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Traducción de poemas (y de canciones)

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Long long time ago–hace treinta y pico años– una amiga medio inglesa me regaló, en una edición barata, una antología de poemas isabelinos (e isabelino, claro está, remite al reinado de la pelirroja inglesa y aún años después). El librito estaba en inglés y, para colmo, en un inglés de época (isabelina, vaya por Dios); es decir, no era precisamente una lectura fácil para un españolito con la deficiente formación en idiomas que nos tocó a los de mi generación. Aún así, como la chica me lo había dado con mucho entusiasmo y además era muy guapa (¿que qué tiene que ver? amos, hombre), pues me esforcé en leerlo, y leer, estaremos de acuerdo, equivale a entender. Fueron esfuerzos arduos y muy poco productivos: apenas traduje malamente tres o cuatro poemas, y ninguno demasiado largo. Además, mis pobres resultados no dieron pie a estrechar mi relación con esa rubia deliciosa y se acabó el mes de vacaciones sin dar tiempo a que pasaran sino anticipos de lo que nunca vino. No la he vuelto a ver y ya casi ni la recuerdo (he tardado un buen rato en lograr traer su nombre a la memoria, se llamaba Mónica), pero sí me acuerdo del poeta que tanto me costó traducir: John Donne.

El caso es que ayer, de regreso de mis tareas agrícolas de fin de semana (poco más que arrancar malas hierbas, dado el mal tiempo reinante), leo en el epílogo del último post de Lansky una referencia a uno de aquellos poemas isabelinos, en concreto al titulado The sun rising. Petulante, busqué entre mis viejos papeles el cuaderno de aquellos tiempos y sorprendentemente encontré mi traducción de entonces (siempre me es una sorpresa encontrar algo) que no me resistí a endosar en los comentarios al post de Lansky, pese a su obvia impertinencia. Pero no quedó ahí la cosa sino que, ya puesto, quise comprobar tantos años después la calidad de aquella traducción juvenil, comparándola con otras que, presumí, podría encontrar fácilmente en la red. Y sí, pude encontrar unas cuantas versiones del poema de Donne traducido, cuatro para ser exactos. En mi opinión –que confieso que puede estar condicionada por cierta ternura hacia aquel chaval que fui–, la traducción que hice merece al menos un aprobado, en especial si consideramos los atenuantes personales. Es más, incluso me gusta más que una de las cuatro que encontré, curiosamente la de fecha más antigua. No obstante, he de reconocer sin paliativos que la otras son netamente superiores en calidad, especialmente la que más me ha gustado y que, significativamente, es la que más se repite en las búsquedas de internet, la de Jordi Doce, cuya primera estrofa transcribo a continuación (quien quiera conocer la mía que la consulte en los comentarios al post de Lansky):
Viejo necio afanoso, ingobernable sol,
¿por qué de esta manera,
a través de ventanas y visillos, nos llamas?
¿Acaso han de seguir tu paso los amantes?
Ve, lumbrera insolente, y reprende más bien
a tardos colegiales y huraños aprendices,
anuncia al cortesano que el rey saldrá de caza,
ordena a las hormigas que guarden la cosecha;
Amor, que nunca cambia, no sabe de estaciones,
de horas, días o meses, los harapos del tiempo.
Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Licenciado en filología inglesa y doctor en letras por la universidad de Sheffield, porta sin duda mucho más equipo que el que yo tenía (y sigo teniendo) para afrontar estas tareas traductoras. Lo cierto es que no lo conocía y anoche pasé un rato curioseando su blog y leyendo poemas propios y ajenos (traducciones), gustando de esos versos suyos. Luego, me topé con un libro que recoge unas conferencias pronunciadas en un ciclo denominado Poesía en traducción que, coordinado por el mismo Jordi Doce, se celebró en el Círculo de Bellas Artes de Madrid entre marzo de 2006 y febrero de 2007. Aproveché para leer el último de los ensayos, a cargo de Andrés Sánchez Robayna, poeta y catedrático de Literatura española en la Universidad de La Laguna, además de experimentado traductor de poesía (dirige también el Taller de Traducción Literaria de dicha Universidad). El artículo es de esos que, sin revelarte grandes descubrimientos, tiene la no menos valiosa virtud de ordenarte ideas que a uno le bullen confusas en la cabeza de modo que, tras su lectura, te quedas con la sensación de que todo cuadra mejor.

