidonados; los cabellos bien peinados, cortos, por supuesto, pero no demasiado. Los hermanos Vargas son fácilmente identificables, sus rasgos andinos los diferencian del resto de pálidos colegiales centroeuropeos. Max en el extremo izquierdo de la segunda fila, con el brazo metido dentro de la chaqueta, en imitación napoleónica. Alberto, nuestro protagonista, se sitúa en el extremo opuesto de la misma fila, también el brazo derecho en la misma pose, y el izquierdo dentro del bolsillo del pantalón. Está claro que los hermanos se habían puesto de acuerdo previamente, sin duda a iniciativa del mayor, quien adopta el posado con mucho más aplomo, desafiante. Acaso quisieran mostrar más seguridad de la que sentían, forasteros en ese entorno ajeno. En el atuendo y tocado de Alberto aprecio que, al menos en esa edad (dieciséis), debía ser un tanto presumido. Su peinado engominado de marcada raya, el arqueamiento del cuerpo, su mirada, apuntan a la exhibición impostada de la imagen del latin lover, con reminiscencias de un Rodolfo Valentino (que todavía, sin embargo, no valía como referencia, pues el futuro sex-symbol italiano era más o menos de la misma edad que Alberto).

Desconozco cuál fue la institución en la que escolarizaron a los dos hermanos (parece que estaba en Zurich –no puedo asegurarlo– y con toda probabilidad sería un internado). Dada la edad de los chicos, correspondería a lo que hoy llamamos educación secundaria que, por aquel entonces, no estaba tan reglada ni mucho menos era obligatoria. Si la foto muestra, como hay que suponer, el conjunto de alumnos que compartían la misma clase, llama la atención que los chavales no fueran de la misma edad (los propios hermanos se llevaban un año y se notan diferencias también entre otros). De otra parte, la presencia de abundantes artefactos mecánicos en el retrato sugiere que se trataba de una especie de escuela de "artes y oficios", lo que hoy podría ser un centro de formación profesional. Las dos grandes láminas apoyadas en primera línea aluden a las artes decorativas (al estilo del arts and crafts de William Morris, por ejemplo) y a la mecánica. Tiene sentido que Max Vargas internara allí a Alberto, dado que deseaba que aprendiera a fondo las técnicas fotográficas (nótese que el muchacho que está delante de él sostiene una cámara con trípode). Más raro es que también lo hiciera con el segundo, a quien había destinado para la banca. Se me ocurre que quizá Max junior sólo pasara en esa escuela una primera etapa de su estancia europea y luego, con algo más de edad, los hermanos se separarían para que el menor se enfocara hacia estudios económicos. De algunos textos cabe deducir que lo enviaron a Londres, pero no tengo certeza. Más firme parece la conjetura de que, durante esos cinco años, Alberto permaneció en Suiza.

Supondré pues que nuestro protagonista, primero con su hermano y luego solo, residió en Zurich ese fundamental lustro en que se deja de ser adolescente. Imagino que vivía en compañía exclusivamente masculina, lo que, sumado a su condición de extranjero, le llevaría a forjar un carácter reservado y probablemente algo fanfarrón, a la defensiva. Suiza no era París, sino un país provinciano y tranquilo, al que iban los burgueses a descansar y tomar aires puros por motivos terapéuticos (recuérdese La Montaña Mágica, que transcurre más o menos en ese tiempo). También por entonces, gracias a su neutralidad y tolerancia, había no pocos revolucionarios en sus ciudades. Nada menos que Lenin, por ejemplo, que además había residido en París en 1911, durante la estancia de los Vargas. Podemos fantasear con que el chaval con ínfulas de artista hubiera visto al ruso sentado en una terraza de Montmartre o en una cantina de Zurich y le hubiera llamado la atención para hacerle una caricatura, a las que era muy aficionado. Lástima que entre los papeles que dejó Alberto a su muerte no haya aparecido. Pero, en fin, no disponemos más que de la imaginación al pensar en el chico en ese periodo de formación. Me pregunto, por ejemplo, cómo sería su despertar hacia el otro sexo. Frustrante, probablemente; sin apenas ocasiones de tratar con chicas de su edad y, por tanto, sin desarrollar las necesarias habilidades para la relación con las féminas, a las que, por otro lado, tanto admiraría.


Hacia el verano de 1916, Max ordena a sus hijos que regresen al Perú, preocupado por su seguridad. Europa llevaba más de un año sufriendo la Gran Guerra; sin embargo, Alberto estaba a salvo, gozando de la tradicional neutralidad helvética. En esas circunstancias, no parece demasiado lógico hacerle salir del remanso alpino y cruzar el continente hasta Londres, donde estaba el hermano, para desde ahí viajar a América. Además, puestos a sopesar peligros, más arriesgado todavía era un viaje en barco con los submarinos alemanes pululando por el Atlántico. Aún así, me imagino a doña Margarita alimentando angustias maternales a medida que llegaban a Arequipa las noticias bélicas. De otra parte, habían pasado ya cinco años, tiempo suficiente para que los dos chicos hubiesen adquirido suficiente formación profesional. El caso es que, cuando Alberto ya estaba en camino, recibe un telegrama paterno diciéndole que se quede en París y consiga un pasaje desde El Havre a Nueva York, donde se reuniría con Max junior para volver ambos a Arequipa. ¿Por qué ese cambio de planes? Ni idea, quizá el Canal no fuera seguro o a lo mejor los padres pensaron que era mejor idea separar a los chicos, por eso de diversificar riesgos. Ante mi carencia de datos, todo son conjeturas. Como, por ejemplo, imaginarme que adquirió un camarote en el S.S. Chicago, el paquebote de 508 pies de eslora que cubría la línea El Havre-Nueva York para la Compagnie Générale Transatlantique en una travesía de trece días. Supongo que no viviría experiencias muy notables durante el viaje, ni sufriría demasiados contratiempos para que los yanquis le dejaran pasar sus barreras inmigratorias de la isla Ellis; pocos meses después, los Estados Unidos declararían la guerra a los imperios centrales y se darían órdenes de ser más escrupulosos con las que pasaban la aduana, no fueran a colárseles enemigos. En octubre de 1916 desembarca en Nueva York.

Vargas (6)

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En 1916 Nueva York era ya la ciudad más grande de Estados Unidos y a punto de desbancar a Londres del primer puesto mundial. Son un años de transición entre la llamada época dorada y la del jazz o de la prohibición (que empezaría en 1920). La metrópolis estaba recibiendo una fortísima inmigración, principalmente de los países del Sur de Europa (el aluvión de italianos que sería la base de la mafia estadounidense), pero también de negros que escapaban de los estados sureños y hacían crecer el barrio de Harlem, en la parte septentrional de Manhattan. Son también tiempos de intensa actividad constructora, una carrera por llenar la isla de rascacielos, en competencia babeliana. Ahí desembarcó en octubre Alberto Vargas y, por lo que se cuenta en casi todas las fuentes, quedó inmediatamente deslumbrado por la ciudad y decidió permanecer en ella, no volver al Perú.

Supongo que las cosas no fueron tan simples, no suelen tomarse decisiones de tal calibre a la ligera. De entrada, recordemos que Alberto había de coincidir en Nueva York con su hermano Max para juntos viajar a Perú. ¿Hubo tal encuentro? Quiero pensar que sí, pero que Max, proveniente de Londres, llegó algunos días después, de modo que el mayor pudo vivir a solas la intimidad del flechazo con la ciudad. Así, me imagino que cuando llegó Max se encontró con un Alberto al que casi ni reconocería, entusiasmado con el bullicio neoyorkino, con los rascacielos, con las mujeres, sobre todo con las mujeres. Sigo elucubrando y me atrevo a escenificar las discusiones entre ambos, mucho más juicioso el menor, tratando de convencer al mayor de que su deber, el de ambos, era regresar a Arequipa y empezar a vivir la vida que su padre les ha organizado. ¿Cómo vas a tirarlo todo por la borda, un futuro espléndido continuando el negocio de papá y yo velando por los intereses financieros familiares desde puestos directivos en la banca? Seguro que Alberto dudó; se me ocurre que es probable que tratara, a su vez, de entusiasmar a Max, de animarle a que vivieran juntos la aventura norteamericana. Si Max hubiese aceptado, todo habría sido más fácil. Probablemente, formando una piña, habrían podido engatusar al padre para que les permitiera pasar una temporada allí, prorrogar un tiempo más el periodo formativo, con la seguridad de estar alejados de la guerra europea. Además, Alberto hablaría un correcto inglés (british, claro), mientras que nuestro protagonista sólo lo chapurreaba. Pero el hermano menor no sucumbió a cantos de sirenas. Sospecho que habría varios cruces de telegramas (todavía no podía conectarse por teléfono) y me imagino la ira creciente del padre que, quizás, hasta se plantearía viajar para traer de las orejas a su díscolo primogénito. En las breves biografías que he consultado se cuenta que, finalmente, no hubo ruptura familiar. Max padre aceptó la voluntad de su hijo de seguir su vocación pictórica en los Estados Unidos pero, eso sí, advirtiéndole que tendría que arreglárselas por su cuenta, que le cortaba toda ayuda económica.

Si esto que he contado fue lo que pasó, quiero creer que Alberto dispuso de un tiempo suficiente para prepararse, anímica y materialmente, ante la nueva y desconocida vida a la que se lanzaba. Las "negociaciones" familiares descritas tuvieron que durar algunas semanas, porque tampoco creo que los barcos de pasajeros entre Nueva York y El Callao tuvieran una frecuencia muy alta. Por cierto, es muy probable que Max hijo tomara el vapor de la Grace Line–una compañía fundada a mediados del XIX por dos emigrantes irlandeses para exportar el guano peruano a los Estados Unidos– que justamente ese año de 1916 había iniciado viajes con pasajeros aprovechando la reciente apertura (1914) del Canal de Panamá (hasta entonces, quienes iban al Perú desembarcaban en Buenos Aires y transbordaban a un ferrocarril transandino). También supongo que, si como todos dicen, Max T. Vargas entendió y aceptó la vocación artística de su hijo, no le privaría de golpe de toda ayuda económica. Prefiero pensar que al menos le pasaría algún capital, aunque fuera escaso, para mantenerse hasta que encontrara algún trabajillo; qué sé yo: ya que se ahorraba el pasaje del viaje marítimo, que le permitiera quedarse con el importe del billete (o, a lo mejor, eso fue lo que hizo el propio Alberto sin pedir permiso). Como haya sido, lo cierto es que hacia finales del 16 un chaval de veinte años, que apenas habla inglés y que no tiene casi dinero, que hasta ese momento ha estado siempre protegido, se encuentra solo –por decisión propia, desde luego– en la inmensa urbe norteamericana. Ciertamente, no se puede negar que le echó huevos; muchas tenían que ser sus ganas de lanzarse a esa nueva vida en ese mundo totalmente nuevo para él.

¿Qué fue lo que tanto le entusiasmó de Nueva York? Según afirma Paul Chutkow en un artículo de 1996 en la revista Cigar aficionado, fueron, por encima de todo, las mujeres. No eran  tímidas como las remilgadas peruanas, ni arrogantes como las regordetas suizas, ni altaneras como las coquetas parisinas. Vargas las veía únicas: le gustaba su desenvoltura, sus aires de independencia, sus saludables aspectos, la sensualidad natural que desprendían, sin artificios. De cada edificio salían torrentes de chicas –escribiría años después recordando esos días– y yo me quedaba mirándolas atónito, admirando esa expresión de seguridad que exhalaban, como si dijeran "aquí estoy, ¿a que te gusto?" Y sí, claro que le gustaban; tanto como para decidir que allí había de quedarse y dedicarse a retratarlas, a homenajearlas. Conseguiría ese anhelo aunque entonces no fueran sino fantasías que, imagino, él mismo se cuestionaría en no pocos momentos de desazón: ¿tenía talento suficiente? ¿tendría la suerte que siempre se necesita? No deberían ser pocas sus dudas.

Pero, ¿eran así, como las veía Alberto, las neoyorkinas de 1916? Uno podría pensar que las mujeres habían alcanzado para esas fechas alto grado de autonomía personal y, desde luego, esa conclusión sería completamente errónea. Por entonces, las mujeres mantenían un rol social subordinado completamente al del hombre, en especial si estaban casadas. Hacia principios del pasado siglo, en casi todos los Estados de la Unión, los bienes de las mujeres casadas pasaban a ser propiedad del marido y ésta no podía tomar decisiones de índole económica. De otra parte, la mayoría de las mujeres no se había incorporado a la vida laboral (siempre que no contemos como tal los duros trabajos que hacían en sus casas) y, desde luego, no tenían derecho a voto. No obstante, estos años a los que nos referimos son también los finales de la que se ha dado en llamar en la historiografía del feminismo en los USA "la primera ola" (first wave) que va desde la famosa convención de Seneca Falls (1848) hasta la aprobación de la IX Enmienda a la Constitución norteamericana (1920) que garantizaba el voto a las mujeres. Más de setenta años de luchas lideradas por damas blancas, predominantemente de clases altas e incluso conservadoras, centradas sobre todo en obtener el derecho al sufragio electoral. Pero, salvo contadas excepciones, las impulsoras de esta primera ola no eran revolucionarias, no planteaban cambios radicales en el rol social de la mujer,ni siquiera, al menos a corto plazo, que ésta adquiriera un protagonismo real en la dinámica social. De hecho, el comienzo "fáctico" de la emancipación femenina, más que a las reivindicaciones formales, se debió, tanto en Estados Unidos como en Europa, a la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral. La Gran Guerra –mucho más en nuestro continente que en el americano– supuso el primer gran impulso en este sentido. Pero, ciertamente, en 1916 la mujer norteamericana distaba mucho de la asombrada impresión que recibió Alberto.

Claro que Estados Unidos es y era muy grande, y Nueva York es y era un caso singular que en absoluto representaba la realidad sociológica del país. No me cabe duda de que, en el opresivo marco general, los márgenes de libertad o de autonomía de las neoyorkinas eran considerablemente más altos que en el resto de los USA. Téngase en cuenta que, por esos años, Nueva York era la puerta de entrada de una potente corriente inmigratoria y daba cabida a las más diversas gentes, lo que necesariamente derivaba en una mayor tolerancia. De otra parte, la proporción de mujeres, en especial chicas jóvenes, que se decidían a trabajar –aunque sólo fuera como etapa de transición, entre la high school y la boda– era muchísimo más alta que en cualquier otra parte de la nación. Y es que la ciudad contaba con abundante oferta de puestos trabajos "adecuados" para las mujeres, sobre todo en el creciente sector administrativo (oficinas). A este respecto, conviene referirse a un sector laboral que resulta muy significativo en este proceso de reconversión del rol femenino, de emancipación de la mujer, si se prefiere. Hablo del negocio del espectáculo (el show bussiness) que, obviamente, requería abundante número de trabajadoras femeninas. Puede que, en términos cuantitativos, las artistas de variedades, teatro o cine (mudo) no fueran el sector mayoritario del empleo femenino, pero sin duda la repercusión social de lo que hacían –tanto dentro como fuera de su oficio– las convirtió en referencias señeras de la evolución sociológica de la mujer. Y no ha de olvidarse que, por entonces, Broadway era el centro del mundo del espectáculo. Así que sí, que podemos entender el arrobamiento del joven Alberto ante las mujeres neoyorkinas; y también podemos creernos que ese entusiasmo fuera un factor decisivo, incluso el principal, para adoptar la arriesgada decisión de quedarse en la Gran Manzana.

Pacto antiyihadista

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De acuerdo al Preámbulo de la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo (y modificada el 7 de octubre de 2015), recordar a las víctimas del terrorismo tiene un significado político: que debemos defender los valores democráticos que son los que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente. En la modificación del Código Penal aprobada mediante la Ley Orgánica 2/2015 se define el terrorismo como cualquier delito grave que se cometa con alguna de las siguientes finalidades: (1) subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo; (2) alterar gravemente la paz pública; (3) desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional; o (4) provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella.

Nótese que esta definición convierte en terrorista toda acción criminal que tenga por objeto subvertir el orden jurídico vigente. Así, por ejemplo, Michael Collins y sus compañeros habrían sido terroristas en su lucha por la independencia de Irlanda, del mismo modo que lo fueron Fidel Castro y sus guerrilleros. Ciertamente, así fueron considerados en su momento, aunque las cosas cambiaron con sus triunfos. Se trata, sin duda, de una definición muy amplia. En la mayoría de los casos –en los de tan triste actualidad como los yihadistas, por ejemplo– no se presenta ninguna duda en calificarlos de terroristas. Sin embargo, cabe imaginar otros crímenes que, aunque no tengan en la motivación de su autor ninguna finalidad política, puedan ser considerados terroristas, a los efectos de una mayor dureza en la pena. En todo caso, lo que la Ley no requiere es que la finalidad de los terroristas sea acabar con la democracia e imponer un proyecto totalitario y excluyente.

En el fondo, lo que hace la reciente modificación del Código Penal es tipificar como terrorismo el uso de la violencia con fines políticos o, lo que es lo mismo, elevar a su máximo grado los delitos contra el orden jurídico vigente. De esta manera, en España se zanja el debate secular de la legitimidad de la violencia contra el Poder injusto, partiendo de la base –supongo yo– de que el orden jurídico vigente es justo y legítimo, por lo cual la única forma de alterarlo es de acuerdo a sus propias reglas al efecto. No digo, ni mucho menos, que en la actualidad y en nuestro país pueda justificarse el recurso a la violencia política, pero de ahí no concluyo que sea adecuada una definición tan amplia del terrorismo. Hago notar, de paso, que los actos que quedan excluidos de este delito son los que suelen conocerse como terrorismo de Estado y, casualmente, fueron estas acciones de Estado las que dieron origen al término.

En todo caso, para fortalecer la legitimidad ética de la condena de cualquier violencia contra el orden jurídico no basta con llenarse la boca de declaraciones sobre nuestra sociedad democrática, sino profundizar en la efectiva democratización de ésta. Cabe recordar que hasta hace muy poco el tiranicidio era moralmente legítimo (incluso es uno de los tópicos de la Constitución estadounidense, atribuido a Jefferson) y de ahí la legitimación de los actos revolucionarios (violentos) cuando se trata de subvertir un orden injusto. Por tanto la mejor deslegitimación de los argumentos que defienden la necesidad de la violencia, es hacer evidente la falsedad de las imputaciones de injusticia que a nuestro sistema social puedan hacer los terroristas. Y creo que si somos honestos habremos de reconocer que nos falta bastante para que podemos calificar a nuestro ordenamiento social como justo y profundamente democrático.

Sin embargo, lo cierto es que el comportamiento habitual de los Estados en los que impera la libertad y la democracia cuando han sido golpeados por actos terroristas suele ser reducir el contenido real de esas libertad y democracia en sus sociedades. No tenemos más que fijarnos en el estilo impuesto por los USA a partir de los atentados del 11S así como en las mucho más recientes respuestas de Francia. Ahora, con motivo de la masacre de París, se vuelve a abrir el debate sobre el inestable equilibrio entre seguridad y libertad. Aunque decir que se abre un debate es una exageración, al menos en esta España de sangrante mediocridad intelectual. Yo he de reconocer que no tengo las ideas nada claras, pero lo que sí veo con meridiana nitidez es que lo único que hacen nuestros líderes políticos es cacarear declaraciones huecas, preñadas de demagogia y con fines meramente electoralistas. Retorcidos barroquismos gramaticales o tajantes afirmaciones de loable "buenismo" (y, por supuesto, políticamente inmaculadas) que son incapaces de ocultar la hedionda hipocresía que esconden.

La última muestra ha sido el tema central de la política mediática nacional de esta semana que acaba: lo importante que es, en la lucha contra el terrorismo, que todos los partidos políticos suscriban el llamado pacto antiyihadista. Los medios apenas nos han explicado el contenido real del pacto. De hecho, he tenido que buscármelo este fin de semana (y me he enterado de que es un documento viejo, firmado en febrero entre el PP y el PSOE tras los atentados de Charlie Hebdo); dudo que la gran mayoría de los españoles sepa lo que dice. Y es que en realidad eso no es relevante; lo único que importa es señalar (con fines electorales, claro) a quienes no se avengan a firmarlo, como es el caso de Podemos e Izquierda Unida. El inefable Pedro Sánchez lo expresó con contundencia: frente al terrorismo no cabe ser observadores; o se está o no. Que, por supuesto, lo que pretende transmitir a los españolitos es que quienes no firman el pacto no están en contra del terrorismo. Pero, ¿por qué no se debate sobre cada uno de los ocho puntos de ese acuerdo? ¿Acaso sólo se puede estar contra el terrorismo asumiendo esos y no otros?