Dice Sánchez Robayna que, para él, la traducción (y aquí no debe limitarse sólo a la de poesía) es una forma privilegiada de leer. Traducir sería leer con la mayor intensidad de la inteligencia y de la sensibilidad, obligarse a poseer hasta lo más íntimo un texto dada la exigencia de traspasarlo, convertirlo, a otro idioma, el que nos es propio. Desde mis modestísimos y siempre dolorosamente esforzados ejercicios de lector en lenguas ajenas (sólo en inglés e italiano) no puedo estar más de acuerdo. Ayer mismo, por ejemplo, empecé la biografía de Curzio Malaparte escrita por Maurizio Serra, que me he conseguido en e-book. Está en italiano y, por tanto, su lectura me obliga a mucha más atención que si fuera en castellano. Al no ser poesía, dispongo de un grado mayor de relajo, sin que haya necesariamente de ir construyendo, frase a frase, la equivalente española; me basta captar el "significado suficiente", incluso permitiéndome algunas elipsis que no son sobreentendidos sino ignorancias. Por otra parte, una de las nada desdeñables ventajas de los e-books es la posibilidad de resaltar una palabra y obtener su traducción (siempre que tengas cargado un diccionario de la correspondiente lengua), lo que aligera sobremanera el ritmo de lectura. Pero, en resumen, lo cierto es que esta lectura en lengua ajena (en la que voy traduciendo, al margen de que tal traducción la transcriba) es bastante más exigente y, en consecuencia, mucho más fructífera en la interiorización que hago del texto.

Pero del artículo de Sánchez Robayna quiero resalta, en especial, su contundente afirmación de que "la traducción de un poema ha de ser, ante todo, un poema". Citando una frase de Borges ("ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción"), asegura que la traducción literaria (él se refiere específicamente a la de poesía) es en lo fundamental una discusión estética, por encima de las dimensiones semánticas, psicológicas, sociológicas, etc (por más que éstas estén siempre presentes). Dicho de otra forma, una buena traducción de un buen poema da como resultado un buen poema en la lengua de destino. Hay, naturalmente, muchas consideraciones a tener en cuenta, tanto para convenir qué es un buen poema como para matizar las pautas a tener en cuenta en toda traducción poética. Pero éstas no cuestionan la veracidad radical de la afirmación que, aprovechando mis modestos divertimentos cotidianos (de los cuales son testigos quienes pasan por este blog), me ha hecho pensar en la traducción de canciones, por ejemplo, las de Dylan, cargadas casi todas de gran fuerza poética. Ahora que estoy embarcado en una serie sobre el repertorio dylaniano en las lenguas romances, no he dejado de pensar en más de una muestra sobre las divergencias entre las letras propuestas en francés o italiano (todavía no he llegado al español) y las que podrían ser la traducción "literal" al idioma correspondiente. Como alguna vez me ha dicho Vanbrugh, lo importante es que las nuevas letras sean buenas en sí mismas.

Naturalmente, aunque un poema traducido (o una canción) no haya de corresponderse literalmente con el original, sí hay que respetar algunas pautas mínimas, criterios y nunca recetas. No voy ahora a referirme a estas pautas, varias de las cuales las apunta Sánchez Robayna en su artículo, entre otras razones porque todas responden al sentido común. Sí me interesa destacar que la aplicación de las mismas depende casi totalmente de la sensibilidad literaria del traductor. Por eso, siempre las mejores traducciones son las de quienes escriben con maestría en la lengua de destino (incluso aunque apenas conozcan la de origen, por paradójico que parezca); y esto es especialmente verdad en poesía, tanto que me temo que hay que ser poeta para osar traducir poemas en otros idiomas. Al traducir, en suma, se está recreando el texto, exprimiendo su expresividad artística en una materia distinta de aquélla con la que fue creado. Conocía yo una célebre igualdad dicha en italiano (traduttore = traditore), la misma idea que se contiene en una frase de Robert Frost citada por Robayna: "la poesía es lo que se pierde en la traducción". Traiciones y pérdidas no son, en absoluto, consustanciales a la traducción, sino a las malas traducciones. Lo que pone de relieve la altísima relevancia de los buenos traductores para quienes, como yo, apenas dominamos la lengua propia.