Después de leer el documento no he quedado demasiado satisfecho, la verdad. Tras un preámbulo, que ocupa las tres cuartas partes del texto y que es un cúmulo de lugares comunes y frases huecas y biensonantes que no se creerán del todo ni sus redactores, vienen los ocho puntos. Tan sólo el tercero apunta, aunque muy ambiguamente, hacia medidas concretas que pueden traducirse en una mayor eficacia en la lucha del Estado contra el terrorismo, aunque esa mejora parece sugerirse que pueda venir justamente por la reducción de las garantías democráticas a fin de facilitar la actividad investigadora de la policía. El resto de puntos son vaciedades que cabe interpretar de muchas maneras, de modo que suscribir este acuerdo no garantiza que se mantenga el consenso en su aplicación práctica (de hecho, así ocurrió cuando el PSOE se opuso a la modificación del Código Penal que introducía la"prisión permanente revisable" en delitos de terrorismo). Así que me quedo con varias impresiones, todas ellas desoladoras. La primera que estamos ante un acto de imagen, de marketing, sin ningún contenido real. La segunda es que aún así, como en nuestra sociedad lo importante es la publicidad, habrá que concluir que sí es eficaz: no en la lucha contra el terrorismo, sino en la obtención de réditos electorales (probablemente, IU y Podemos perderán votos por no haberlo firmado). En tercer lugar que me recelo que tanto el PP como el PSOE piensan que un documento tan ambiguo les conviene para tener las manos libres en la adopción de eventuales medidas de gobierno. Y por último (podría señalar más, pero no es el momento) que se trata de una simple cortina de humo para continuar en la estupidización de la población española, camino que va justamente en la dirección contraria de una deseable profundización en la democracia.

Vargas (7)

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¿Cómo era Nueva York en 1916, cuando ese chaval peruano, de escasos veinte años, decidió quedarse a comenzar una nueva vida en la Gran Manzana? Me referiré a Manhattan, a la isla delimitada por el Hudson y el East River, en realidad un pequeño ramal de aquél justo antes de la desembocadura en el Atlántico.; una isla pequeña (59 km2) y alargada (casi 22 kilómetros), bastante plana aunque tiene sus pequeñas colinas. Yo he estado allí sólo dos veces, a finales de los ochenta la primera y unos diez años después. En ambas ocasiones me alojé en casas de amigos y en ambas ocasiones pateé la ciudad hasta la extenuación, disfrutando enormemente. Y es que Manhattan me gusta mucho y, sobre todo, me parece interesantísima. Probablemente no hay en el mundo un lugar en que en tan limitado espacio se concentren tantas cosas, tanta actividad. Según voy escribiendo me digo que he de prepararme un viaje a Nueva York; últimamente estoy demasiado sedentario.

Pero la ciudad actual, o la que yo conocí de hace pocos años, es muy diferente de como era hace un siglo. Sin embargo, pese a que ha cambiado mucho en su materialidad física, su plano urbano es sensiblemente similar al actual y lo es desde principios del XIX. A finales de 1783 los británicos evacuaron Nueva York y se nombró Gobernador del Estado y, posteriormente, alcalde de la ciudad. Pues bien, casi desde el principio de su andadura independiente, los administradores de la que entonces apenas ocupaba lo que hoy se llama Lower Manhattan (más o menos desde Battery Park hasta casi el Ayuntamiento –City Hall– que se construyó en 1812 en el límite norte) estaban obsesionados por diseñar la malla urbana que ocupara la totalidad de la Isla. Así, tan temprano como en 1797, se encargó un primer proyecto que nunca llegó a cuajar. En 1807 se nombró a unos comisarios con plenas competencias para elaborar un plano "con el trazado de las futuras calles de modo que conjugara regularidad y orden con el beneficio público, en particular para conseguir una ciudad saludable". La aventura de medir y cuadricular Manhattan –porque fue una aventura que merece contarse, pero no ahora– duró casi cuatro años y en 1811 se aprueba el Plan que ordena desde el Norte de Houston Street hasta la calle 155, que marca el límite en Harlem y Washington Heights. Si superponemos el plano de 1811 al de la ciudad actual, las coincidencias son altísimas; tan sólo algunas variaciones, entre las que la más destacable es Central Park que no fue planificado hasta mediados del XIX.

Con la isla bien diseñada, de lo que se trataría durante el siglo XIX es de ir ocupándola: abriendo esas calles, loteando las manzanas resultantes en parcelas edificables, construyendo los nuevos inmuebles. Lo que es verdaderamente sorprendente es que para 1916, la práctica totalidad del Plan se hubiera consolidado e incluso la parte más septentrional –hasta llegar al río Harlem– estuviera también bastante ocupada. En esos poco más de cien años, la población de Manhattan había pasado de algo menos de cien mil habitantes a unos dos millones trescientos mil; nada menos que multiplicada por 23. De hecho, la Isla en esas fechas en que Vargas arribaba, alcanzaba su máximo demográfico histórico (hoy allí viven 1.600.000 personas). Naturalmente, la ciudad que deslumbró a Alberto era mucho más chata que la actual. Ya había empezado la fiebre de los rascacielos, pero con alturas moderadas y todavía sin la intensidad brutal que se dispararía a partir de los treinta. Aunque ciertamente la capital era la ciudad más dinámica de los Estados Unidos, y continuamente se construían edificios no residenciales, todavía la mayoría del parque inmobiliario se destinaba a vivienda. Piénsese que la superficie edificada del Manhattan de hoy tiene que multiplicar por bastante la que había en 1916 y, sin embargo, hay menos habitantes; esto significa que durante el siglo pasado se produjo un crecimiento brutal en altura (la ciudad sobre sí misma) orientado hacia una intensísima terciarización. Ese proceso, cuando Vargas llegó, estaba en sus primeras fases.

Sobre Nueva York y su historia urbana hay infinita documentación, gráfica y escrita, de modo que uno se podría pasar la vida reconstruyendo el paisaje de sus calles, las movidas de sus gentes, en la época que se prefiera. He encontrado en la web de The New York Public Library un Atlas of the Borough of Manhattan datado en 1916, con unas doscientas hojas detalladas en las que se ven las calles, manzanas, parcelas y edificios existentes a esa época. En sus páginas recorrer, por ejemplo, los lotes de la Quinta Avenida, donde Alberto consiguió su primer trabajillo neoyorkino, no como pintor o dibujante, desde luego, sino aprovechando sus conocimientos del oficio para el que se había preparado desde niño en Arequipa y varios años en Suiza: la fotografía. No descubro, sin embargo, el estudio donde el chico ganaría sus primeros dólares retocando clichés. Pero sí veo, en la esquina con la Calle 9, la primera mansión familiar que se erigió en la que hoy es la avenida más glamurosa de la ciudad. Me refiero a la de Henry Breevort, primogénito de una estirpe terrateniente holandesa (de las más rancias familias neoyorkinas) quien, a sus cuarenta años y deseoso de construirse una residencia acorde a su vanidad, fue convencido por su padre para que, en vez de instalarse en el entonces prestigioso vecindario de Bond Street, lo hiciera al exterior de la urbe consolidada, en los terrenos de la familia, para que fuera él quien marcara la nueva directriz de desarrollo urbano (y, de paso, multiplicar por mucho el valor de su propiedad). Así lo hizo, encargando a dos de los más reconocidos arquitectos del momento el diseño de la nueva "casita", un mazacote sensiblemente cúbico en lo que denominaban revival griego, un pastiche estilístico con abundantes columnas y frontones. La mansión estaba concebida tanto para vivir como para hacer una ostentosa vida social. Tenía dos salas de billar, una inmensa biblioteca, un salón de baile ...; en la primera planta, siete enormes dormitorios; en la tercera (de menor altura), nueve habitaciones para el servicio. Allí se celebró, en 1940, un espectacular baile de disfraces, inédito en la ciudad, que fue el furor de la temporada. Asistieron casi seiscientas persona, escogidos de lo más granado de la sociedad neoyorkina. A partir de él, los notables –los Vanderbilt, los Astor, los Bostwick, los Withney– empezaron a mudarse a la Quinta, convirtiéndola en la sede de esa alta sociedad inmensamente rica y clasista que nos describe Edith Warthon en La Edad de la Inocencia.

Esas mansiones todavía existían en 1916 y nuestro joven protagonista tuvo que pasear delante de sus fachadas aunque, sin duda, ni osaría asomar las narices más allá de sus umbrales. Me lo imagino caminando desde Wahington Square (el antiguo cementerio reconvertido a plaza) por la acera Oeste, cruzando la calle octava y deteniéndose delante de la casa de los Rhinelander, con su fachada de ladrillo rojo y portada de granito (sería demolida en los cuarenta). Un poco más allá, en la esquina con la Novena (enfrente de la ya mencionada mansión Breevort), se erigía el Hotel Berkeley, de seis pisos, construido por los propios Rhinelander a mediados de los 1840 para albergar a familias transeúntes bien acomodadas (hoy sería algo así como un apartahotel). Ahí no se alojaría Alberto, desde luego, aunque es posible que, algunos años después, sí disfrutara del agradable café-terraza al aire libre de la planta baja; eso sí, antes de 1939, fecha en que fue sustituido por un edificio de apartamentos de diecisiete plantas, proyectado por el estudio de arquitectos Boak & Paris, uno de los más representativos del Art Deco neoyorkino. Cruzando la calle 9 se fijaría en la casa de los Breevort, aunque por entonces la habitaba de 1848 la familia De Rahm, quienes en 1919 la venderían a los Baker, otros supermillonarios de la época. Éstos se plantearon rehabilitarla pero no llegaron a hacerlo; durante los veinte, ese primer tramo de la Quinta había perdió su carácter señorial (las grandes fortunas se mudaban al Upper Manhattan, en el entorno de Central Park), así que a mediados de la década vendieron el inmueble para que, en su lugar, se erigiera otro edificio de apartamentos de dimensiones similares al anterior. Luego Alberto cruzaría la calle Décima y se encontraría con la Iglesia de la Ascensión, construida en estilo neogótico en los años cuarenta del XIX. No tengo ni idea si nuestro chico era religioso (de serlo, imagino que católico y no episcopaliano como esa iglesia) o le interesaba el arte sacro; en todo caso, viniendo de París poco le diría ese edificio de ladrillo. Enfrente del templo, en la otra acera de la Quinta Avenida, estaba el Hotel Grosvenor, abierto en 1876 también para clientes de alta posición y que había alcanzado una respetada fama de distinción; también sería sustituido en la década de los veinte por otro edificio de de diecisiete plantas, hoy ocupado por la Universidad de Nueva York.

Si seguimos acompañando a Vargas, enseguida nos toparemos con la First Presbiterian Church que cubría entonces y sigue cubriendo hoy toda la cuadra comprendida entre las calles 10 y 11. En la siguiente manzana, tras unos solares sin construir (¡sorpresa!), estaba el edificio de la McMillan Company, una de las editoriales más importantes del país, con una composición de arquería en fachada que se me antoja presuntuosa y absurda, anuncio, con más de medio siglo de anticipación, de las tonterías de la arquitectura posmodernista. En fin, dejemos a Alberto que continúe solo porque, aunque me resulta divertido resucitar edificios que en su mayoría han desaparecido, el repaso se haría eterno. Pero este breve recorrido de unas pocas manzanas al inicio de la Quinta Avenida me ha valido para comprobar que nuestro protagonista llega a Manhattan al final de una época, al menos en lo que a la arquitectura de la ciudad se refiere. Ciertamente, la ciudad no estaba ya compuesta de casitas bajas –hemos visto abundantes mazacotes de seis plantas– pero habría que esperar a los felices veinte (no tanto en los USA, pues fueron la época de la Prohibición) para que estos inmuebles cayeran para ser sustituidos por torres de la que podríamos llamar la primera generación de rascacielos (aún por debajo de los veinte pisos). De hecho, 1916 es un año clave en la historia de la planificación urbana neoyorkina, ya que se aprueba la primera normativa reguladora de las alturas de los edificios (la 1916 Zoning Resolution) ante la preocupación ciudadana por el incremento de rascacielos, en especial en el Downtown. Las alarmas se habían disparado el año anterior con la finalización del Equitable Building, un edificio de oficinas de 40 plantas en el 120 de Broadway (entre Pine y Cedar Streets, en el distrito financiero). Algún día he de hablar de esa normativa de principios del pasado siglo, que tanto influyó en la conformación de los futuros rascacielos y por ende del paisaje urbano neoyorkino.

En fin, discúlpeseme un post tan urbanístico-arquitectónico –y encima rancio–, pero me apetecía resucitar mínimamente la Nueva York a la que llegó nuestro protagonista antes de continuar repasando su vida.

La cómoda mágica o súper-ratón

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En nuestra finca rústica, como es natural, hay ratones. También ratas y conejos, pero estos otros roedores no suben hasta las proximidades de la casa (aunque las primeras, más audaces que los segundos, llegaron a instalarse en el entorno del gallinero, pero creemos haber logrado que se retiren). Revindicando el que parece ser un atávico instinto femenino, K muestra una pertinaz hostilidad hacia estos animalitos, mezcla de asco y miedo, y no está dispuesta a compartir hábitat con ellos. No es mi caso, la verdad, que hasta me resultan simpáticos, pero nada se puede oponer a las fobias por muy irracionales que sean (no tanto, que causan estragos en la huerta). Por tanto, desde hace tiempo, estamos en campaña de exterminio, al menos en el interior de la vivienda (imagínate que un ratón se metiera de noche en nuestra cama, qué horror). Descartamos con ellos los venenos, tras leer la descripción de los efectos de esas sustancias tóxicas, incompatibles con una mínima compasión; además, cabía el riesgo de que los ingiriesen nuestros dos perros o el recientemente adoptado gato, daños colaterales que, desde luego, serían inaceptables. Así que optamos por unas trampas de duro plástico negro, similares a dentadas bocas abiertas en cuyo paladar se dispone un cebo; en cuanto el ratón lo toca, las crueles mandíbulas se cierran de golpe sobre el tierno cuerpecito, causándole una muerte lo suficientemente inmediata para que –eso espero– el animalito ni llegue a enterarse. Doy fe de que los artilugios son eficaces porque, una vez estratégicamente colocados, fueron ofreciendo cada amanecer sus macabras cosechas de cadáveres. Así pasaron unos cuantos días hasta que dejaron de aparecer nuevos difuntos, bien porque los que convivían con nosotros hubieran sido completamente exterminados, bien porque los supervivientes decidieran mudar su residencia (prefiero pensar que haya sido esta última alternativa).

No obstante, K, haciendo gala de una encomiable prudencia innata, quiso mantener dos de los cepos precaviendo eventuales regresos ratoniles y, de ese modo, sentirse más tranquila. Uno de ellos lo colocó en el cajón inferior de una vieja cómoda de madera apoyada contra la pared en ángulo ortogonal con el final de la encimera de la cocina. Casi todos los días, echa un vistazo para comprobar que ahí sigue, con sus fauces abiertas, probando que ningún roedor se aventura ya por nuestros dominios más privados. Pero ayer por la tarde, al abrir la gaveta, no vio la trampa. El estupor dio paso en un segundo al susto: había caído un ratón pero no había muerto sino solo atrapado (por la cola, una pata) y, desesperado, había corrido a esconderse entre la ropa ahí doblada arrastrando consigo el cepo. Por supuesto, no iba a ser ella quien removiera nada, así que me tocó ir sacando una a una todas las prendas, previo cuidadoso tanteo, hasta dejar la gaveta absolutamente limpia. Luego, comprobar que allí no había rastro ni de roedor ni de trampa. A continuación hube de desencajonar el cajón y, echado boca arriba, iluminar el suelo cerámico del interior para verificar que tampoco había nada. Examinando el interior del mueble, concluimos que la única posibilidad era que el ratón hubiese trepado por la tabla vertical que cerraba posteriormente la cómoda y colado en el cajón superior a través de la ranura que quedaba entre el fondo de éste y aquélla. Sin duda una proeza para un ratón herido con una trampa a cuestas, pero quizá se tratara de un ejemplar de extraordinarias dotes atléticas. Por tanto, repetí la operación con la segunda gaveta con idénticos resultados. Después con la tercera para lo mismo. Y por fin con los dos cajones superiores –de la mitad de ancho cada uno– y tampoco nada. Para entonces, el nerviosismo de K estaba en zona roja.

Aún así era capaz de razonar. Logramos que descartara que se trataba de un súper-ratón que había empujado el cajón desde dentro para escapar llevándose el cepo; también que la cómoda tuviera propiedades mágicas en virtud de las cuales algunos objetos de su interior se desvanecían. Hasta comprobamos que los cajones no tuvieran doble fondo, idea peregrina que sugirió K. Le propuse entonces la que parecía ser la única opción que quedaba: que simplemente hubiera quitado la trampa de la gaveta. Me lo negó rotundamente. Se acordaba perfectamente de cómo la había colocado y de todas las veces que la había comprobado. Además, me dijo, si la hubiera quitado, me acordaría y ¿acaso no sabría dónde la he puesto? A veces –yo incluso con frecuencia– nos olvidamos de actos que realizamos, le contesté. Pero no la convencí. Hasta se enfadó conmigo porque no me esforzaba lo suficiente en resolver el misterio: no entiendo que tú, que tanto te la das de racional, no estés intrigado por encontrar una explicación lógica a lo que pasa. Algo tenemos que hacer porque, si no, no voy a poder dormir tranquila. Pero, por mucho y muy angustiosamente que te torture el cerebro, la vida sigue, y ya se hacía la hora de cenar y ver el debate a cuatro que tanto se había publicitado. Un rato después, mientras Ana Pastor y Vicente Vallés presentaban a los políticos, K soltó de pronto una exclamación e inmediatamente una carcajada. Se volvió hacia mí, me cogió la mano, y sonriendo me dijo: me vas a matar, pero ya he descubierto lo que pasó. Y es que no hay cómo desconectar la mente para que los misterios se aclaren.

El derecho a la vivienda en estas elecciones

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Como todos sabemos, la Constitución española proclama en su artículo 47 que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y ordena a los poderes públicos que promuevan las condiciones necesarias y establezcan las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho. Se trata de un derecho de los que los constitucionalistas llaman "de segunda generación" o, más inteligiblemente, de los económicos, sociales y culturales. Estos derechos, entre los que además se cuentan, por ejemplo, los derechos al trabajo, a la educación y a la salud, se empezaron a reconocer en los marcos jurídicos occidentales hacia mediados del siglo pasado, cuando ya estaban suficientemente consagrados (aunque distantes en muchos sitios de ser efectivos) los llamados derechos civiles y políticos (los de "primera generación") nacidos de las revoluciones liberales de finales del XVIII que están en la base de los Estados Unidos y de la República Francesa. El problema estriba en que los derechos sociales y económicos –cuyo ejercicio efectivo dota de contenido real al llamado Estado del Bienestar– son, en gran medida, más declaraciones de voluntad, aspiraciones bienintencionadas, que derechos en sentido estricto. Así, para ninguno de estos derechos (tampoco para el de la vivienda), en tanto no están recogidos ni en el artículo 14 ni en la Sección primera del Capítulo segundo de la Constitución, puede un ciudadano recabar la tutela judicial ante los Tribunales ordinarios, ni tampoco presentar un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Dicho de otro modo, si tú, españolito, no disfrutas de una vivienda digna (o, por ejemplo, te han desahuciado de la que habitabas) no puedes reclamar ante un juez que te imposibilitan ejercer el derecho constitucional; del mismo modo, si has "ocupado" una vivienda vacía, tampoco te admitirán que sigas en ella aunque digas que estás haciendo efectivo ese derecho. El otro día, en el debate "a cuatro", Pablo Iglesias dijo que su partido pretendía "blindar" estos derechos recogiéndolos en la Constitución y enseguida se le echaron todos encima diciéndole que ya estaban recogidos. Imagino que lo que pretendía decir es que pretendía convertir estos derechos "declarativos" y absolutamente inoperantes en la actualidad, en derechos "efectivos", que el Estado esté obligado a satisfacer a requerimiento de cualquier ciudadano. Ciertamente, en la medida 135 de su programa electoral, este partido se compromete explícitamente a modificar el artículo 53 de la Constitución (justamente el que permite la exigir judicialmente la satisfacción de los derechos constitucionales) para equiparar los derechos económicos, sociales y culturales a los derechos civiles y políticos.

Naturalmente, el asunto se las trae. Imaginemos que un ciudadano reclama ante los Tribunales – por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad– que el Estado le facilite una vivienda digna. La primera cuestión que surge es si el ejercicio del derecho, que debe garantizar el Estado, debe ser gratuito (como, por ejemplo, se supone que es el derecho a la educación o a la sanidad). Hoy por hoy, parece un poco fuerte pretender tal cosa. Unidad Popular-Izquierda Unida se moja a este respecto en su programa (página 66 y ss): proponen que se faciliten viviendas públicas en régimen de alquiler a un precio máximo no superior al 30% de la renta de la familia solicitante (que disminuye hasta un máximo del 10% en el caso de que ésta no alcance el salario mínimo). Fíjense que esta propuesta deshace la ambigüedad constitucional del derecho a la vivienda tal como aparece en la Constitución y lo convierte en algo concreto. Si los precios de alquiler de las viviendas en el mercado libre (o la cuota normal de las hipotecas) están por debajo del 30% de mis ingresos mensuales, no tendría sentido que yo reclamara que se me diera una vivienda pública en alquiler (porque podrían fijarme una renta superior a la del mercado) pero, en cambio, si están por encima tendría la seguridad de que el Estado me garantiza el ejercicio de este derecho, que no quedaría en meras palabras vacías. Si tenemos en cuenta que el contar con alojamiento es algo absolutamente fundamental (mucho más, si me apuran, que el que me faciliten la educación de mis hijos) y que no creo que a nadie que no pueda satisfacer esta legítima aspiración le tranquilice el saber que se le reconocen los derechos civiles y políticos, me parece que va siendo ya el momento de que el Estado –o los políticos que ahora piden nuestros votos para "ocuparlo"– empiecen a tomarse en serio cómo hacer efectivo el derecho a la vivienda. He citado parte de lo que al respecto dicen los de Podemos y los de Izquierda Unida en sus programas, pero he revisado también los de los otros tres partidos con más expectativas electorales. El PSOE (páginas 230 y ss) relaciona hasta una treintena de propuesta en materia de vivienda, pero todas ellas de marcado carácter voluntarista sin que se traduzcan en compromisos concretos y verificables (abusan de verbos como promover, facilitar, procurar, etc); a lo más que llegan en el asunto que estamos tratando es a "proponer la redefinición del derecho a la vivienda en la Constitución, para garantizarlo de manera efectiva" pero, desde luego, sin decir que van a permitir la tutela judicial de su ejercicio (Podemos) ni que van a garantizar un parque público para que a cualquiera con determinadas condiciones de renta se le facilite una vivienda (IU). Ciudadanos, bajo el epígrafe "derecho a la vivienda", se limita a sólo dos frases vaporosas relativas a la protección de los desahuciados en situación de emergencia social sin, desde luego, entrar a las cuestiones de fondo; ya me lo esperaba. El PP, finalmente, ni se molesta en hablar del derecho a la vivienda (lo cual tampoco me sorprende, conocido el recurso que interpuso el abogado del Estado contra la Ley de Vivienda andaluza y del cual ya he hablado en este blog), bastándole asegurar que "mantendremos una política de vivienda orientada a las necesidades reales de las personas que más lo necesitan"¿esto es lo que han hecho durante los pasados cuatro años?

Los creyentes en la religión neoliberal (en la actualidad casi religión de Estado y que, desde mi punto de vista, es fielmente acatada por PP y Ciudadanos, pero también aunque con ligeras protestas heréticas que no traen luego consecuencias, por el PSOE) me dirán que eso de garantizar el derecho a la vivienda está muy bien en teoría, pero no hay recursos públicos para hacerlo realidad. Supongo que, en algún otro momento histórico, podrían haber dicho lo mismo sobre garantizar una asistencia sanitaria a toda la población o que cualquier niño pudiera (e incluso tuviera que) ir al colegio. De hecho, el hacer efectivos estos dos derechos (que están en el mismo grupo que el de la vivienda) supone las mayores cuantías del gasto público en los presupuestos de las Comunidades Autónomas (en Canarias, el 62%), que son las que tienen estas competencias. En cambio, lo que se gastan en las políticas de "acceso a la vivienda" (también de competencia autonómica) es una cifra ridícula en comparación (en Canarias no llega al 1%). Y es que, mientras hemos asumido –simplemente porque así nos hemos encontrado las cosas– que el Estado tiene que garantizarnos la educación y la sanidad (y hasta los más neoliberales que pretenden desmontar estos sistemas públicos tienen que disimular sus intenciones ante la inmediata movilización ciudadana), aceptamos dócilmente que la vivienda (y los suministros básicos como la energía, el agua, los servicios de transporte, de telecomunicaciones) ha de ser facilitada por el "mercado", en las condiciones y precios que "libremente" resulten de éste. Yo, desde luego, creo que, frente a las actuales tendencias neoliberales, no basta con una actitud defensiva sino que, por el contrario, hay que pasar a reclamar que los derechos sociales que nuestra Constitución proclama sean de verdad derechos, que se aprueben mecanismos que garanticen su efectividad real (o, si no, dejémonos de hipocresías y quitemos de la Carta Magna eso de que todo español tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna). Al final, se trata de una elección política: en vez (o además, si se quiere) de garantizar mediante la famosa modificación del 135 el pago de la deuda pública, garanticemos la eficacia de los derechos que reconocemos (de boquilla) a los ciudadanos.

 Por último, he de añadir que crear en España un parque público de vivienda destinado a posibilitar el ejercicio efectivo del derecho reconocido en el artículo 47 CE (naturalmente, en alquiler) no me parece un disparate en términos de viabilidad económica. Al contrario, estoy casi seguro de que es perfectamente asumible dar satisfacción a la demanda previsible (tomando como referencia los porcentajes de renta familiar que propone Izquierda Unida) sin descalabrar las cuentas públicas, amén de que hay diversas formas complementarias para coadyuvar al mismo fin (entre ellas, por ejemplo, acuerdos "forzosos" con los grandes propietarios de viviendas vacías, entre los que el principal es el SAREB, que no deja de estar avalado por el dinero público). Lo escandaloso es que ni siquiera se ha planteado en serio hacer estos números para que se pueda discutir lo que significaría contribuir a hacer efectivo el derecho a la vivienda. A raíz de las tristes experiencias vividas durante los últimos años como consecuencia de la brutal ruptura del sueño inmobiliario, algunas comunidades autónomas han empezado a reflexionar y legislar sobre los problemas de fondo, si bien con poco éxito real dada la beligerante actitud del gobierno central del PP. Ahora, ante unas elecciones generales es la primera vez que yo recuerde que, al menos dos partidos de los cinco que he revisado, plantean propuestas dirigidas al meollo del asunto, que no es otro que el contenido real de este derecho constitucional. Los otros tres, sin embargo, se quedan en lo retórico. PP y Ciudadanos se limitan a medidas cosméticas para aparentar que les preocupan los desahucios, lo único que ha llegado a tocar la sensibilidad de los aborregados españoles; pero estoy convencido (mucho más con respecto al PP) que son meras concesiones obligadas para ganar votos, que no creen y ni quieren intervenir el "mercado libre" de la vivienda. El PSOE, por su parte, sigue en este tema en la misma crisis de identidad que ya le está durando demasiado: muchas declaraciones "buenistas" (incluso apuntando en la dirección correcta) pero ningún compromiso concreto. Y lo malo es que tienen en su contra que han dispuesto de bastantes legislaturas para avanzar en esa línea que proclaman de hacer efectivo el derecho a la vivienda y en cambio no han dado pasos significativos. Pues nada, así están las cosas; espero que este breve post sirva para ayudar a votar con un poco más de idea a alguno.

Rockeros adolescentes (italoamericanos) hoy olvidados

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Remontémonos a los tres o cuatro años finales de la década de los cincuenta, cuando en los Estados Unidos unos cuantos chavales jugaban a inventar una musiquilla muy rítmica y bastante elemental que sería el rock’n’roll. Canciones cortas de letras tontas, las más de las veces compuestas a toda velocidad por profesionales, dirigidas a adolescentes como ellos, sobre todo colegialas de los highschools que querían enamorarse y no tenían edad para angustiarse con la destrucción atómica del planeta. De esa época sobreviven aún los grandes nombres. Elvis, claro está, el más famoso, pero también Neil Sedaka, Paul Anka, Frankie Avalon, los Everly Brothers, Bobby Darin, Roy Orbison, Ricky Nelson, Ritchie Valens y también Cliff Richard, quien con Los Shadows popularizó este estilo en Gran Bretaña. Pero además de ellos, hubo muchos otros, la mayoría de corta carrera y de cuyos nombres hoy apenas queda recuerdo, aunque reconozcamos las canciones que en su día popularizaron. Mencionemos a tres de estos olvidados que tienen en común sus orígenes italianos.

 
The shape I'm in - Johnny Restivo (1959)

Johnny Restivo, ¿a alguien le suena este nombre? Con ese apellido queda claro que era de origen italiano; lo cierto es que nació en el Bronx el 13 de septiembre de 1943 y que, que yo sepa, sigue vivo a sus setenta y dos, probablemente en Florida, dedicado sobre todo a jugar al golf. Más de uno, sin embargo, reconocerá la canción que le catapultó –brevemente– a la fama; Johnny tenía quince añitos cuando, en 1959, grabó para Víctor RCA su primer single en cuya cara A sonaba ”The shape I’m in”. Buena aceptación (llegó al número 80 en la Billboard) e incluso fue nominada a los Grammy (se lo quitó Bobby Darin). De paso, ¿saben quién tocaba la guitarra en esa grabación? Un tal Jerry Landis, que no es otro que Paul Simon, entonces con dieciséis añitos, pero ya componiendo y haciendo pinitos musicales, tanto en solitario como con su amiguete Art Garfunkel (el duo por entonces se hacía llamar Tom&Jerry). Pero dejemos a Simon, que es una de las figuras señeras de la música popular reciente, para recuperar la memoria de nuestro olvidado Johnny. Naturalmente, como tantos otros, era un producto envasado por la discográfica para consumo de las escolares de los highschools estadounidenses; otro italoamericano, éste para las hijas de las mamás que adoraban a Sinatra. Y qué mono era y lo bien que quedaba fotografiado en ropa de baño, erotismo vintage para adolescentes. Lo suficiente para grabar algunos pocos temas más y, todavía un crío, embarcarse en giras por el extranjero. Primero a Australia, donde su ”The shape I’m in” había llegado al octavo puesto de las listas, y de allí a Chile, Argentina y Brasil, países en los que llegó a tener en esos primeros sesenta programas de televisión. Saltaría en 1963 a Sudáfrica y dos años después a Londres; más tarde a Israel, Italia, París, y así nos ponemos en 1967 y su vuelta a los USA: el chico ya tiene veinticuatro años y se ha pasado ocho dando tumbos por el mundo. Continuaría de trotamundos –sacando jugo suficiente de su éxito adolescente para ganarse la vida pero desde luego sin pintar nada en el panorama musical ni en la evolución del rock– hasta 1981 en que parece que montó una tienda de muebles. Entre tanto le había dado tiempo a casarse (y divorciarse) cuatro veces y engendrar tres retoños. Por cierto, la RCA española distribuyó en nuestro país cuatro sencillos del Restivo adolescente, en el 59 y en el 60 (abajo pongo las imágenes). Supongo que animarían los guateques de aquella época en una España gris pero con el régimen dispuesto a “modernizarse”; no lo sé, yo era un bebé.



 
Oh Julie - Sammy Salvo (1958)

Otro del que casi nadie habíamos oído hablar es Sammy Salvo, nacido en 1932 en Birmingham, Alabama, bajo el nombre de Salvatore Anselmo. Muy poco, casi nada, he conseguido averiguar de su vida. Ya habría acabado de largo la highschool cuando consiguió que Joe Rumore, el más prestigioso conductor de programas radiofónicos musicales locales, le emitiera dos de sus composiciones y, además, lo patrocinara en giras por el Estado. Rumore incluso le produjo un sencillo en el estudio de grabación que había montado en su tienda de discos de Birmingham. Calculo que sería hacia 1957 (Salvatore ya no era un adolescente aunque la música que hacía iba hacia ese mercado) cuando, también gracias a los contactos de Rumore, le hacen llegar una demo al gran Chet Atkins (quien ya por entonces era unánimemente admirado) y éste, al cabo de unos meses, lo llama a Nashville para que firme un contrato con la RCA. Así, durante el 58 y el 59 saldrían al mercado casi todos sus éxitos, incluyendo los dos que había grabado en Birmingham (Lonely dreamer y One little baby); pero el que más fama le dio e hizo que se le augurase una larga carrera fue el meloso Oh Julie que subo a este post. En fin, que el chico prometía y empezó a hacer giras por los estados sureños y a acumular su propio hatajo de admiradoras, una de las cuales –se llamaba Carol Park– debía ser tan insistente que hubo de dedicarle una canción cuyo título (Don’t cast your shell on me) parecía sugerirle que pasara de él; no obstante, en 1961 se casó con ella. En el 60 finaliza su contrato con la RCA y su estrella comienza a declinar. Aguantará unos años recorriendo Alabama como animador de fiestas locales hasta que, en los primeros años de su treintena, se convencería de que no le quedaba mucho que rascar en el music business. Así que con su hermano abrió un negocio para abastecer de carne a restaurantes. Fin de la historia.

 
I wonder why - Dion & The Belmonts (1958)

La tercera y última reseña de este post la dedico a Dion DiMucci y su grupo Dion & The Belmonts, otros italoamericanos, también del Bronx, como Restivo. El chico nació en 1939 y desde muy pequeño acompañaba a su padre Pasquale en sus actuaciones de vaudeville, así que las aficiones artísticas le venían desde siempre. Empezó a demostrar sus dotes, especialmente vocales, en las calles y pequeños clubes del barrio, y ya con solo quince años le hicieron grabar un primer sencillo con una banda de estudio que alcanzó cierto éxito local. Pero el chaval prefería juntarse con sus colegas, de modo que con otros tres italianos que vivían cerca de la avenida Belmont (conocida en esa época como la Little Italy del Bronx) formó una banda a la que denominaron, justamente, Dion and The Belmonts. El grupo se adscribe al estilo que se ha dado en llamar doo wop que, para que nos entendamos, corresponde a esas cancioncillas, casi siempre de corte romanticón, en que detrás de la voz principal hay otros haciendo dudús y uauás en distintos tonos vocales. Por lo visto, aunque la tontería había sido un invento de los negros –como casi todo en la música popular estadounidense– para la segunda mitad de los cincuenta tenía un considerable éxito entre los adolescentes blanquitos que se pasaban ensayando arreglos para ligar con las chavalas de los institutos. En fin, el caso es que Dion y sus amigos, después de algunos sencillos que pasaron sin pena ni gloria en 1957, fichan a principios del 58 por Laurie Records y graban el que sería su primer éxito, I wonder why, que llegaría al puesto 22 de la Billboard y les abriría el acceso a la televisión nacional. Luego unos cuantos hits más (No one knows,) y cada vez más populares, tanto que fueron invitados a participar en el tour Winter Dance Party por el Medio Oeste americano con los más grandes del momento: The Coasters, Buddy Holly, Bobby Darin, Ritchie Valens and The Big Bopper. Cuando el 2 de febrero Buddy Holly decidió alquilar una avioneta para volar hasta el próximo concierto, Dion no quiso pagar el precio y prefirió ir hasta Fargo por las heladas carreteras en el autobús escolar que estaban usando. Eran 36 dólares, la misma cantidad que pagaban sus padres con grandes esfuerzos por el alquiler de la casa familiar en el Bronx. Fuera por remordimientos o por tacañería, su negativa le salvó la vida porque al día siguiente el aeroplano se estrelló muriendo Buddy Hollie, Ritchie Valens y Big Bopper (el día que murió la música, como acuñó Don McLean en su conocida American Pie). La tragedia no impidió que Dion con sus Belmonts siguiera escalando puestos en las listas con sucesivos temas durante ese 1959: A teenager in love que llegó al 5º y Where or When que fue número 2. Pero en el 60 las cosas empezaron a torcerse: Dion tuvo que hospitalizarse para tratarse su adicción a la heroína que arrastraba desde adolescente y las diferencias económicas y musicales con los Belmonts se agudizaron. Parece que Dion quería tirar más hacia el rock y los otros, así como la discográfica, preferían seguir explotando los estándares vocales pop, que a nuestro chico ya empezaban a abirrirle. A partir de entonces, aunque Dion DiMucci ha prolongado su carrera prácticamente hasta la actualidad (su último álbum, Tank Full of Blues, es de 2012) nunca ha vuelto a la primera plana de la popularidad musical.

Brecha salarial

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El Instituto Nacional de Estadística (INE) realiza anualmente, siguiendo la metodología de Eurostat, la Encuesta de estructura salarial, a partir de cuyos resultados se obtiene el indicador “brecha salarial” que se define como la diferencia relativa de la media de salario/hora de hombres y mujeres dentro de la economía en su conjunto. Lo aclaro: se suman todos los salarios de los varones de la muestra y se dividen entre el número de horas trabajadas, y lo mismo se hace con la muestra de mujeres. Según los últimos datos disponibles, que corresponden al año 2013 (publicados el 24 de junio pasado), la ganancia media por hora fue de 15,87 euros para los varones y 13,21 € para las mujeres. Es decir, la brecha salarial en España se sitúa en el 83,24% (porcentaje del ingreso medio de las mujeres del de los varones) o, si se prefiere, las mujeres ganan un 16,76% menos que los hombres.

El lunes, en el patético cara a cara entre los candidatos del PSOE y PP, Pedro Sánchez le imputó a Rajoy que durante esta legislatura se ha producido un incremento de la desigualdad laboral en contra de las mujeres. Una de sus acusaciones fue que hoy las mujeres cobran un 24% menos que los hombres, como consecuencia de la reforma laboral del PP. El dato es cierto pero engañoso: en efecto, la ganancia bruta media anual en 2013 fue de 25.657,17 € para los hombres y de 19.514,58 € para las mujeres (un 24% menos éstas), pero es que las mujeres trabajaron en promedio durante 2013 un 9% menos de horas que los varones. Por tanto, si quería hablar en términos de “brecha salarial” debería haber dicho que la diferencia es del 17 y no del 24%, pero, claro está, como el slogan de ese bloque era que el PP va contra los derechos de la mujer, cuanto más alta fuera la cifra mejor.

Lo cierto es que la llamada brecha salarial ha aumentado en los últimos años; es decir, desde 2008 que son los primeros datos que ofrece el INE, la diferencia entre la ganancia media por hora de los varones y de las mujeres ha ido aumentando cada año, pasando de un 15,87% en 2009 a un 16,76% en 2013. Es verdad, por tanto, que Rajoy no ha conseguido reducir esa brecha, pero igual de cierto es que tampoco se hizo durante el gobierno de Zapatero. Es decir, si nos remitimos a las cifras que esgrimió tendenciosamente Sánchez, más o menos tan mal lo hizo el anterior gobierno socialista como el actual del PP. Por más que aquél aprobara la famosa Ley para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres (asunto sobre el que ya escribí en su día), ésta no tuvo ningún efecto real sobre la disminución de la desigualdad salarial entre sexos. En vez de airear las estadísticas demagógicamente (desde la impunidad de interpretarlas como a cada uno se le antoje ante la absoluta falta de rigor imperante), más valdría preguntarse por las causas reales de la situación actual (y de su agravamiento reciente) y sobre los mecanismos disponibles para corregirla. Porque, desde luego, que Pedro Sánchez se “comprometa” a aprobar una ley de igualdad salarial me parece un canto al sol, descaradamente electoralista y falto de la más mínima base.