Dylan en romance (7)

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Sigo aún con el viejo (que ya lo es) Aufray y he de empezar este post afrancesado reconociendo una errata del anterior. Dije que Hugues había pasado al gabacho el Don’t think twice a principios del 64, pero que no llegó a grabarlo. Falso, sí lo hizo, como he descubierto gracias a un blog en flamenco (y a la traducción automática de Google). En ese, para él, importante año de 1964 publicó un EP a 45 revoluciones de cuatro canciones, con N'y pense plus, tout est bien como la primera de la cara B. En la grabación le acompaña su grupo de skiffle, efímero estilo precursor del rock, popular sobre todo en la Inglaterra de finales de los cincuenta (hasta Lennon tuvo un grupo así) al que creo que ya me he referido en algún post anterior. Por cierto, para hacer este primer tema de su repertorio dylaniano, Aufray ya contó con Pierre Delanoë como letrista. Bueno, el caso es que Hugues adquiere no poco renombre en Francia a partir de su LP de canciones de Dylan en francés, y acompasa su carrera de trovador progre con la de activista de varias causas, entre ellas las ecológicas en unos tiempos (la segunda mitad de los sesenta y primera de los setenta) en que no eran tan omnipresentes como años después. Su consagración como sumo sacerdote del Dios en Francia llegó en 1984, durante el breve European Tour. En los dos últimos conciertos –París, 1 de julio y Grenoble, 3 de julio– Hugues fue invitado por su amigo a compartir el escenario. Es una pena que no haya econtrado videos de esas  actuaciones, pero gracias a la biografía de Paul Williams sé que cantó en francés el The times they are a-changin’. Por cierto esos conciertos fueron pocos días después de los dos que ofreció en España, la primera vez que acudía a nuestro país. Yo asistí al de Madrid, en el estadio del Rayo, con Santana como telonero; aunque suele decirse que su éxito fue apoteósico, no lo recuerdo especialmente espectacular, quizá porque tres años me había deslumbrado en Londres.

 
N'y pense plus, tout est bien - Hugues Aufray (Tout le long du chemin, 1964)

Pero antes, el 24 de mayo de 1966, Bob Dylan dentro de la gira europea se había dado un breve salto a Francia para actuar en el Olympia parisino acompañado por The Band. Esa gira europea se ha hecho famosa por las broncas que generó en el público, que quería escuchar temas acusticos (que interpretaba durante las primeras partes de los conciertos) y rechazaba los eléctricos. De hecho, tras los conciertos finales en el Royal Albert Hall, Dylan estaba ya de bastante mala leche, con ganas de volverse a los Estados Unidos; mejor habría hecho en quedarse por estos lares y así, a lo mejor, se habría evitado el famoso accidente de moto de finales de julio. Pero volvamos a su breve visita del 66 a París. Se aloja en el Georges V, donde da una conferencia de prensa el 23 de mayo. Al día siguiente, actuación en L’Olympia. En el público está una jovencísima François Hardy, que admira al norteamericano, aunque no sabe que a él ella le gusta mucho. En el intermedio Dylan tarda en salir para dar inicio a la parte eléctrica del concierto, el público empieza a impacientarse. De pronto, un desconocido se acerca a François para darle un recado del cantautor: Dylan no piensa salir si no vienes conmigo a saludarlo al backstage. La chica alucina pero qué va a hacer; lo acompaña, desde luego, y así conoce a Bobby, sentados sobre unos altavoces, entre cables por el suelo. La Hardy dirá que lo notó en muy baja forma, alicaído, como si sólo un tenue hilo lo amarrara a la vida. En todo caso, acepta asistir a una fiesta con unos pocos amigos luego en el Georges V. Allí estarán Johnny Halliday, la por entonces muy popular Zouzou y, por supuesto, el amigo francés, nuestro Hugues Aufray. Por entonces el más popular de los franchutes era Johnny, sin lugar a dudas, quien resultaba que había hecho una adaptación al francés del If you gotta go, go now con el nada literal título de Maintenant ou jamais (O sea, en vez de "si tienes que irte, vete ya", "ahora o nunca") y se había empeñado en que le presentaran a Bobby con quien había pasado la velada anterior. Pero, claro, entre el pretencioso rubito y la melancólica y dulce francesita Dylan no tuvo ninguna duda cuando llegó al hotel y, pasando huraño del resto de invitados, se metió con ella a solas en la habitación. La Hardy ha contado que le pidió un beso pero que a ella no le atraía nada, y que entonces se puso a cantarle dos canciones que aún eran inéditas: I want you y Just like a woman (lo cierto es que no lo eran: Blonde on Blonde se había publicado una semana antes pero obviamente aún no habría llegado a Francia). En fin, tampoco es objeto de este post enrollarme con los chismorreos del Dylan joven y alocado, así que no sigo más por ahí y aprovecho para colgar una actuación televisiva de Halliday interpretando su adaptación de la canción de Dylan (no me convence nada, advierto).