Y es que, a mi modo de ver, en el asunto de la desigualdad salarial de la mujer hay que distinguir al menos dos aspectos. En primer lugar, la distribución de las categorías laborales entre mujeres y hombres. Sobre esto es difícil sacar conclusiones sólidas con los datos que presenta el INE (las variables ocupación que equivale a la categoría profesional y sector de actividad), porque la encuesta no aporta ni la proporción de mujeres trabajadoras en cada categoría o sector laboral ni el porcentaje de las horas de éstas sobre los respectivos totales. En todo caso, intuyo que la proporción de mujeres disminuye a medida que se asciende en la categoría laboral (menor porcentaje de directoras y gerentes que de trabajadoras no cualificadas en servicios, por irnos a los dos extremos en cuantías retributivas); también cabe que globalmente las mayores proporciones de mujeres se dan en sectores de actividad con ganancias medias en los rangos bajos. Si eso es así, aquí puede haber una fuente de discriminación laboral contra la mujer (si se confirma que hay obstáculos reales e independientes de la voluntad de las mujeres para dificultar su acceso paritario a los mejores puestos de trabajo), pero no cabe hablar propiamente de “brecha salarial”.

En sentido estricto, la “brecha salarial” es la que se denomina “ajustada” y que lo que expresa es la cuantía de la diferencia de los sueldos entre hombres y mujeres para los mismos puestos de trabajo. Esta brecha no se puede calcular a partir de los datos de la encuesta del INE, aunque los que aporta sí parecen indicar que efectivamente existe. Por ejemplo, en todas las categorías laborales (la variable que el INE denomina ocupación) hay una diferencia de ganancias medias absolutas (no lo sabemos por horas) en contra de la mujer. Además, puede comprobarse que, por regla general, esa brecha es mayor, por regla general, cuanto menor es el nivel retributivo de la categoría laboral o del sector de actividad. Pero –insisto– no sabemos con exactitud cuál es su cuantía; obviamente ha de ser menor que el 16,76% que es la diferencia que expresa la “brecha salarial no ajustada”. Aún así, como éste es el indicador que se maneja en las estadísticas europeas, es lícito suponer que hay una correlación entre las dos medidas de la brecha. Así, siendo el promedio europeo el 16,4%, la brecha en España es muy ligeramente superior. De hecho, es sorprendente ver el mapa de este indicador por países de la Unión Europea porque resulta que por encima de nosotros están, entre otros, Austria (23,4%), Alemania (22,4%), Reino Unido (19,1%) y Finlandia (19,4%) y yo habría apostado que cualquiera de ellos es bastante menos “machista” que nosotros y debería tener menores brechas salariales.

El segundo aspecto al que antes me refería de este asunto es si las diferencias de sueldo se producen en idénticos puestos de trabajo. Es decir, que en una misma empresa para un mismo puesto laboral, por término medio un hombre cobra más que una mujer en igualdad de condiciones relevantes (antigüedad en la empresa, nivel de formación, etc). He escuchado, aunque nunca con absoluta precisión, que esto es así y, aunque dada la insistencia he terminado por aceptar su veracidad, he de confesar que me cuesta creerlo. De entrada, en el sector público (sea Administración, empresas públicas, etc) no ocurre. De otra parte, en cualquier empresa privada de tamaño suficiente, dudo mucho que pase, básicamente porque tienen pactados los sueldos en convenios colectivos. Pero es que, sobre todo, se me hace difícil imaginar cómo se llevaría a cabo en la práctica esta discriminación. Pongamos que soy dueño de un bar y necesito un camarero y se presentan un chico y una chica: ¿le ofrezco menos a ésta? ¿acepto las pretensiones de él y no las de ella? Aún admitiendo que pueden existir comportamientos sexistas por parte de los empleadores a este nivel, se me hace muy difícil que sean de tal importancia como para generar diferencias significativas a nivel global del orden del 16%. En todo caso, me gustaría conocer estudios y casos prácticos en que se compruebe que efectivamente, dentro de una misma empresa, haya diferencias de sueldo entre hombres y mujeres para un mismo puesto de trabajo.

Ahora bien, aunque ponga un poco en duda este aspecto concreto de la brecha salarial, estoy convencido de la existencia real de una discriminación laboral en contra de las mujeres. Lo que pasa es que pienso que ésta discriminación (ciertamente machista) ha de “discriminarse” en sus diversas facetas constitutivas y analizar los componentes cuantitativos y cualitativos de cada una de ellas, así como sus causas y posibles mecanismos de corrección. A nada ayuda la burda simplificación de cifras globales (sin matizar) que meten todo en un mismo caso. Desde luego, me parece muy sencillo aprobar una Ley que prohíba que el sueldo de un determinado puesto de trabajo en una empresa no pueda variar según el sexo de quien lo ocupa (la verdad es que yo pensaba que, en las empresas en que eso ocurra, que la afectada podría denunciar el agravio con la actual legislación). Más difícil se me antoja lograr por Ley el acceso igualitario de las mujeres a los puestos de trabajo mejor remunerados.

Pirata investiga piratería

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Stephen Witt era un veinteañero en 1997, cuando empezó la universidad de Chicago y descubrió la piratería de archivos musicales (mp3) a través de internet. Cuando en 2005 se mudó a Nueva York acumulaba 1.500 gigabytes de música, aproximadamente unos 15.000 álbumes. Para poner en su justo valor estas cifras hay que tener en cuenta que durante esos ocho años, la velocidad de banda de internet era mucho menor que la actual y tampoco la oferta pirata estaba tan expandida como en la actualidad. Él conseguía los mp3 en canales de chat (IRC) y, posteriormente, a través de Napster o BitTorrent. Supongo, además, que serían la mayoría de 192 kb/seg (pesarían menos que el los actuales, predominantemente distribuidos a 320) pero, aún así, el chaval debería tener casi todo el día el ordenador de su dormitorio estudiantil conectado. Aclaro esto porque, hoy en día, haber descargado 1,5 teras de música no me parece suficiente para considerarse en la vanguardia de la piratería, que era lo que Witt pensaba de sí mismo (de hecho, mi colección de música digital probablemente ronde esa dimensión). En todo caso, no quiero que el hombre se sienta menospreciado en el remotísimo supuesto de que lea este post (do you understand spanish, Stephen?).

El caso es que, rememorando su alegre juventud, Witt piensa que pertenece a la que llama "generación pirata" que, en términos de edad, correspondería a los nacidos a partir de mediados de los setenta (los mayores de ellos, como él, están hoy iniciando su cuarentena). Lo que en su opinión les caracteriza es que nunca se han planteado comprar música. Desde que ésta les empezó a interesar, descubrieron que "simplemente, estaba ahí" y no había más que cogerla; entonces, ¿para qué ir a una tienda de discos? Si eso es así (y no veo descabellado que lo sea) se entiende el esfuerzo de la industria discográfica para intentar convencer de que la piratería es éticamente mala y que eres una mala persona si descargas algo con derechos de autor sin pasar por caja. Tales campañas no deben tener mucho éxito, a la vista de la proliferación del fenómeno y también del propio testimonio de este hombre que, en una entrevista, reconoce que siempre supo que era ilegal pero no tiene nada claro que sea inmoral. En todo caso, lo cierto es que, gracias a su afanosa actividad descargadora, Stepen se ha hecho con una discoteca que, si la hubiera pagado (por ejemplo a los precios medios de Amazon o iTunes Store, le habría costado del orden de 150.000 euros, cantidad que probablemente supera los ingresos que pudiera haber tenido durante todos sus años universitarios.

Pero hay otra nota que Witt atribuye a los piratas compulsivos cuando reflexiona sobre las motivaciones que lo llevaban a descargar tanta música. Dice que lo que realmente le impulsaba –aunque no era consciente de ello– era el deseo de pertenecer a una élite, a un grupo exclusivo formado por los poseedores de una ingente cantidad de canciones. De hecho, reconoce que no ha oído toda la música que guarda en sus discos duros y que ni siquiera está seguro de saber lo que tiene. La verdad es que, con matices, algo de eso me ocurre a mí. La exuberante disponibilidad que ofrece Internet se convierte en una tentación para acumular archivos (en mi caso música y libros) pese a que es probable que –sobre todo los libros– no llegues a tener tiempo de leerlos. Cuando me paro a pensarlo, me digo que estoy guardando para el futuro, por si acaso, pero sé que me estoy engañando. Aún así, yo al menos escucho todos los días música y además me entretengo (ya lo he contado en algún post) ordenando mi discoteca y, de paso, aprendiendo cosas sobre los músicos y estilos que me gustan. Pero sí, hay mucho de cierto en lo que apunta Witt; va a resultar que la Red fomenta la variante digital del sindrome de Diógenes, aunque con la ventaja de que lo que se acumula ocupa muy poquito espacio físico (imagínense el que requieren 15.000 CDs o, peor todavía, vinilos. El otro día vi un reportaje sobre Gladys Palmera, una coleccionista de música latina, que tiene unos cincuenta mil vinilos y es impresionante lo que ocupan).

La cosa es que a este hombre, un día que andaba entreteniéndose con su enorme colección de música digital, le asaltó una duda: ¿de dónde provenían todos esos archivos que se había bajado de la Red? Tratando de responderse, comprobó que había muy poca información al respecto, que casi nada se sabía sobre las personas que había detrás de la piratería. Así que empezó a investigar por su cuenta y a averiguar hechos que le sorprendieron. Por ejemplo, él pensaba (y yo también) que la abundancia de archivos musicales en Internet tenía su origen en una multitud de personas dispersas a lo largo del mundo que, de modo individual, ripeaban sus CD y los subían. Eso era así, en efecto, pero lo cierto es que, según descubrió, la mayoría de los primeros archivos de cada disco (o de cada canción) que se subían –y que luego eran clonados repetidas veces y en diferentes servidores por esa multitud de usuarios individuales– provenían de muy pocas fuentes y éstas, además, eran grupos organizados (y obviamente clandestinos). Witt dedicó unos cuantos años a viajar incansablemente, escudriñar en multitud de fuentes (incluyendo, por supuesto las policiales) y a entrevistar a personajes apenas conocidos pero que han jugado papeles fundamentales en el proceso que durante los últimos veinte años (digamos que el origen puede marcarse con la puesta en servicio de los mp3, en tanto sistema de compresión de audio que facilitó extraordinariamente la difusión de archivos a través la Red) ha afectado, en íntima interrelación, a la industria musical y a la piratería internáutica.

El resultado es un libro –How music got free– publicado por Penguin en junio de este año. En él, Witt va presentándonos, en ameno estilo periodístico y orden cronológico, las diversas escenas y personajes que fueron jalonando este proceso del cual todos hemos oído hablar pero que no conocemos con suficiente nitidez (entre otras cosas, porque por su propia naturaleza, se ha desarrollado en ámbitos opacos a los medios, tanto si los protagonistas eran "piratas", como capitostes de la industria o investigadores policiales). Así, pasean por sus páginas nombres como el de Karlheinz Brandenburg, un ingeniero eléctrico y matemático bávaro que, al frente de un equipo de jóvenes algo excéntricos, desarrolló los algoritmos de compresión de los mp3; el de Doug Morris, un alto ejecutivo de la industria (fue presidente de MCA y actualmente lo es de Sony Music), que fue el primero entre sus colegas que afrontó creativamente la reacción del negocio frente a la piratería; y los de los propios "piratas", entre los que destaca un tal Dell Glover, trabajador de una fábrica de CDs en Carolina del Norte que se dedicó durante unos cuantos años a robar copias para ripearlas y facilitarlas a un grupo organizado de uploaders que, desde California, los subían a la Red antes incluso del lanzamiento comercial del nuevo disco. En fin, que la lectura me está interesando (voy como por la mitad) y, aunque no desvela sorpresas tan espectaculares como promete en la introducción, sí resulta bastante instructiva. De más está decir que el ejemplar electrónico que estoy leyendo es pirata (supongo que Stephen lo entiende).

Votos a la basura

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Las elecciones del domingo, como siempre, han vuelto a poner de manifiesto las deficiencias de la ley electoral en cuanto a proporcionalidad, las diferencias en el valor de los votos, que –según la Comisión de Venecia– deberían ser lo menores posibles. Ha habido casi veinticinco millones de votos útiles (24.935.064) en base a los que debían distribuirse 350 escaños del Congreso; así pues, en perfecta proporcionalidad, el "coste" de cada escaño habría debido ser de 71.243 votos. Sin embargo, gracias a la circunscripción provincial (y, en menor medida, a la Ley D'Hont y a la barrera electoral), estos costes han sido excesivamente variables entre partidos: desde 50.264 y 58.663 votos para el PNV y el PP, hasta 109.234 y 461.553 para Bildu e Izquierda Unida. De las diez formaciones políticas que han accedido al Congreso (por cierto, el mismo número que había hasta ahora: no vayan a creer que ha aumentado la "diversidad"), cuatro de ellas están sobre-representadas (PNV, PP, PSOE y Esquerra), otras cuatro sub-representadas (IU, Bildu, Ciudadanos y Coalición Canaria) y sólo dos más o menos en un margen admisible de proporcionalidad que he fijado en ±5% (Democracia y Llibertat y Podemos). Desde luego, un sistema electoral manifiestamente mejorable.

Uno de los efectos más perversos, a mi juicio, de las limitaciones a la proporcionalidad del sistema electoral vigente, es que muchísimos votos no es que valgan menos que otros sino que no valen nada. Todos aquéllos que hayáis votado a una formación política que no haya obtenido escaño por vuestra provincia habéis tirado la papeleta a la basura. Gran parte de quienes hemos hecho esto, lo sabíamos de antemano porque, gracias a las encuestas, sabíamos que nuestra opción tenía casi nulas probabilidades de alcanzar un escaño en nuestra circunscripción. Esto significa, obviamente, que un porcentaje indeterminado pero sin dudad nada despreciable de quienes habrían votado por esa opción, ante el alto riesgo de que su voto fuera despreciado, han preferido cambiarlo a otro partido con más posibilidades. No es aventurado suponer que las formaciones políticas con mayor número de "votos inútiles" habrían recibido bastantes más sufragios si los electores supieran que las probabilidades de que sus votos no iba a contar fueran mucho menores; en otras palabras, si nos garantizaran que el sistema fuese suficientemente proporcional.

¿Creéis que exagero? ¿Sabéis cuántos votos no han contado a la hora de asignar escaños en el Congreso? Este dato no suele aparecer en los periódicos y calcularlo es bastante farragoso. Provincia a provincia (cincuenta más las dos ciudades autónomas) hay que sumar los votos recibidos por todas las formaciones que, en cada una de ellas, no han obtenido escaño. Así se construye la tabla que adjunto a continuación, en la que he recogido el número de votos válidos, los que han obtenido los partidos que alcanzan representación por la provincia correspondiente, los de los que no la alcanzan y el porcentaje de estos últimos sobre los votos válidos. Como puede comprobarse en la última fila, casi tres millones de españoles tiraron sus papeletas a la basura, un 11,74% de votos válidos no valieron para nada. Nótese que cuanto más pequeña es la provincia, mayor es el porcentaje de votos inútiles, lo cual es totalmente congruente con la lógica del sistema.

Por cierto, del análisis por circunscripciones se comprueba otra distorsión del sistema electoral: el número de escaños asignado no es proporcional en muchas de ellas. En pura aritmética, por cada casi cien mil habitantes con derecho a voto debería atribuirse un escaño. Sin embargo, las provincias menos pobladas tienen más escaños de los que les corresponden en detrimento de las más populosas. Madrid y Barcelona envían 36 y 31 diputados a las Cortes cuando proporcionalmente deberían ser 40 y 47. Estas divergencias contribuyen también a aumentar la desigualdad del valor del voto (además de, en estas elecciones, favorecer al Partido Popular): el voto de un madrileño, a priori, vale menos de un tercio que el de un soriano, por ejemplo.

Por supuesto, el mayor número de papeletas en esa papelera electoral son de Izquierda Unida. 733.859 españoles eligieron a esta formación pero su voto no se tuvo en cuenta por residir en donde residían. De hecho, los dos escaños que han obtenido provienen de Madrid, la única provincia en la que las 189.265 papeletas a este grupo político sí se contaron. Tiene que dar rabia que el 80% de los votos que has recibido no valgan para nada.

Estas descaradas desigualdades se resolverían (o, al menos, se reducirían a márgenes aceptables) cargándose la circunscripción electoral que además, a mi juicio, no tiene ninguna justificación. Si las elecciones son al Congreso, deberían sumarse todos los votos de cada formación política, con independencia de donde resida el votante. Naturalmente, los candidatos no se presentarían por ninguna provincia, porque no van a legislar asuntos territoriales sino del conjunto del Estado. En la siguiente tabla he asignado a cada partido el número de escaños que le habrían correspondido en proporción al porcentaje de votos obtenido respecto del total de válidos (como he redondeado los porcentajes para asignar escaños, sobran tres que los he atribuido a aquellos partidos con los decimales más altos). Como puede comprobarse, los pérdidas más significativas de escaños van a los dos ganadores (PP y PSOE), mientras que el que más incrementa es, por supuesto, Izquierda Unida (que pasa de 2 a 13) y, en menor medida, Ciudadanos y Podemos. De otra parte, entran en el Congreso hasta seis formaciones políticas, entre ellas UPyD y Uniò (y con tres diputados el partido animalista, algo que me sorprende). En cuanto a los excluidos, representarían 130.720 votos, apenas el 0,5% del total de votos útiles; un porcentaje muy aceptable en cuanto a la calidad representativa del sistema y muy alejado del 11,74% actual.

Quienes no quieren aumentar la proporcionalidad del sistema electoral suelen argumentar que favorecer las mayorías es bueno para la estabilidad del gobierno. Tienen razón: cuánta más representación hay de los votantes en un parlamento, más diversidad de opiniones y, por lo tanto, mayor dificultad para alcanzar acuerdos. Pero es que eso es algo inherente a la democracia; de hecho, el paradigma de la estabilidad es un régimen dictatorial. Vale, me dicen, sin llegar a tanto, hay que corregir los “excesos” democráticos. En todo caso, los resultados de este domingo, con un sistema electoral marcadamente sesgado para favorecer las mayorías, no ha valido para garantizar esa ansiada estabilidad. De hecho, si los escaños se hubieran asignado con justa proporcionalidad, la situación no habría empeorado mucho; las dificultades para formar gobierno y luego para gobernar serían muy parecidas. Eso sí, habría una diferencia: que sería más notorio el hecho de que hay clara mayoría de votantes a la izquierda que hacia la derecha.

En resumen, que estaría bien que, de una vez, alguno de los partidos emergentes condicione su apoyo al tradicional correspondiente a que modifique por fin la ley electoral para que sea lo más proporcional posible (y eso pasa ineludiblemente por ir a circunscripción única). Naturalmente, ni al PP ni al PSOE les gustará la idea ¬–no en vano vienen siendo siempre favorecidos por el sistema–, pero a lo mejor es éste el momento en que no les quede más remedio que aceptar (más se resistirá el PP, cuya reforma, con el karma de la lista más votada, va justamente en la dirección contraria). Y ya puestos, se me ocurre proponer que estaría muy bien que el número de escaños se calculase en función del censo de votantes y no de los votos útiles. La representatividad seguiría siendo estrictamente proporcional pero se reduciría el número de escaños en función de la abstención. Con los resultados del domingo, el Congreso quedaría conformado por 250 diputados; cien que nos ahorramos, tampoco se va a ver mermada la eficacia legislativa.

Vida laboral

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Empecé a trabajar a los veintiún años, en 1981. Antes, desde la mitad de la carrera, había currado como delineante en estudios de arquitectura, pero el dinero que ganaba no me bastaba para mantenerme sino para complementar la estricta asignación que me enviaban mis padres, limitada a los costes de comida y alojamiento. Mi primer empleo me lo dieron en una fundación subvencionada por el entonces MOPU que se dedicaba a asuntos de ecología. Las oficinas estaban muy cerca de Cuatro Caminos y hasta allí iba todos los días desde la casa familiar en el antiguo P-24. Ese mismo año me concedieron una beca para un curso de especialización en rehabilitación urbana, financiado por el mismo Ministerio. Echando cálculos de lo que pude ingresar en ese primer año me sale del orden de unos 18.000 euros de hoy (convertidas las pesetas y actualizada la cantidad según el IPC gracias al INE). No estaba nada mal para un jovencillo recién titulado; suficiente para hacer planes independentistas y, como primera medida, con lo que me quedaba tras la obligatoria contribución a los gastos familiares, embarcarme en la compra (firmando letras a tres años) de mi primer coche propio, un R5 amarillo que fue siniestro total algunos años después. Si se comparan mis inicios laborales con los de las actuales generaciones es incuestionable que hace tres décadas y media, a pesar de que entonces también estábamos en una crisis (la del petróleo, que en España se presentó retardada), la situación para los universitarios que buscaban trabajo era bastante mejor que la de hoy. El paro preocupaba sobremanera (recuérdese que fue el principal activo de la victoria de Felipe González en 1982) pero estaba en el 13,5%, en torno a la mitad de lo que nos hemos acostumbrado en los últimos años. Y en cuanto al sueldo, el mío no era por aquel entonces ninguna maravilla pero estaba mucho mejor que los que se pagan actualmente a los titulados en su primer empleo, cuya media no alcanza los mil euros mensuales.

A partir del 82, gracias a quien fue profesora mía en el curso de postgrado, empecé a trabajar en el Plan General de Colmenar Viejo, primero como un colaborador más con cometido específico (el catálogo de protección arquitectónica) y, poco a poco, asumiendo más responsabilidades hasta ocuparme de la dirección del documento. De esa manera, por azar y sin que en absoluto fuera una decisión consciente, me metí en el urbanismo, campo en el que he estado toda mi vida profesional. Como es normal, fui conociendo a otros compañeros y así colaborando en varios proyectos, tanto en la provincia de Madrid como en otras localidades españolas. Nunca durante esos primeros años de ejercicio tuve un contrato laboral; trabajaba por mi cuenta, aunque no recuerdo que me hubiera dado de alta de autónomo y, por tanto, carecía de seguridad social. De otra parte, tampoco recuerdo haber hecho al principio declaración sobre la renta. Vaya en mi descargo que el IRPF era de reciente implantación (durante el franquismo apenas existía la imposición directa) y todavía no estaba tan universalmente asumido como años después (En 1985 se presentaron unas 7.000 declaraciones; cantidades ridículas para las más de diecinueve millones de la actualidad). Mis ingresos no eran regulares ni desde luego cuantiosos, pero sí suficientes para cubrir mis necesidades y expectativas. Al fin y al cabo, a esa edad ni unas ni otras eran desmesuradas. La más importante, que satisfice a los veintitrés años, ser autosuficiente; las restantes, que se iban ajustando al variable presupuesto, tener algo de dinero para el ocio, del que por esos años Madrid ofrecía de sobra y que complementaba con cuantas escapadas podía permitirme. Lo cierto es que curraba muchas horas, siempre presionado por fechas de entrega inminentes; pero también lo es que me lo pasaba muy bien, sin preocuparme apenas por los ingresos futuros.

En el verano de 1986 me trasladé al Sur de Tenerife, aceptando la oferta de un amigo de mi padre que había montado una empresa inmobiliaria en una urbanización turística incipiente de la esquina más remota de la Isla. Se suponía que iba a tener la oportunidad de proyectar muchos hoteles y otros edificios, adquirir gran experiencia en construcción y, por añadidura, forrarme. Las cosas no fueron tan de cuento de hadas, claro. De entrada, este hombre ya tenía un socio y un estudio de arquitectos de Las Palmas trabajando en sus proyectos. Éstos no me recibieron con los brazos abiertos precisamente. Como yo era el que residía en el lugar, me convirtieron poco menos que en el encargado de la oficina y de los asuntos de trámite, pero dejándome muy poco juego en las tareas propiamente arquitectónicas. Visto con perspectiva, no me cuesta entender que no confiaran en un chaval sin experiencia, aunque tampoco pusieron el menor empeño en que la adquiriese. Para colmo, el "líder" de ese estudio era un independentista convencido que no cesaba de hacerme notar mi condición de "godo", representante del colonialismo opresor español. Así que no, ese mi primer año canario no fue como me habían prometido, ni tampoco en el aspecto económico. La empresa me facilitó un coche y una casa (un chaletito con magníficas vistas a La Gomera) pero ni me contrató ni me pagó ningún dinero. Se suponía que mis ingresos provendrían del reparto de los honorarios profesionales que cobrara el estudio de arquitectos en el cual estaba "integrado"; sólo una vez me tocó algo y ya no recuerdo la cantidad, pero no fue gran cosa. No obstante yo seguía trabajando (poco) y tratando de ser útil como, por ejemplo, aprovechando mi experiencia urbanística para proponer al ayuntamiento de la localidad algunas modificaciones al desastroso planeamiento con que contaban. Hacia junio del 87, apareció entre nosotros un empleado del capitalista valenciano que era el que ponía el dinero para que el amigo de mi padre hiciera los negocios inmobiliarios. Era un tipo de mi edad y enseguida conectamos. Resultaba que las cuentas no estaban nada claras y le habían encargado enterarse de lo que pasaba. En muy pocos días empezaron a aflorar asuntos de lo más turbio y hasta tuvo que intervenir la Guardia Civil. El amigo de mi padre desapareció de la Isla sin siquiera despedirse, todo el tinglado se desmoronó y yo me quedé colgado, sin casa, sin coche y sin dinero. El saldo final de la aventura fue menos doscientas mil pesetas, los ahorros que me había traído de Madrid y que ya no existían.

Pues nada, me dije, habrá que volverse y retomar mi vida anterior. Pero justo entonces, en los últimos días que me dejaron dormir en la que había sido mi casa, vino de vacaciones Paco, un amigo de Madrid que llevaba unos añitos intentando conseguir trabajos en la capital sin demasiada fortuna. El caso es que me convenció de que probáramos a buscarnos la vida en la Isla, mudándonos, eso sí, a Santa Cruz. Entre los dos juntamos algunas perras (yo gracias a préstamos) con las que compramos un coche de segunda mano y pagamos el primer mes y la fianza de un apartamento. Gracias a otro amigo madrileño, conseguimos entrar como tasadores del Banco Exterior (desaparecido ya hace mucho) y los primeros meses sobrevivimos recorriendo la Isla para visitar viviendas diseminadas en toda su geografía, hacer los pertinentes informes de valoración para hipotecas y cobrando cada uno a precios irrisorios. Pero poco a poco, a través de contactos, fuimos conociendo gente y empezaron a salirnos algunos proyectos modestos. En unos meses nos atrevimos a alquilar un pequeño piso para acondicionarlo como estudio de arquitectura, y un año después nos cambiamos a otro algo más grande. Hacia principios de 1989 nos entraban encargos con cierta regularidad y empezábamos a disfrutar de una situación económica más o menos desahogada (no se crea que me estaba forrando, pero sí había recuperado el nivel de ingresos de los últimos años madrileños). Tanto era así que por esas fechas, con una ayuda de mis padres para pagar la entrada, adquirí un apartamento aterrazado en una urbanización a unos diez kilómetros de Santa Cruz. ¡Mi primera propiedad inmobiliaria aún sin haber cumplido treinta años! Símbolo perfecto de mi incorporación al sistema. Tenía unos 60 m2 con una magnífica terraza hacia el mar y me costó un millón y medio de pesetas (apenas 20.000 € actualizados a fecha de hoy). No cabe duda de que tuvimos suerte para, siendo absolutamente ajenos al mundo chicharrero, conseguir salir adelante. Desde luego, estábamos dispuestos a currar lo que fuera necesario y no éramos malos profesionales, pero el factor más importante fue que en esos años había abundante trabajo de arquitectura en la Isla, lo que permitía que hasta unos recién llegados pudieran coger lo que los ya asentados despreciaban (de hecho, nuestro primer proyecto –una vivienda unifamiliar en un pueblo costero– nos lo pasó uno de esos arquitectos porque le venía pequeño).

Tampoco los encargos de urbanismo eran muy codiciados por los profesionales sobrecargados de trabajo y, en esa materia, yo podía presentar un currículo aceptable para optar a concursos de los ayuntamientos. Conseguimos la redacción de las Normas Subsidiarias (figura ya inexistente) de un municipio de cierta entidad a la escala insular, lo que significó introducirnos en el entorno de la administración pública e ir conociendo a personajes de la política. Ese encargo también supuso el inicio de una cierta división en el estudio: dado que era yo el que más sabía de urbanismo me tocó ocuparme de esas tareas, dejando más de lado, inevitablemente, los proyectos de arquitectura. Aunque no fue una renuncia radical –ni tampoco voluntaria–, lo cierto es que empecé a darme cuenta de que era muy difícil moverme en los dos ámbitos profesionales. Además, a mediados de 1988, había entrado a trabajar como arquitecto municipal en Adeje, un municipio turístico del Sur y tres días a la semana me hacía más de doscientos kilómetros entre la ida y la vuelta. En las elecciones de 1987 había ganado el PSOE, pero empatado a concejales con los insularistas de ATI, un partido que se había formado a partir de la descomposición de la UCD en Tenerife. El nuevo alcalde pronto se dio cuenta de que había demasiados trapos sucios en el Ayuntamiento y también, obviamente, en la Oficina Técnica, por lo que necesitaba alguien de confianza que pudiera ponerla en orden. En esos tiempos yo andaba en muy buenas relaciones con gente influyente en el PSOE así que me encontré con la propuesta y la acepté. Lo que no me advirtieron es que tenía que andarme con mucho cuidado porque el único concejal del CDS –cuyo voto le daba el gobierno a los socialistas y como pago había pedido urbanismo– también tenía montados sus chanchullos particulares y había que procurar no ponerlo nervioso. En fin, que mis ganas de hacer bien las cosas unidas a un exceso de inocencia, hicieron que durara poco más de un año; hube de dimitir cuando comprendí que mi permanencia hacía peligrar el gobierno municipal. Aún así, creo que me dio tiempo a reorganizar la oficina e iniciar un proceso de revisión del planeamiento municipal que, pasados más de veinticinco años, todavía no ha culminado. En todo caso, fue una experiencia sumamente instructiva que recomiendo a cualquier arquitecto interesado en el urbanismo. Y además, me permitió conocer a Enrique, un ingeniero del Cabildo de Tenerife que ha sido uno de los profesionales de quienes más he aprendido.

Fue Enrique quien, pocos meses después de salir de Adeje, me llamó para una entrevista en el Cabildo porque necesitaban a alguien para coordinar y dirigir desde la Institución los trabajos del Plan Insular de Ordenación que se había encargado a un estudio de arquitectos de Barcelona. Así, a finales del 90 entré en el Cabildo, donde permanecí hasta mayo de 2008, primero con carácter interino y desde 2000 como funcionario de carrera, tras aprobar la correspondiente oposición. Mi trabajo en el Cabildo durante la última década del pasado siglo fue enormemente atractivo y puedo considerar esa etapa la más productiva y creativa de mi vida profesional. En cambio, los años siguientes, con otro presidente que despreciaba la planificación, se caracterizaron como un proceso continuado de degradación y desilusión. Supongo que a los factores externos, más o menos objetivos, ha de sumársele mi propia evolución personal. La primera etapa se corresponde con mi treintena, cuando probablemente estaba en el máximo de mi energía. Vivía en pareja, nos habíamos comprado un buen piso (en realidad, eran dos que unimos) y, además de cumplir con mi trabajo en la administración pública, seguía recibiendo encargos como profesional autónomo, en el estudio compartido con Paco durante unos años y luego en el despacho que me monté en casa. He revisado mis archivos contables de esa época y compruebo que ingresaba bastante dinero, con tendencia creciente casi todos los años. Sumando las rentas de mi mujer, teníamos una situación más que desahogada que nos permitía ahorrar (por entonces empecé a aportar a planes de pensiones) y liquidar el préstamo hipotecario de nuestra vivienda en la mitad del plazo pactado. A partir de mi cuarentena (ya con la hipoteca pagada) empecé a reducir los trabajos externos, un poco por cansancio pero también porque mi nueva situación funcionarial y el endurecimiento de las incompatibilidades lo dificultaba bastante. Así que mis ingresos se van reduciendo, pero aún así, con la progresiva actualización de los sueldos y el ascenso de mi nivel en la administración, eran más que generosos, sobre todo si los comparamos con la situación de los salarios hoy en día. Para hacerse una idea, mis ingresos brutos en 2007 eran de casi 50.000 € anuales que actualizados a fecha de hoy son algo más de 62.000. No está nada mal, máxime cuando el nivel de exigencia en la administración está muy por debajo del que se vive en la empresa privada.

En la primavera de 2008, Chiqui, un querido amigo con el que colaboraba desde hacía años en distintos proyectos, me contó que le habían pedido que su empresa llevara la dirección y coordinación del Plan General de La Laguna, que se había encargado –en original intento de acortar los habitualmente larguísimos plazos de redacción del planeamiento urbanístico– a cinco equipos profesionales, cada uno a cargo de una parte del municipio. Me propuso entrar con él y, como ya estaba harto de la degradación cabildera, acepté y pedí la excedencia. De este modo comencé la última etapa hasta ahora de mi vida laboral en el ámbito de la empresa privada aunque, ciertamente, trabajando para el sector público. Los dos primeros años fueron estimulantes, como siempre ocurre cuando inicias un nuevo trabajo. Además, todos los que estábamos en el proyecto, tanto profesionales libres como los participantes desde el Ayuntamiento, rebosábamos ilusión y ganas de hacer algo innovador y útil. De otra parte, las condiciones económicas, aunque no habían sido mi principal motivación, eran más que aceptable: más ingresos que en el Cabildo y una responsabilidad limitada pues, en última instancia, mi papel era el de director de los trabajos, no el encargado de ejecutarlos. Pero las cosas empezaron a complicarse a partir de la finalización del periodo de información pública del Avance. El que hasta entonces era concejal de urbanismo pasó a ocupar la alcaldía y convirtió la aprobación del Plan en su principal argumento político, lo que se tradujo en fortísimas presiones. Se prescindió de dos de los equipos profesionales y, si bien nuestro papel seguía siendo el mismo, hubimos de implicarnos mucho más en la redacción. El trágico punto de inflexión fue la muerte de Chiqui en 2010, a causa de un fulminante cáncer de pulmón; él, con su prestigio y autoridad moral, había mantenido el necesario equilibrio entre los muchos que estábamos implicados. También por esas fechas, venció nuestro contrato original y el nuevo que se hizo (ya estábamos en crisis) fue bastante menos generoso, lo que supuso una sensible reducción de mis ingresos. De ahí en adelante, la situación no hizo sino empeorar. En 2011 hubimos de asumir directamente la redacción, sometidos cada vez a más presiones que llegaron a límites asfixiantes, impidiendo cualquier atisbo de satisfacción por el trabajo (ello no significa, no obstante, que no viviera experiencias muy positivas). Para colmo, las exigencias no cesaban, lo que implicaba mayores gastos (siempre sobre presupuestos cerrados) que en bastantes ocasiones pusieron la empresa al borde de la quiebra; en esas condiciones, dada mi condición de socio, tuve que dejar de cobrar en bastantes fases con lo que mis ingresos siguieron bajando aceleradamente. Por fin, a mediados de 2014 se produjo el segundo documento de aprobación inicial (lleno de concesiones incongruentes a las plataformas ciudadanas soliviantadas por algunos oportunistas que, en las últimas elecciones, han entrado en el Ayuntamiento) y exhaustos y arruinados conseguimos una rescisión por mutuo acuerdo del contrato, cortando de raíz la sangría económica y anímica.

Antes de esa fecha, urgidos por la necesidad de mantener la empresa, nos embarcamos en otros trabajos menores de planeamiento (comparados con el del Plan General de La Laguna). Profesionalmente, nos permitieron aplicar la metodología que habíamos construido en otros escenarios pero en lo económico tampoco dieron resultados rentables (los precios del urbanismo habían caído a niveles ridículos). La última aventura que me tocó fue ocuparme de la dirección técnica de unos planes de modernización y renovación de los ámbitos turísticos del Sur de la Isla, que llevaba a cabo, por encargo del Gobierno de Canarias, una empresa pública. Ha sido una experiencia enormemente instructiva que no sólo me ha permitido conocer la realidad de un entorno turístico y su compleja economía (pese a vivir una isla turística, la gran mayoría de los tinerfeños viven de espaldas al fenómeno, aceptándolo a regañadientes como un mal necesario), sino también pasar de la escala necesariamente general y algo abstracta de los PGO, a asuntos mucho más concretos; en cierta medida, bajar a un plano intermedio entre la arquitectura y el urbanismo. La mayoría de estos planes fueron aprobados a toda prisa justo antes de las pasadas elecciones autonómicas (era un compromiso político del anterior Presidente), pero uno de ellos, sin duda el más importante, quedó pendiente. Así que, durante el segundo semestre de este 2015 que ya se acaba, hube de integrarme en la empresa pública para tratar de culminarlo. Sin embargo, la promesa de poner urgentemente a mi disposición un mínimo equipo de profesionales no se cumplió hasta la segunda semana de diciembre (causas burocráticas), de modo que a la fecha, con mi contrato ya vencido, el Plan sigue sin estar acabado.

Cuando acepté este último contrato, tenía ya casi decidido reincorporarme al Cabildo y los acontecimientos del último semestre no han servido sino para convencerme definitivamente. Las razones son múltiples y algunas ni siquiera se pueden decir; las resumiré en dos. La primera es que estoy cansado, creo que me conviene reducir la intensidad laboral de los últimos años (llevo dos sin vacaciones y trabajando una media de sesenta horas semanales), aunque eso signifique ir contra mi tendencia a meterme en cuantos fregados tenga al alcance. Bueno, pues será una cura de humildad, pasar a segunda línea y sacar tiempo para confeccionar el manual de urbanismo que llevo desde hace mucho diciéndome que he de escribir. La segunda, para nada despreciable, es que en la calle hace mucho frío y, por mucho que se vanaglorien los del PP, el futuro inmediato no se avista muy prometedor, al menos en mi oficio. Esta mañana, mientras cerraba las cuentas del año, comprobaba que mis ingresos han sido un 25% inferiores a los que obtendré en el Cabildo con muchas menos horas de dedicación (más o menos el 55%). Confieso que me queda un cierto regusto amargo de rendición, de haber abandonado, pero hay que ser realista. También siento que me aprovecho de un estatus, el de funcionario, que con la que está cayendo en el país, es casi insultante; pero me consuelo diciéndome que no se me puede achacar no haber trabajado bastante durante los últimos treinta y cinco años; vamos que me lo merezco. En todo caso, abro una nueva etapa (aunque sea una reposición) en mi vida laboral, probablemente la última. A ver qué da de sí.

2015 ha muerto: Viva 2016

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Me apresto a escribir mi último post del año, el que llevo publicando desde que inicié este blog, aunque no tengo ninguna gana. De hecho, este año no me ha apetecido en absoluto felicitar las fiestas. No es que esté cabreado con el mundo, simplemente desganado, con una sensación de laxitud, como si me tocara pasar por una fase de descompresión para iniciar, a partir de la semana próxima, un nuevo ritmo de vida. Pero me pongo a ello para llegar al número redondo de diez posts de fin de año y, alcanzada esta cifra tonta, me autorizo a romper la tradición en 2016. Así que, como primera medida, deseo a quienes por aquí se pasan que el año que está a punto de entrar les sea propicio, más feliz que el que acaba pero tampoco en exceso, no vaya a ser que se emboten.

Y dada mi apatía, con lo escrito debería bastar, pero para que hacerlo un poco más largo he releído el publicado hace 365 días para verificar cuanto de acertadas resultaron mis previsiones de entonces. Desde luego, lo primero que hay que decir es que 2015 para mí ha mantenido la ligera tendencia a la recuperación desde el funesto 2013; tampoco es para soltar cohetes pero sí, mis circunstancias han mejorado. Preveía que hacia mediados de año tenía que adoptar una decisión de cambio radical, especialmente en lo referente a mi vida laboral. La decisión ciertamente la tomé por esas fechas, pero postergando su entrada en vigor hasta el inicio del 2016 y aceptando una prórroga a plazo fijo para el segundo semestre que ya se acaba. Como ya lo he contado en el post de hace dos días, sobran más palabras.

Tanto en lo afectivo como en la salud, el diagnóstico es aceptable, quizá añadiendo –como me dijo el médico hace unas semanas tras ver mis análisis– "para mi edad". Es decir, con los achaques inevitables del paso del tiempo que a veces llevo con serenidad tolerante y a veces no. En todo caso, en términos generales, me siento anímicamente sosegado, como si estuviera aprendiendo –por fin– a aceptar lo que no podemos cambiar (que no es igual a resignarse). Pero en el ámbito de las relaciones personales sí he apuntar que he vivido la desagradable situación de ganarme un enemigo. Es algo que pocas veces me ha ocurrido en mi vida y nunca, creo, con tanta inquina. Tengo la conciencia tranquila porque en ningún momento he pretendido hacer daño a esta persona y, aunque su resentimiento está motivado por algo que hice, nace básicamente de él mismo. En fin, el tiempo lo cura todo.

Quizá una objeción al año que se va es que he viajado muy poco, puede que el que menos en mi vida adulta. Este déficit me gustaría corregirlo en 2016, aunque vuelva a ser funcionario y, por tanto, sometido a horarios. Pero, paradójicamente, cuando eres tu propio jefe viajas menos, porque te falta mucho más el tiempo. En todo caso, una novedad importante del pasado año que en cierto modo ha compensado la escasa movilidad hacia al exterior, ha sido el pasar todos los fines de semana y otros periodos en nuestra finquita del campo, lo que ya ha supuesto un cambio en la rutina diaria que, sin duda, ha aportado notables ventajas a mi vida. La culpa de que ese lugar sea cada día más agradable la tiene casi completamente K, a quien se lo agradezco de corazón. En 2016, desde luego, seguiremos disfrutando de nuestro amable refugio.

Por último he de referirme al convencimiento que expuse hace un año de que nuestro sistema político-económico requería urgentemente desmontarse o, como mínimo, reformarse en profundidad. Predecía que 2015 iba a ser, en este aspecto, muy interesante. Lo ha sido, pero no tanto. Y las que no han llegado han sido las reformas que deseaba, al menos con una mínima relevancia. En el ámbito local y autonómico, las elecciones supusieron en varios sitios cambios llamativos, pero tengo la impresión que no tanto en los hechos. En cuanto al contexto nacional, las recientes elecciones no auguran transformaciones profundas. Así que a seguir esperando: el tiempo de la política y de la sociedad es mucho más lento que el de nuestras vidas, lo cual he de reconocer que me descorazona.

En conclusión, que entro en 2016 con moderada ilusión y buen ánimo; por lo menos quiero ponérselo fácil. Para mí es –ahora sí– el inicio de una nueva etapa laboral que habré de aprovechar para hacer cambios que he ido postergando en otras facetas de mi vida. Por eso, aunque sea con retraso, me deseo lo mismo que ya hice para este 2015 que se muere: que el entrante sea un año, sobre todo, de renovaciones y alegrías. Y ese mismo deseo va para los que me leéis, con el consejo añadido de no atragantarse con las uvas y esforzarse en ser feliz, que es lo único que de verdad importa. ¡Feliz 2016!

 
New year's day - U2 (The Best of 1980-1990 & B sides, 1998)

¿Tongo en la CUP?

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El pasado domingo 27 de diciembre, los de la CUP se reunieron en Sabadell para decidir asambleariamente si apoyaban un pacto con Junts pel Sí y, en particular, la investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat catalana. Como es sabido, la última votación arrojó un empate a 1.515 entre las dos opciones sobre las que finalmente se votó. Inmediatamente, la casi totalidad de los medios hablaron de lo insólito del resultado dejando caer, con mayor o menor elegancia, insinuaciones de que se había amañado. El asunto me llamó la atención y me he entretenido haciendo algunos números y jugando con la Excel. Resumo a continuación este divertimento inofensivo, advirtiendo de antemano que se trata de un texto bastante infumable, sólo apto para quienes gusten de cifras. Por eso, para evitar aburrimientos innecesarios, todo el rollo de elucubraciones estadísticas lo he puesto en otro color; el lector puede saltárselo alegremente y pasar a los dos últimos párrafos del post.


En la votación definitiva de la asamblea de la CUP se contabilizaron 3.043 votos. Cada votante debía elegir entre dos opciones: la A, que equivalía a aceptar las medidas políticas de la propuesta de Junts pel Sí y que Artur Mas fuera el próximo presidente de la Generalitat, o la B, que significaba rechazar la investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat y seguir negociando con Junts pel Sí. Pero lo cierto es que también podían votar en blanco o emitir un voto nulo y, como ambas son indiferentes a nuestros efectos, las integraremos en una tercera opción C. ¿Cuántos resultados posibles podían darse? Imaginemos que, en vez de mediante papeletas, los participantes expresaran su opción poniéndose un jersey: azul en la opción A, rojo en la B y blanco en la C. Si suponemos que todos formaran una fila, habría tantos resultados distintos como posibles variaciones en la sucesión de colores de los jerseys. El total de resultados distintos es de 3 elevado a 3.043, un número inconcebiblemente inmenso. Y cuando digo que es inconcebible no exagero: si los 3.043 asambleístas formados en fila se fueran cambiando de jersey ordenadamente tardando sólo un segundo, todos los segundos transcurridos desde el Big Bang hasta la fecha no les serían suficientes. Pero no crean que les bastaría con el tiempo de dos, tres o cuatro universos; no, el número de universos consecutivos consecutivos que necesitarían sería, más o menos, un 1 seguido de 1.434 ceros. Alucinante.

Ahora bien, cada una de estas muchísimas posibles votaciones tiene un resultado que se puede expresar como una terna, cuyos componentes son, respectivamente, los números de votos de la opción A, de la opción B y de la opción C. Por ejemplo, una de estas ternas posibles sería 1.515-1.515-13 (que es la que salió), pero también podría haber sido 0-3.043-0 (se rechaza a Mas por unanimidad) o 500-499-2.044 (ganan por la mínima los que apoyan la investidura de Mas pero los que se abstienen son mayoría frente a las otras dos opciones: complicada puesta en práctica de la decisión). Leo en La Vanguardia que cualquiera de estas ternas es igual de probable, pero eso no es cierto; ni siquiera lo sería si sólo hubiera dos opciones (que es como erróneamente lo plantea el periodista). Simplifiquemos, para que se entienda fácilmente, a sólo cuatro votantes a los que se les deja sólo dos opciones, la A y la B. Como es fácil de ver, hay 16 variaciones posibles que, al convertirlas en pares de resultados, quedan reducidas a 5: 4-0, 3-1, 2-2, 1-3 y 0-4. Pues bien, el número de veces que se da cada resultado es, respectivamente, 1, 4, 6, 4 y 1; nada de igualdad de probabilidades. Para cualquier número n de votantes, si sólo hay dos opciones, el número total de pares de resultados es siempre n+1 (empezamos dando 0 votos a la primera opción y n a la otra, y seguimos sucesivamente sumando 1 a la primera y restando 1 a la segunda hasta llegar a n y 0 respectivamente). Con tres opciones el número total de ternas de resultados es también fácil de calcular (aunque me van a excusar de explicarlo) y resulta de la expresión (n+1)•(n+2)/2. Es decir, que en nuestro caso, con 3.043 votantes, el número total de resultados posibles distintos asciende a 4.634.490 (el periodista de La Vanguardia da el total para sólo dos opciones que es bastante menor, claro: 3.044).

Esas ternas de resultados son muy fáciles de generar (0-0-3.043; 0-1-3.042;•••;3.042-1-0 y 3.043-0-0) pero son demasiadas hasta para la Excel. Por entretenerme un rato, he generado las 5.151 ternas que salen si fueran cien votantes, y luego he contado cuántas de ellas dan empates entre las dos opciones válidas A y B (obviamente, hay el mismo número de victorias de A que de B); son 51, que equivale casi al 1%. También he comprobado que el porcentaje de resultados empate sobre el total de ternas desciende a medida que aumenta el número de votantes (por ejemplo, con 4 votantes el porcentaje de empates sobre el total de resultados posibles es del 23,5%). Por tanto, con 3.043 votantes, el número de resultados de empate tiene que ser un porcentaje muy pequeño sobre las 4.634.490 ternas posibles. Vuelvo a insistir en que ese porcentaje no es la probabilidad, porque no todos los resultados distintos se repiten el mismo número de veces (suponiendo que la decisión de cada votante entre las tres opciones tiene la misma probabilidad). Seguro que hay algún modo de calcular analíticamente (y no a base la "fuerza bruta" de Excel que, además, me temo que no da para tanto) tanto el número de resultados empates como la probabilidad de cada uno de ellos, pero me exigiría más dedicación de la que dispongo. En todo caso, aceptemos, aunque no sepa cuantificarla, que la probabilidad de que el resultado de una elección entre dos opciones con la posibilidad de votar nulo acabe en empate es muy pequeña, pero desde luego no nula (volveré sobre el asunto).

Pero es que creo que los cálculos se pueden simplificar si, conociendo como se planteó la votación asamblearia, hacemos algunas hipótesis con un grado de verosimilitud razonable. A la Asamblea no se le presentaron las dos opciones A y B descritas sino cuatro; la C era rechazar la propuesta política de Junts pel Sí pero facilitar la investidura de Mas y la D también rechazar la propuesta política pero abstenerse en la investidura, lo que haría que Mas necesitara solo un voto para la mayoría simple (en vez de los seis que requeriría si la CUP votara en contra). Ese método decisorio no es ninguna novedad y, a mi modo de ver, el más democrático cuando de lo que se trata es de elegir una opción entre varias (que es lo que ocurre casi siempre, aunque no nos lo muestren). Exige, claro, que se definan bien las opciones posibles y no se hagan trampas (como, por ejemplo, en las alternativas que suelen plantearse en los referenda). Se empieza votando a todas las opciones y para la segunda ronda se descarta la que ha obtenido menos votos, se repite la votación con una opción menos y así sucesivamente hasta la definitiva entre sólo dos alternativas. Aunque, en teoría, nada impide que quien haya votado a una opción que ha salido en la siguiente ronda apueste por otra, la gran mayoría de los votantes mantendrán el voto a la opción elegida la primera vez hasta la ronda en la que ésta ya esté descartada. Esta es la hipótesis que asumo que, aún consciente de que suprime posibilidades, vale para simplificar mucho los cálculos. Porque, al final, de lo que se trata es de determinar las probabilidades en la ronda definitiva y, con este supuesto, nos basta analizar los votos de quienes en la ronda anterior no eligieron ninguna de las dos opciones finalistas, en el supuesto de que quienes sí lo hicieron mantienen su decisión.

Aplicando las anteriores consideraciones a la asamblea de la CUP, sabemos que en la segunda ronda se decidía entre las opciones A, B y C que obtuvieron, respectivamente, los siguientes votos: 1.482, 1.512 y 28; además hay que contar 20 votos entre blancos y nulos. Por tanto, asumo que quienes decidían en la tercera y definitiva elección entre A y B eran 49: los 28 de la opción C, los 20 blancos y nulos y 1 más que debía haberse incorporado a última hora. Podrían ser más si algunos de quienes votaron en la segunda ronda se hubiera retirado y hubiesen entrado más nuevos, pero carezco de datos para tener este supuesto en cuenta. Aún fijándonos sólo en esos 49 votantes, el número de variaciones posibles –los cambios de jersey a que me refería en el primer párrafo– sigue siendo demasiado grande, exactamente 239.299.329.230.617.000.000.000 (pero Excel lo calcula, lo que no puede hacer con las variaciones de los 3.943 votantes). Volviendo a la imagen de los cambios ordenados de jersey en un segundo, en este caso los 49 asamblearios de la CUP podrían completar todas las variaciones en el tiempo equivalente a 553.499 veces el transcurrido desde el Big Bang; seguimos en órdenes de magnitud inconcebibles, ¿verdad? Dado que no he deducido analíticamente cómo calcular las probabilidades, la solución de la "fuerza bruta" consistiría en (1) generar todas las variaciones, (2) convertir cada una de ellas a un resultado ternario (votos A-votos B-votos blancos y nulos) y (3) asignar a cada resultado ternario la decisión final (gana A, gana B, empate). Hecho esto, se dividiría el número de empates entre el número total de variaciones (239.299.329.230.617.000.000.000 ) y el cociente sería la probabilidad, suponiendo que cada variación es equiprobable, lo cual no es así en mi opinión. El problema es que Excel tiene un límite de 1.048.576 filas, así que necesitaríamos más de 228 mil trillones de hojas de cálculo para hacerlo. Imposible, claro, porque además no debe haber ordenador con esa capacidad de proceso (o estaría procesando durante un tiempo también de orden de magnitud de la edad del universo).

Lo que sí se puede hacer es saltarse el primer paso anterior y generar directamente todas las ternas posibles de resultados, pues éstas no son más que 1.275. Nos salen 25 resultados de empate (frente a 625 de victoria de cada una de las opciones), lo que equivale a un 1,96%. Como ya he dicho, no todos los resultados salen el mismo número de veces por lo que no puedo asegurar que este porcentaje sea la probabilidad del empate. Sin embargo, intuyo que puede haber una cierta regularidad en la distribución de las victorias y empates en las variaciones que constituyen cada terna, lo que me sugiere que es posible que la probabilidad matemática del empate oscile en torno al 2% (con las simplificaciones que estoy haciendo). Nótese que el porcentaje es el doble que en el tanteo anterior que hice para cien votantes, confirmando lo ya señalado que la probabilidad del empate disminuye cuantos más son los electores. Con todas las prevenciones que se quieran llegamos así a una primera conclusión importante: si, como estoy suponiendo, fueron las 49 personas que no habían votado las opciones A o B en la ronda anterior quienes decidieron el resultado, que saliera el empate no es un resultado "altísimamente improbable" o "prácticamente imposible" como han repetido hasta la saciedad los medios; tenía la misma probabilidad de que ganemos un sorteo en el que sólo hay cincuenta papeletas.

Pero es que esa probabilidad todavía, creo yo, es mayor porque no deberían considerarse equiprobables todas las variaciones. Nótese que cada una de las tres opciones de la segunda ronda de votación puede simplificarse en valores binarios respecto a dos asuntos: el apoyo/rechazo a la investidura de Mas y la aceptación/rechazo de la oferta de Junts pel Sí, tal como se representa en la siguiente tabla:


Las 28 personas que habían elegido la opción C en la ronda anterior se encontraban ahora con el dilema de priorizar una de sus decisiones frente a la otra. Si daban más importancia a la elección de Mas que al rechazo de la propuesta política de JxS, votarían la opción A. Si, por el contrario, les parecía más importante rechazar el acuerdo político que investir a Mas, votarían la opción B. Por último, quienes no tuvieran se atrevieran a descartar uno de sus deseos a favor del otro, probablemente votarían nulo o blanco. Conociendo lo que se jugaba, creo que lícito suponer que la mayoría de los votantes de C en la segunda ronda daban más importancia a su preferencia por que Mas fuera investido (convencidos, por ejemplo, de que en caso contrario habría nuevas elecciones y se arriesgaba la continuidad del proces) que a la de rechazar la propuesta de JxSí (ya habría tiempo para sacarles concesiones durante el gobierno). De hecho, visto a posteriori, así se confirma con los resultados de la tercera ronda ya que la opción A aumentó en 33 votos mientras que la B sólo en 3. Pero imaginemos que no sabemos lo que ocurrió y admitamos ese supuesto, lo que implica a efectos de cálculo que la probabilidad de que un elector C votara en la tercera ronda a A es mayor que la de que votara a B. Naturalmente, cuantificar estas probabilidades medias individuales es imposible, pero para hacer un tanteo pongamos que la probabilidad de votar a A es de 2/3 mientras que el tercio restante se distribuye a partes iguales entre votar a B y votar en blanco o nulo. En cuanto a los veinte electores que votaron blanco o nulo en la segunda ronda, hay que suponer que la mayoría se mantendría; haciendo otro ejercicio de cuantificación, digamos que la probabilidad de voto blanco o nulo sea de 2/3 mientras que el tercio restante iría una mitad a cada opción válida. Por último, las probabilidades para el que se incorporó en la tercera ronda, lo más razonable es hacerlas igual a 1/3 a cada una de las tres posibilidades. Al margen de cuantificaciones, lo que quiero resaltar es que al considerar que la decisión de cualquier votante no era equiprobable entre sus tres opciones sino que venía muy condicionada por su elección previa, podía preverse antes de la tercera ronda que aumentaría la opción A y, consiguientemente, las probabilidades de un empate. Aunque no sepa calcularlo, no me sorprendería que la probabilidad teórica del empate después de la segunda ronda resultara del orden, como mínimo, del 5% (recuérdese que, suponiendo que cada uno de los 49 electores decisivos votara aleatoriamente, la habíamos fijado en torno al 2%). Que salga una opción que tenía un 5% de probabilidad no es, desde luego, ningún suceso extraordinario.



En resumen, tras hacer algunos números y supuestos, y a pesar de mis carencias analíticas, concluyo que la probabilidad de que en la tercera ronda de votaciones de la asamblea de la CUP saliera, como así fue, un empate no es para nada algo “casi imposible” ni tampoco –como ha escrito un articulista en Tenerife– equivale a “saltarse todas las leyes de la estadística”. Nos olvidamos además de que la serie de las 3.043 decisiones individuales que adoptaron en la tercera votación esos tantos electores nos parece significativa porque tenía el mismo número de votos A que de votos B, pero desde el punto de vista de la estadística, es tan relevante (o sea, nada) como si correspondiera a cualquier otro resultado que no nos hubiera sorprendido. Viene a ser lo mismo que si en la lotería de Navidad sale el 55.555 y proclamáramos que ha habido tongo; obviamente, ese número tan “llamativo” tenía la misma probabilidad que el 72.324, por ejemplo, que no nos dice nada. Y, ya de paso, la probabilidad de que nos hubiera tocado el número que compramos en la Lotería de Navidad era del 0,001%; calculo que entre mil y cinco mil veces menor que la del empate de la CUP. Así pues, en mi opinión, no hay fundamentos serios para sospechar de que el resultado de la asamblea del pasado domingo estuviera amañada.

Por último, quienes se apresuran a acusar de tramposos a los de la CUP deberían explicar algunas cosas. En primer lugar, cómo lo hicieron; porque no se me antoja fácil conseguir manipular la contabilización de votos (había varias “urnas”) para alcanzar el empate que se supone que querían los presuntos fulleros. Y, en segundo lugar, con qué objeto deseaban que el acuerdo de la decisión de la Asamblea acabara en tablas. Naturalmente, ninguno de los que se han apresurado a insinuar que los “independentistas antisistema” manipulan los resultados, se dignan bajar a estos detalles (como tampoco se molestan en reflexionar sobre si realmente el resultado era tan improbable como dan por supuesto). Puestos a buscar motivaciones, me es más fácil encontrarlas en estos corifeos mediáticos del sistema: lo que nos quieren hacer ver es que estos tipos son una grave para la democracia porque manipulan hasta sus propias votaciones. En fin, a ver qué pasa mañana.

Pobre niña rica (1)

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En los Estados Unidos no hay aristocracia: Los artífices de la Independencia y de los principios políticos de las nuevas repúblicas se alzaban contra la monarquía y tenían bastante tirria a emular allende el Atlántico el catálogo de títulos nobiliarios británicos. No obstante, a falta de nobleza formal, no se puede negar que existen unas cuantas familias que conforman una aristocracia real norteamericana. Edie nació en el seno de una de las más importantes, los Sedgwick, descendiente directa de Robert Sedgwick, general mayor de la colonia de Massachusetts en el XVII. Además, por la rama materna, tampoco andaba coja de apellidos ilustres, pues provenía de Jessé de Forest, uno de los fundadores de la compañía holandesa de las Indias Occidentales e impulsor del asentamiento de lo que luego sería Nueva York. Edie, séptima de ocho hermanos, nació en Santa Bárbara, California, y como correspondía al estatus y riqueza de su familia, fue criada en enormes ranchos con institutrices y profesores privados. Sin embargo, los ricos también sufren (o la riqueza no da la felicidad) y en la infancia de Edie, plena de sinsabores, nacieron los traumas que arrastraría durante el resto de su corta y atormentada vida.

Seguramente, el principal culpable de la infelicidad de esa pobre niña rica fue su propio padre, Francis Minturn Sedgwick, Fuzzy, un maniaco-depresivo que ejerció, tanto sobre su mujer como sobre su numerosa prole, una disciplina dictatorial. Sin embargo, como no es inusual ante padres de este tipo, los hijos sentían hacia él una adoración reverencial combinada con el sempiterno temor a sus reacciones. Ya en su temprana adolescencia, Edie sufría compulsivos trastornos alimentarios: se daba atracones y enseguida se forzaba a vomitar lo comido. Por entonces no se había inventado el término bulimia, pero hasta Fuzzy tuvo que admitir que su niña tenía "problemas nerviosos". De hecho, cuando con quince años fue enviada a una prestigiosa escuela de Maryland tuvo que ser devuelta al opresivo aislamiento de la espaciosa cárcel familiar debido justamente a esos trastornos. Algún tiempo después viviría el incidente que probablemente la separaría afectivamente de su padre: lo sorprendió follando con una vecina y, cuando se lo contó a su madre, Fuzzy la abofeteó, tildándola de mentirosa y forzó a un médico a que la atiborrara de tranquilizantes. Su estado mental debió quedar muy tocado, tanto que en 1962 –ya tenía diecinueve años– fue internada por la familia en la clínica psiquiátrica privada de Silver Hill, en Connecticut. Para entonces sufría un cuadro anoréxico grave que empeoró en esa institución, de modo que la cambiaron a un centro de Bloomingdale dependiente del Hospital de Nueva York. Al salir de su larga reclusión psiquiátrica (casi un año), es una chica preciosa e inestable. Para mejorar las cosas, queda embarazada de un estudiante de Harvard y aborta con la ayuda de su madre.

En otoño del 63, Edie se traslada a Cambridge para estudiar arte en el Radcliffe College, bajo la tutela de una prima mayor, Lily, escultora de cierto prestigio que había estado casada con Eero Saarinen, uno de los grandes nombres de la arquitectura del siglo pasado (su obra más conocida es la terminal del TWA en el aeropuerto JFK de Nueva York). En la universidad, su belleza, su glamour de rica heredera, su excentricismo, la convierten en la chica más deseada, aunque, según testimonio de su prima, se muestra muy insegura con los hombres. Protegida y vigilada por su influyente familia, Edie se integra en los grupos más bohemios del campus y siempre, según cuentan, era el centro de atención, como si su presencia emanara un aura especial. Supongo que a su popularidad contribuía su evidente desorden emocional, manifestación de sus heridas anímicas, que se expresaba en comportamientos excesivos, desde la búsqueda histérica de diversión hasta los bajones depresivos. Con sus inconfundibles gafas oscuras conducía a toda velocidad su Mercedes 190 SL, tonteando con el desastre. Escandalizó a su familia cuando fue sorprendida enrollada con una de sus modelos de escultura, lo que sumaba a su gusto por juntarse con estudiantes gays. Durante su estadía en Cambridge, seguía bajo supervisión psiquiátrica con la constante amenaza de una nueva reclusión.

En Cambridge, Edie conoció a Chuck Wein, unos años mayor que ella y que por entonces, aunque ya se había graduado en Literatura, seguía viviendo en el campus manteniendo una afectada pose bohemia. Por lo que conozco de su comportamiento en esos años y durante el resto de su carrera, el tal Wein no me cae nada simpático; se me antoja el clásico arribista dispuesto a manipular al que le conviniera con tal de conseguir sus fines. De hecho, así parece que hizo con Edie, de quien se ganó su confianza porque probablemente vio en ella un pasaporte seguro para acceder al mundillo artístico neoyorkino. Desde luego, no sucumbió a sus encantos femeninos –era homosexual– sino que, por el contrario, supo encandilarla y ganarse plenamente su confianza, al menos hasta el desagradable rodaje de Beauty#2. En otoño del 64 la convence de que deben mudarse juntos a Nueva York para sumergirse en el mundillo artístico; hasta que Edie alcance el éxito que merece, puede compaginar su vocación con trabajos como modelo. Nuestra chica, en efecto, se entusiasma con residir en la Gran Manzana. A sus padres les cuenta que se traslada para enfrascarse en su carrera artística (no les gusta nada, pero mucho menos si les hubiera dicho que quería meterse en los mundos de la moda y el espectáculo) y pasa alojarse en un apartamento de la abuela materna, de la cual también recibe una sustanciosa herencia que se gasta casi totalmente en pocos meses. El apartamento, según contó una de las amigas de esa época, era un verdadero maremágnum, atiborrado de infinidad de cosas, especialmente ropa, en absoluto desorden. Sobre el suelo, enormes lienzos sobre los que Edie pintaba compulsivamente, a modo de justificación, incluso ante sí misma, que su vocación era el arte. La hiperactividad eufórica de esos primeros meses no era, sin embargo, más que el intento de escapar de sus demonios.

Hay que dejar ahora constancia de dos desgracias familiares que preceden, marcándola, a la chica que se convertiría en la mujer del año 1965 para la revista Vogue. Su hermano Minty (Francis), cinco años mayor que ella y al que adoraba, se había ahorcado a principios del 64 en el hospital psiquiátrico de Silver Hill. Minty era homosexual y cuando, adolescente, se lo confesó al despótico padre, éste lo insultó indignado. El caso es que ya a los quince años el chico era alcohólico y desde principios de los sesenta, siguiendo la que parece que era norma en esa familia empezó su peregrinaje por sucesivas instituciones, con intermitentes salidas que sólo valían para comprobar que su salud mental no mejoraba en absoluto. La noche antes de suicidarse, a un día de su vigesimosexto cumpleaños, llamó a Edie, la hermana a la que estaba más unido. Otro hermano mayor, Bobby, también arrastraba problemas psiquiátricos, al menos desde su estancia en Harvard, y también –cómo no– continuos enfrentamientos con el patriarca Sedgwick. En la noche vieja de 1964 conducía sin casco su Harley Davidson en Manhattan y se empotró contra un autobús, muriendo doce días después. Edie siempre pensó que no se trató de un accidente, sino de un suicidio. Casualmente, esa misma noche ella misma tuvo también un accidente de tráfico, pero salió ilesa. Éstas eran las circunstancias del alma de Edie Sedgwick al iniciarse el decisivo año de 1965, en el que conocería a Andy Warhol y saltaría vertiginosamente a la fama.

 
Femme fatale - Velvet Underground (The Velvet Underground & Nico, 1967)


Este tema fue compuesto por Lou Reed, a petición de Warhol, pensando en Edie (lo canta Nico, quien la sucedería en la nómina de las divas de The Factory).

El Estado ante la Secesión

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El Estado –todo Estado– es una forma, abstracta como todas las formas, que se conforma por instituciones y sirve para enmarcar y gobernar la vida colectiva de las personas que se adscriben a su soberanía (en la organización política actual, las que viven en el interior de sus fronteras, pero esto no tendría porque ser así). Naturalmente, como todos sabemos, el mundo está organizado en Estados que tienen, cada uno de ellos, personalidad jurídica y, sobre todo, soberanía, la cual, si evitamos meternos en sutilezas de filosofía política, no es otra cosa que la capacidad de ejercer el poder sobre sus ciudadanos y frente a los otros Estados (sí, ya sé que "la soberanía reside en el pueblo", pero en este post no quiero perderme en grandilocuentes principios vacíos de eficacia real para el consumo de ingenuos bienintencionados). En todo caso, frente a otros términos que siempre aparecen como pueblo o nación, e incluso al margen de las discusiones teóricas sobre la más adecuada definición del concepto, lo que nadie puede negar es que los Estados existen, que están ahí, independientemente de las personas, grupos o clases sociales que los "ocupan" en cada momento histórico. Y no sólo están sino que actúan, influyen muy significativamente sobre las vidas individuales de sus ciudadanos o ¿súbditos? ¿Alguien se siente capaz de imaginar nuestras vidas cotidianas sin Estado, sin Estados? ¿Cómo sería la humanidad?

Hay pues una relación de dominación del Estado sobre los ciudadanos. Dominación, ojo, necesaria para la pervivencia de la vida en sociedad, pero dominación sin duda. No hace falta ser tan crítico como Marx –concibiendo el Estado como la forma jurídica para que los poderosos obtengan su bienestar a costa de la gran mayoría de los explotados– para reconocer, con Weber, que el Estado es la coacción legítima y específica, el monopolio (legal) de la violencia. Un Estado no puede admitir, sino a regañadientes, que se niegue su soberanía por ninguna parte de sus ciudadanos. Por eso, las secesiones siempre son impuestas, normalmente a resultas de derrotas bélicas (salvo que el Estado se haya desintegrado). Pero, más importante aún, lo que nunca puede aceptar no ya un Estado sino la comunidad de Estados que entre todas dominan a la práctica totalidad de nuestra especie, es que se cuestionara el sistema organizativo del mundo en Estados.

Pero, frente a la clásica insistencia en la violencia como nota distintiva de los Estados y de sus génesis, auges y decadencias, se olvida otra característica que Maurice Godelier–uno de los grandes de la antropología social– ha dejado más que sentada en su importante producción. Y no es otra que el hecho de que el poder no basta por sí mismo para definir un Estado y garantizar su continuidad. Dice Godelier: "estimamos que todo poder de dominación se compone de dos elementos indisolublemente unidos que le confieren su fuerza y su eficacia: la violencia y el consentimiento. Y creemos que de estos dos componentes del poder, la fuerza más decisiva no es la violencia de los dominadores, sino el consentimiento de los dominados". En cierta modo, esta conclusión del antropólogo francés enlaza con la famosísima definición de Renan sobre el concepto de Nación (que, para el caso, me vale como sinónimo de Estado): que es un plebiscito diario. A medio plazo no puede subsistir un Estado si sus ciudadanos se sienten ajenos a él; de ahí los esfuerzos que todos los Estados mantienen desde siempre (al menos desde el XVIII en adelante) en el plano simbólico: eso es nacionalismo.

Los nacionalismos, entendidos como la construcción de imaginarios más o menos míticos, son ideologías imprescindibles para garantizar la adhesión emocional de los ciudadanos al Estado (que éste sea un "Estado-nación", en el fondo carece de importancia, es una mera instrumentalización). Naturalmente que tan nacionalista es el catalán que no se siente español sino catalán como el español que así se siente; todos somos necesariamente nacionalistas porque nos lo hemos mamado desde casi inmediatamente el destete. Y para el "sistema", en el que los Estados son pieza fundamental, el nacionalismo es necesario y, por ende, fomentado, aunque se llame de distintas maneras según las connotaciones de cada momento y lugar. Si Cataluña se escinde (para ser más precisos, si un grupo de políticos, con el apoyo de una parte muy importante de la población que hoy reside dentro de las fronteras de lo que damos en llamar Cataluña, consigue crear la República Catalana), nada fundamental cambiará, aunque se generen muchos problemas y conflictos a corto e incluso medio plazo. Simplemente, habrá otro Estado más en el concierto internacional (será la enésima vez que una parte del Estado español se segrega de éste).

A mí, en mi idealismo ingenuo, me gustaría que no hubiera Estados (como me gustaría no envejecer o que no hubiera maldad en el mundo). Y si los hay, como parece inevitable por bastante tiempo, que vayan uniéndose, borrando fronteras. De otra parte, como ya confesé en un post anterior, sufro de un moderado nacionalismo español, aunque procuro atemperarlo y, sobre todo, que no me obceque. Así que, desde luego, me parece mal, un error, que haya muchos catalanes que quieran segregarse de España y formar un Estado propio. De otra parte, ante las movidas rupturistas que todo indica que van a producirse a partir de la constitución del nuevo gobierno catalán, me da la impresión de que al Estado español –con casi total seguridad con el apoyo internacional– no le va a quedar más remedio que adoptar medidas claramente coercitivas, exhibiendo que, en efecto, tiene el legítimo monopolio de la violencia, en este caso para hacer cumplir las reglas de juego, la Ley. Ahora bien, todos podemos prever que estas medidas, probablemente inevitables, generen un aumento del sentimiento de rechazo hacia España entre los habitantes de Cataluña. Es más, tiendo a estar casi convencido de que provocarlas es la estrategia de los artífices del proces.

Y ante esto, creo que es fundamental que quienes tienen responsabilidades en el Estado (los políticos, pero no sólo ellos) relean a Godelier, interioricen su afirmación de que más importante que la violencia es el consentimiento. En lo que hay que centrar los esfuerzos es en intentar cambiar la tendencia de los últimos años entre los catalanes, que ese "consentimiento" hacia el Estado español deje de disminuir y pase a aumentar. Ello no significa renunciar a imponer el cumplimiento de la Ley, pero sí a ser muy prudente e inteligente en el cómo se hace. Y a ganar tiempo. Lamentablemente, las estrategias "tactistas" son, históricamente, más propias de los dirigentes de la antigua Corona de Aragón y, en cambio, han solido ser despreciadas por el tradicional "esencialismo" castellano (desde Olivares en adelante). Los españoles -mejor habría que decir los castellanos– preferimos llenarnos la boca de grandes principios (y saltárnoslos en cuanto podemos, que no otra cosa es la picaresca), como por ejemplo que lo que es España han de decidirlo todos los españoles, que no puede haber diferencias, etc. Todo eso está muy bien (en teoría), pero lo cierto es que la habilidad interesada de ciertos dirigentes catalanes y la torpeza de los del Estado han conducido a que prácticamente la mitad de la población de esa Comunidad quiera separarse. Desde luego que no es suficiente, pero como ese porcentaje siga creciendo llegará un momento en que será inevitable la secesión, por mucha proclamación constitucional de la unidad de España.

Terapia de pareja

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A Lansky, porque un comentario suyo en mi anterior post me sugirió éste.

Treinta años estuve atendiendo parejas en crisis, escuchando los reproches que se hacen el uno al otro, tratando de ayudarlos a gestionar sus sentimientos y sus comportamientos en esos trances. Como podrás imaginar, he visto de todo, multitud de casos diferentes y, sin embargo, casi siempre muy parecidos, repitiendo machaconamente los mismos patrones. Mi trabajo, en el fondo, cabría resumirlo en propiciar que vuelvan a abrirse los canales de comunicación entre los cónyuges (aludo a matrimonios por simplificar, pero vale para cualquier relación de pareja que ha sido estable). En la gran mayoría de las situaciones de deterioro de la convivencia, sencillamente se han roto esos cauces. No se trata de que no se hablen entre sí, sino de que los mensajes que se intercambian son, cada vez más, ajenos a la afectividad del receptor, sentidos como extraños–hostiles incluso– y, por tanto, no se deja que "penetren". Parafraseando el conocido poema de Guillén, cerramos la muralla como si lo que nos viniera fuera el veneno y el puñal y no ya el corazón del amigo, del amado.


Largas horas soportando el relato de sus cuitas, ya juntos o ya a cada uno por separado, abundantes en memoriales de agravios negados por el otro con argumentaciones que intentan demostrar su falsedad. Desde fuera, esos diálogos son más propios de contendientes ante un tribunal que de dos que se han amado, que quizá todavía se amen. Les queda poco de la necesaria alteridad que supone el amor –sentirte en el otro y al otro en ti– y, significativamente, ellos parecen no darse cuenta y se comportan como si hubieran de convencerme con sus pruebas para que les dicte sentencia favorable; querrían poder esgrimirme como argumento de autoridad que zanje desde sus respectivas percepciones la crisis: lo ves cómo el propio psicólogo me da la razón, eres tú quien lo hace mal, el/la culpable. Pero, como sabemos de sobra, en estas situaciones la "verdad"–suponiendo que fuera posible dilucidarla, lo cual dudo– no tiene ninguna importancia; lo único relevante es lo que siente cada cónyuge. Y, desde luego, la insistencia casi exclusiva en repartir culpas o responsabilidades, cuando el resentimiento ya ha anidado en los ánimos, no hace sino reforzar la muralla, impedir que vuelva a abrirse la forma de comunicación imprescindible para recuperar la relación de pareja, cerrar aun más la muralla.

Me viene ahora a la cabeza uno de mis últimos "casos" que, de tan exagerado rozaba un poco la caricatura pero, justamente por eso, es un buen ejemplo de lo que trato de explicar. Cuando vinieron a la consulta, ella quería divorciarse y él no. La mujer se sentía injustamente tratada, decía que él impedía que se "realizara", que no la entendía, etc. Naturalmente, a todas sus quejas el marido respondía que no eran ciertas, que provenían de una visión distorsionada –incluso malintencionada–, y contraatacaba exponiendo sus propias acusaciones. Enseguida comprendí que ninguno de los dos estaba en condiciones de dejar que fluyeran sentimientos amorosos (y entiéndase el adjetivo en el sentido más genérico posible). En ambos, al contrario, predominaba el rechazo hacia el otro, obstruyendo casi totalmente esos canales a que me refería antes. Las voluntades de cada uno, sin embargo, eran opuestas: ella quería romper la relación convencida de que no tenía solución, él continuar.

Siempre he pensado que mi función no es "salvar" matrimonios, ni siquiera influir en la decisión que han de tomar, sea separarse o intentar la reconciliación. Pero sí creo que debo (y con frecuencia puedo) ayudar a que esa decisión se tome con los canales "abiertos". Al fin y al cabo, en la mayoría de los casos, estoy frente a dos personas que se han amado (que tal vez se sigan amando aunque hayan taponado la expresión de ese amor) y es triste que las conclusiones nazcan desde el rencor. Aparte –dicho sea de paso– de que en ese marco todo son problemas prácticos por largo tiempo. Con esta pareja a la que me refiero tuve claro que era a solas con el marido con quien más tenía que tratar.

Así que le dije que, si quería reconstruir el matrimonio, lo que había de hacer era intentar desmontar los sentimientos de rechazo que había interiorizado su mujer, mostrarle que la quería para ver si lograba que ella volviera a enamorarse. Y para eso, la táctica no era ridiculizar sus argumentos, tampoco contribuir al clima de tensión que entre los dos se había ido agravando, porque de esa manera sólo conseguiría reforzar la decisión de ruptura de su esposa. Tienes que ganar tiempo, hablar despacio y cariñosamente. Ten en cuenta que, ahora que ella cree haber tomado su decisión –separarse– necesita verte como su enemigo a fin de legitimarse íntimamente. Por tanto, has de ser lo suficientemente inteligente para que se tambalee su convencimiento de que no la quieres; tienes que quitarle sus motivos, por mucho que tú creas que son falsos, que la razón es tuya.


Sin embargo, el marido no siguió mis consejos. Fuera por orgullo o porque no amaba a su esposa de verdad, hizo justamente todo lo contrario. También influyó, todo hay que decirlo, que en su entorno casi todos le animaban a no ceder un ápice ante esa "tipa que no es más que una aprovechada". Así que las discusiones se fueron enconando, le aseguró que iba a dificultar al máximo el divorcio y que le haría la vida imposible, le dijo que la casa no era suya y que ni soñara en quedarse en ella, empezó a quitarle dinero, etc. Naturalmente, pasado un tiempo, la mujer estaba mucho más convencida de que el matrimonio estaba absolutamente muerto, sin resurrección posible. De hecho, para entonces, ambos se odiaban y, aún así, el marido no estaba dispuesto a dejarla marchar.

En ese punto –que no era ni mucho menos en el que estaban cuando vinieron a mi consulta– las cosas podían haber acabado muy mal, incluso con sangre. Afortunadamente, ante la gravedad de la situación, intervinieron terceros y forzaron a la pareja a resolver el inevitable divorcio. Se separaron odiándose, claro. Hace pocos días, me encontré con el marido y, desde mi cómoda jubilación, no me privé de afearle que hubiera seguido una estrategia tan radicalmente equivocada. A pesar de que las cosas le iban bastante peor que cuando estaba casado, no asumió la mínima dosis de arrepentimiento. Desde su orgullo (y estupidez) me dijo que habría dado igual, que la muy puta no habría cambiado de opinión en ningún caso. Te equivocas, le dije, en aquellos días todavía estabais a tiempo. Por supuesto, que hubieras hecho lo que te aconsejé no garantizaba que ella cambiara sus sentimientos (lo que hiciste, en cambio, si garantizaba que iban a empeorar), pero incluso fracasando habrías mostrado la bondad de tus intenciones, que ponías de tu parte, que la amabas.

¿Existe España?

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O, si generalizamos la pregunta –que no es para nada retórica–, podríamos cambiar España por Francia, por Italia, por cualquier otro Estado actual. Incluso, podríamos interrogarnos si existe Cataluña o Kosovo. Naturalmente, la respuesta inmediata es afirmativa; menudo gilipollas, claro que existen, ¿no lo ves?

Vale, concedo a mi maleducado interlocutor, pero ese algo que llamas España y que existe, ¿qué es? Hay una respuesta fácil: el Estado español; es decir –como lo definía en un post anterior– la entidad con personalidad jurídica, conformada por una multitud de instituciones mejor o peor integradas entre sí, que ejerce la soberanía sobre un territorio concreto y unas personas caracterizadas por tener la ciudadanía española. Si España es el Estado español (y Francia el francés, y así sucesivamente) pues sí, parece incuestionable que España existe.

Cuestión distinta es que podamos concretar qué cosa es el Estado español, porque, en el fondo, no es más que una forma abstracta, imprecisa y, sobre todo, mutable en el tiempo. Estaremos todos de acuerdo que el actual Estado español es muy distinto del Estado español de la época franquista, y también del de la II República y así–aceptando la proclama de Rajoy de que la nuestra es la nación más antigua de Europa– podríamos compararlo con el de los Reyes Católicos (que, desde luego, por mucho anacronismo que ejerzamos difícilmente podríamos calificar de un Estado).

Pero entonces, si España es el Estado español, ha habido tantas Españas como Estados españoles y, a lo mejor, lo único que se mantiene es el nombre. ¿Un algo que cambia tanto sigue siendo el mismo algo? Pues sí, cretino, me espeta mi imaginario contrincante; exactamente igual que una persona a lo largo de su vida. ¿O acaso el niño que fuiste no es muy distinto del cincuentón botarate en que te has convertido? Y, sin embargo, ambos sois la misma persona. La verdad es que no tengo nada clara esa afirmación optimista, al menos en lo que a mí respecta, pero prefiero no rebatirla para que no me den por caso perdido.

De acuerdo, vuelvo a conceder, yo soy yo y existo desde que nazco (y, si lo prefieres, desde que un espermatozoide de mi padre fecundó un óvulo de mi madre) por mucho que cambie en los breves años que me toque estar en este mundo. De hecho, aunque cuando trato de recordar al niño que fui lo siento tan diferente que me cuesta aceptar que era yo, lo cierto es que durante cada uno de los días que han pasado desde entonces, algunas neuronas de mi cerebro guardaban la información sobre mi identidad que enlazaba con el día anterior, permitiéndome la conciencia de la continuidad de mi existencia.

Me gusta lo que tratas de explicar con tan poco acierto, se entusiasma mi pepito grillo. España, a lo largo de la historia, ha cambiado mucho, es verdad, pero cada cambio se iba haciendo sobre la conciencia de su propia existencia anterior. Ya, digo, pero la conciencia personal de ser el mismo algo que ayer y así sumando días no es prueba de que ese algo es el mismo, sino simplemente de que crees ser el mismo. Un enfermo de alzheimer pierde justamente esa identidad y, sin embargo, no diríamos que ha dejado de ser él. También podemos imaginar, aunque sea entrar en el terreno de la ciencia ficción, manipulaciones de los recuerdos, implantaciones de vivencias, cambios de personalidad. Además, el Estado, cualquier Estado, no tiene conciencia de sí mismo. O sea, estoy dispuesto a admitirte que el Estado español existe pero no que piensa o siente.

Coño, era una metáfora; claro que el Estado español no piensa ni siente, pero si acabas de admitir que existe y acordamos que el Estado español es España pues asunto zanjado: España existe. No tan rápido –contraataco– si dos Estados españoles sucesivos son distintos entre sí, si admitimos que son dos entes diferenciados, lo que existen son cosas distintas que tienen el mismo nombre –España– pero no existe España como entidad en sí misma, como un algo que existe ininterrumpidamente desde ¿los Reyes Católicos? ¿la Edad Media?, ¿los Romanos?

Mi colega parece momentáneamente desconcertado. A lo mejor, le digo, lo que pasa es que las personas que nos llamamos españoles, cada vez que un Estado español es sustituido por otro, cada vez que un algo que llamamos España deja de existir y pasa a existir otro algo distinto que también seguimos llamando España, creemos que como el nombre no ha cambiado el algo sigue siendo el mismo. Es como sí a una persona le implantaran los recuerdos de otra y le borraran los propios; ciertamente sería otra persona pero él no lo sabría.

Pues no –me refuta, un poco a la desesperada diría yo– en tu ejemplo imposible la persona seguiría existiendo porque lo que la define es justamente la información que, aunque cambiante en el tiempo, se enlaza con la previa para garantizar justamente la continuidad de la existencia. Ni de coña; eso sería ponernos ya en un plano excesivamente espiritualista para mi gusta y acabaremos enzarzándonos en discusiones bizantinas sobre el alma de España, tan del gusto de mi querido Unamuno. Además, a estas alturas, creo que no hace falta meterse en esos berenjenales: una persona es un algo que existe en sí mismo a pesar de sus cambios a lo largo de su vida porque tiene el mismo ADN. Por seguir con la metáfora, admitiría que el Estado español es uno que lleva varios siglos de existencia si encontramos una invariante que pueda definirlo (aunque haya muchos más cambios sus restantes cualidades).

En fin, que no, no encontramos el ADN inmutable del Estado español. Tampoco lo habríamos encontrado, supongo, en el Estado francés o en el futurible Estado catalán. Así que concluimos que sí, que el Estado español existe, pero uno que hay ahora (en concreto desde 1978) y que ha sido antecedido por otros que también existieron y han dejado de existir (igual que el actual dejará de existir). Así que mi amigo se retractó y aseveró que España no es lo mismo que el Estado español porque, "obviamente", España no ha dejado de existir desde que existe (hace tantos siglos); o sea, ese algo que es España, aunque haya tenido cambios (entre otros distintas organizaciones institucionales en forma de Estado), sí mantiene una continuidad de existencia como ente, no simplemente nominalista.

Y yo estuve de acuerdo en que España no es el Estado español. Entre otras razones, porque el Estado español se define en la Constitución (así como en la multitud de tratados de Derecho Constitucional o de teoría política) y ésta empieza diciéndonos que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". Es decir que los Padres fundadores de nuestro actual Estado asumieron que existía algo llamado España, previo y distinto al Estado que estaban constituyendo. ¿Quién soy yo para disentir de tan sabios próceres? Claro que la Constitución no da ninguna pista sobre qué es España, exigiéndonos un acto de fe para creer en su existencia. Acto de fe complicado, más incluso que el teológico, porque al menos el Dios en el que cada uno crea somos capaces de definírnoslo mínimamente como Ente, mientras que ... qué coño es ese ente que nos dicen que existe y que se llama España. Lo único claro es que no es el Estado. Bueno, exploremos otras posibilidades.

¿Cuál será el próximo gobierno?

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Van los de Podemos el viernes y en conferencia de prensa le ofrecen un pacto de gobierno al PSOE, exigiendo la vicepresidencia y unos cuantos ministerios. Se monta la marimorena. Las formas, las formas: así no se hacen las cosas. El PSOE se siente insultado, humillado. Rajoy aprovecha para declinar la oferta del rey de someterse a la investidura (porque la perdería, nada tiene que ver con lo de Podemos). El PSOE entonces se indigna (porque quería que se escenificase la derrota de Rajoy para tener mejores justificaciones para la decisión pactista ulterior). Teatro, lo tuyo es puro teatro. Al menos habrá que agradecer que se esfuercen en hacer algo interesante la trama, en procurar entretenernos a los ingenuos espectadores, a quienes –se supone– los hemos puesto ahí. Yo intuyo que la decisión, si no tomada, se mueve entre pocas opciones. Pero para presentarla hay que preparar el montaje, y a ello han de colaborar los actores (los políticos), sea voluntaria o involuntariamente.

Supongamos –solo supongamos– que existe una élite minoritaria pero poderosa con capacidad para decidir (o influir decisivamente, si se prefiere) la formación del gobierno. Esa élite, a través del control de los medios de comunicación, ya influye en los votantes pero, claro, siempre es más difícil acertar con muchos que con pocos. En todo caso, tal como estaban las cosas (me refiero a la situación de tantos españolitos, la indignación generalizada, etc), los resultados electorales de diciembre no estuvieron nada mal, para la catástrofe que podría haber sido (menos mal que esto no es Grecia, diría más de uno). Pero, desde luego, gestionarlos no era tarea fácil.


En principio, el mensaje básico estaba claro: había que remarcar el esquema bipolar, simplificar todo en una alternativa entre dos opciones: blanco y negro. Más o menos lo de siempre que es lo que funciona; antes eran los dos grandes partidos domesticados, convenientemente etiquetados derecha e izquierda, pero eso no funciona. Así que ahora los bloques son el constitucionalista y el antisistema. Los primeros, los que respetan las leyes; los segundos, la “izquierda radical” y los separatistas. Como es natural, bajo ningún concepto se puede admitir que el gobierno esté controlado, siquiera parcialmente, por los de Podemos y sus confluencias. Pero, de otra parte, parece que de momento no es factible continuar tan descaradamente las políticas económicas del último cuatrienio. El modelo no está en cuestión –no nos engañemos–, pero hay que ralentizar su despliegue, en especial en sus efectos sobre los mecanismos de protección social. Al fin y al cabo, una gran mayoría (absoluta) de votantes lo ha hecho en contra del PP, por más que estos cuenten la película desde el otro lado (hemos sido el partido más votado). Por tanto, primera conclusión a la que imagino han llegado los poderosos muñidores de nuestro futuro político: el PP debe apartarse del gobierno.

Pero todavía no es el momento de declararla; ni siquiera me atrevería a decir que los dirigentes del PP la tengan ya asumida. Lo que conviene es abonar la propuesta “razonable” de la gran coalición, presidida como mandan los resultados por Rajoy. Ciudadanos (que no estoy muy seguro de si se entera de qué va la cosa), apoya la idea e incluso promete el sí, pero siempre que el PSOE al menos se abstenga en la investidura. Los socialistas, mientras tanto, juegan el papel que les toca: oponerse frontalmente a que el PP gobierne y prometer un cambio más radical del que harían en las políticas socioeconómicas; son, sin duda, la alternativa lampedusiana. Tampoco tengo muy claro en qué medida Pedrito Sánchez conoce los límites de su papel porque pareciera que su ambición personal le impulsa a veces a salirse del guión. Pero no preocuparse; siempre se le puede poner en su sitio o quitarlo si hace falta. Los de Podemos que no son nada tontos –creo yo– deben contar con las escasas posibilidades de la continuidad pepera, pero también que las de que ellos entren a cortar el bacalao son igualmente mínimas. ¿A qué apuestan, entonces? No estoy muy seguro; quizá a forzar el abandono del PP y a poner nervioso al PSOE, bien con el poco probable objetivo de alcanzar ese que llaman pacto de progreso, bien para debilitarlo e intentar el sorpasso en unas próximas (y cercanas) elecciones.

Este segundo acto está ahora más o menos hacia la mitad de su desarrollo. Todavía nos faltan algunas escenas que permitan madurar la trama para, bajando y volviendo a subir el telón, dar paso al acto final, al desenlace. No descartemos que la obra se quede sin conclusión y sean necesarias nuevas elecciones, pero de momento no lo creo (de hecho, el que tantos las prevean me parece un indicio más de que no se contemplan en el guión, aunque nunca el futuro inmediato está garantizado). Esas escenas pendientes son las que deben permitir justificar (vender) ante la ciudadanía las dos premisas sobre las que se ha de armar la conclusión: que el PP quede fuera y que los “radicales” también. El próximo gobierno habrá de responder, por tanto, a un pacto entre el PSOE y Ciudadanos. La investidura quedaría garantizada en segunda ronda con la abstención del PP (con toda probabilidad se abstendrían también PNV y Coalición Canaria), lo que daría un resultado de 130 síes y 90 noes. Ahora bien, las escenas que todavía faltan requieren de excelentes interpretaciones (y de buenos guionistas) porque no deja de ser difícil ejecutarlas convincentemente.

El PSOE, y Pedro Sánchez en particular, es quien lo tiene más difícil. Después de tildar a los de Ciudadanos de ser las nuevas generaciones del PP e insistir en que son la alternativa de izquierdas para revertir la política económica de estos cuatro últimos años y blindar el estado del bienestar, les va a costar justificar esa alianza. La estrategia no puede ser otra que exacerbar el carácter “antisistema” de Podemos y convencer de que las exigencias de éstos sobrepasaban “líneas rojas” que no pueden aceptarse pues nos conducen irremisiblemente al desastre. Es decir, no otra cosa que adherirse a la “línea oficial” de los mass media que –no es casualidad– ya viene siendo avalada por importantes voces del partido. Es verdad que, para conseguir la mejor verosimilitud, Pedro Sánchez no es el actor más indicado, así que ya veremos si le dejan seguir en la obra o hay algún cambio en el reparto (atentos a la ejecutiva federal del sábado y la evolución de los mensajes de los socialistas en los próximos días).

El papel que le tocaría al PP no es demasiado difícil de interpretar y, es más, les quedará de lo más lucido. Ante la manifiesta imposibilidad de formar gobierno, están dispuestos a renunciar y permitir otro “razonable”, bajo unos presupuestos mínimos de sentido común que garanticen la unidad de España y que no se vaya al traste la iniciada recuperación económica. En el fondo, no es otra cosa que mantener el mensaje que hasta ahora llevan repitiendo de la “gran coalición”, pero asumiendo que ellos son el obstáculo y, en consecuencia, haciendo gala de una gran generosidad y patriotismo, se retiran. Probablemente, la escena heroica final la protagonizaría Rajoy, quien además anunciaría su retiro de la política activa. Así, el PP pasaría a ser el principal partido de la oposición, desequilibrándola hacia la derecha y reduciendo la eficacia parlamentaria de los “radicales”. Supongo que esos presupuestos mínimos a los que antes me refería se plasmarían en un acuerdo público con el futuro gobierno de “líneas rojas”, pero tampoco es imprescindible. Lo que seguro que sí se producirá será un pacto secreto de no agresión; si os dejamos el gobierno, no vayáis a poner la maquinaria del Estado a revolver más de lo estrictamente inevitable en nuestra mierda. Un precio asumible para el PSOE y que Ciudadanos ni siquiera tiene que conocer.

¿Y qué pasa con los de Albert Rivera? Pues que estarán encantados de contribuir a esta solución en cuanto se la propongan. Son, al fin y al cabo, la pieza necesaria para completar el puzzle, pero ni pinchan ni cortan en el arreglo. Por supuesto, bastaría con que votaran sí y no entraran en el gobierno, pero dejar al PSOE en solitario no es aceptable para vender la solución: se requiere que, en aras de la gobernabilidad y del bien del país, otra fuerza con representatividad significativa se involucre. La presencia de Ciudadanos en el futuro gobierno, además, es un aval importante para garantizar la “razonabilidad” de las futuras políticas, máxime ante los guiños continuos que se han intercambiado en los últimos días entre Podemos y el PSOE. Con estos argumentos, al amigo Albert no le costará demasiado esfuerzo desdecirse de aquello tantas veces repetido de que Ciudadanos no entrará en ningún gobierno presidido por el PP o el PSOE.

Ya veremos si el sainete se desarrolla para llegar al desenlace que imagino (porque me parece el más lógico en el marco del equilibrio de fuerzas que de verdad influyen en la adopción de las decisiones últimas). Los de Podemos son, aparentemente, los que salen peor parados, pero intuyo que tienen este escenario previsto y sabrán sacar ventaja de la próxima (y quizá breve) legislatura. Hay que tener en cuenta que sería mucho pedir que en su primera aparición en el Congreso fueran a participar en el Ejecutivo; lo que yo creo que tienen ahora como su prioridad fundamental es acrecentar su apoyo electoral (básicamente a costa del PSOE). Por eso, en el fondo, no creo que se cabreen demasiado con el acuerdo que preveo, aunque desde luego atizarán al máximo contra él, denunciando la sumisión del PSOE a los intereses del gran capital. Justamente el coste electoral de esa táctica es lo que más debe asustar a algunos socialistas; aún así, sigo pensando que considerarán un mal menor el pacto con Ciudadanos (y el PP) y se esforzarán en defenderlo en los términos ya explicados.

Puedo equivocarme, desde luego, y que en un par de meses, al no haber habido acuerdo, tengamos elecciones. Sin embargo, es más que previsible que el Congreso resultante sea igual de complicado que el actual. Los únicos cambios significativos que de momento se prevén es aumentos del PP (a costa de Ciudadanos) y de Podemos (a costa del PSOE). En ese marco, manteniéndose el rechazo al PP y la inadmisibilidad de Podemos, el pacto de gobierno que ahora intuyo sería mucho más difícil de asumir (tanto para el PP como para el PSOE). Es decir, que mucho menos costoso (desde todo punto de vista) es adoptar el acuerdo en esta etapa. Pero, en fin, ya veremos …

Criptonacionalista

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Me sorprendió un tanto el tono de algunos comentarios a mi post sobre la existencia de España, como si preguntar tal cosa fuera una blasfemia o herejía de mucha mayor enjundia que cuestionar la de Dios. Estoy dispuesto a admitir que pueda ser una pérdida de tiempo, pero no pasa nada por perder el tiempo con ejercicios de este tipo, ya que al menos valen como gimnasia lógica. De hecho, en este blog me he enredado en discusiones tanto o más bizantinas, que fueron acogidas incluso con regocijo. También dos lectores habituales han tildado la pregunta de retórica, lo que implica que creen –pese a que lo he negado expresamente– que haciéndola no pretendo saber la respuesta, sino reforzar un pretendido argumento del que ya dispongo. De hecho, lo que quería era tratar de dilucidar si lo que llamamos España tenía una existencia mínimamente consistente y, en tal caso, qué era. Pues bien, no he recibido mucha ayuda de mis comentaristas. Tan sólo uno de ellos se ha pronunciado claramente en el sentido de que España es, en efecto, el Estado español (sobre cuya existencia nadie dudamos), añadiendo que no sabe si existe otro algo que sea España, pero ni le importa ni cree que convenga hacer esa pregunta. ¿Por qué?

A lo mejor porque piensa que este tipo de preguntas contribuye a fomentar el discurso nacionalista. Imagino que esta prevención se basa en la obviedad de que cualquier España que exista distinta de realidades concretas –sean institucionales (Estado), geográficas (territorio dentro de unas fronteras) o demográficas (conjunto de ciudadanos con ciertas características objetivas) – se convierte en un concepto vaporoso que enlaza con la tradición romántica del nacionalismo, ésa que viene del volksgeist alemán del XIX, y que más o menos visible, subyace en el fondo de tantos conceptos caros a los nacionalistas (por ejemplo, el derecho de los pueblos a la autodeterminación). Entiendo el recelo mas no lo comparto. Más bien diría que preguntar sobre la existencia de España como nación (lo cual implica preguntarse sobre la existencia de las naciones) es bastante probable que debilite el discurso nacionalista. Pero, en fin, por ir al grano: el caso es que el otro comentarista habitual, cerró irritado su serie de comentarios con la declaración de que el asunto no le interesa (sólo había participado por cortesía) y sorprendiéndose de que a mí me interesara porque le parecía un asunto criptonacionalista.

¡¡¡Criptonacionalista!!! Vive Dios que es la primera vez que me espetan tal calificativo. ¿Qué quiere decirme mi comentarista con este extraño término que no aparece en el diccionario? Cripto, como es bien sabido, es prefijo proveniente del griego cuyo significado es "oculto, poco manifiesto, menos ostensible que de ordinario". En nuestro idioma, todas las palabras que empiezan con cripto hacen referencia a la criptografía o arte de escribir con clave secreta o de modo enigmático. Si el sentido aún no queda claro, basta recordar otra palabra que, aunque ya perdida, tuvo frecuente uso en siglos pasados en nuestro país. Me refiero a criptojudío, que era como se denominaba de modo solemne a quienes, pese a estar bautizados y declararse cristianos, en secreto seguía manteniendo la fe judía y profesando sus ritos y costumbres (en forma más popular se les denominaba marranos). Así pues, un criptonacionalista sería aquél que, aparentando rechazar el nacionalismo, es en el fondo un nacionalista. Supongo que los criptonacionalistas escribimos textos que, como el post anterior, de forma velada e insidiosa fomentan el nacionalismo con mayor eficacia por provenir de alguien que oculta su verdadera ideología.


Si no me agrada que me tachen de nacionalista, mucho menos que digan que lo soy en secreto. Vamos, que me viene a decir que soy un nacionalista vergonzoso, que no se atreve a salir del armario. En otros tiempos tamaña insolencia exigiría una reparación y, probablemente, correría sangre. Hoy, por fortuna, nos tomamos más a chacota este tipo de comentarios pues no es cuestión de estar ofendiéndose a cada momento. Lo cierto es que, como ya he dicho , no pienso que mi anterior post tuviera nada de nacionalista y si algo tengo claro es que no soy nada (o casi nada) nacionalista. Así que la lamentable calificación que he recibido la considero completamente errada y, por tanto, no me doy por aludido. Aún así, no puedo sino alegrarme de que ya no estemos en los siglos XV o XVI y de que las consecuencias de que te llamen criptonacionalista no sean las mismas que cuando a uno lo acusaban de criptojudío. No obstante, cuidémonos de los Torquemadas.
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