Volvamos pues a Aufray, que aún no ha dicho su última palabra en lo que a estos posts concierne. En 1995, alcanzada la edad de jubilación aunque desconozca esa palabra, para celebrar que se cumplen treinta años de su precursor LP de versiones de Dylan, decide sacar un doble disco doble, en el que en el primero recupera las canciones viejas regrabadas (las once originales más el Don't think twice y el Mr. Tambourine man), y en el segundo ofrece trece nuevas traducciones. Este Aufray Trans Dylan suena más moderno, más redondo, más potente que el del 65; manteniéndose en la fidelidad interpretativa de Hugues ante su ídolo, los arreglos están bastante más actualizados y, a mí al menos, me gusta bastante más que el original. Ha de tenerse en cuenta que para esos años finales del siglo pasado, ni él ni Dylan eran ya lo que fueron en aquellos lejanos sesenta; tampoco lo es el mundo. En lo concerniente a la evolución musical y, concretamente, la de Dylan en Francia, también muchas cosas han pasado y me da por pensar que, a lo mejor, dado que había sido él quien había inaugurado el canon dylaniano francés quería ahora revisarlo a modo de ejercicio de autoridad moral. Piénsese que durante esos treinta años se habían grabado no pocas versiones de canciones de Bobby en ese idioma e incluso había salido otro álbum monográfico. Pero de todo ello hablaremos en el siguiente post porque éste creo que conviene dejarlo aquí completándolo con los temas de este Aufray Trans Dylan.


Como puede comprobarse, he subido la totalidad del disco a un servidor que uso por primera vez; ya veremos lo que dura y cómo funciona. Desde luego, para el objeto de este post es fantástico, porque permite al lector escuchar todos los temas. Y así doy por concluida mi relación bloguera con Hugues Aufray, muy interesante y de una vitalidad envidiable, que a sus 88 años largos sigue en activo (en su web se puede consultar el calendario de conciertos; el próximo en Châtellerault el 15 de abril) y no sólo musicalmente: según declaró en una entrevista hace tres años, pese a llevar casado nada menos que desde el 51, en la actualidad tiene una segunda compañera con la que satisfacer sus necesidades sexuales que su esposa -con la que sigue- ya no puede satisfacer; y dice no conocer el viagra). 

Al interfono

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Pasar a verla. Una acción que se me enunció mentalmente, de improviso. Tardé un rato en cuestionármela, bastante. Pensé luego: las neuronas se me bloquean, me hago viejo. O no, a lo mejor era yo –pero, ¿quién soy yo?– el que las bloquea. Tardé, tardé un rato, tanto que me di cuenta cuando caminaba junto al parque, a unos metros solo de la bocacalle de tantos años. No siempre sabemos por qué hacemos una u otra acción, como si fuéramos marionetas gobernadas por algún dios griego, movidos por un Destino de cortos vuelos, dobla la esquina, llégate hasta el portal, pulsa el interfono.

Obedecí, no quise pensar, quizá el absurdo imposible condujera hacia la redención. Mi dedo directo, memoria dérmica. Sonó el timbrazo, zumbido largo, desagradable. Los ladridos de los padres, la respuesta automática que reconstruye la cotidianeidad perdida. –¿Sí? –Hola, ¿Alicia? un silencio, se suspende el tiempo, el mundo, se rompe la lógica. Siento frío, el cielo se ha oscurecido, ya es tarde. –No (titubeando), Alicia no está. Bueno, Alicia ... Silencio, pero silencio denso, tanto que los mensajes que encierra no pueden sostenerse, parece que van a desprenderse, a desparramarse sobre el aire frío. Y entonces sería el desastre.

–Vero (pronuncio su nombre, mi voz suena desesperada, agrietada por un gallo), Vero déjame subir para que la esperemos. ¿Qué desatino he dicho? ¿Acaso me he vuelto loco? Oigo –creo oír, tal vez mis oídos lo estén inventando– un sollozo, un sollozo apagado, enmudecido, ronco. Siento un desgarro en el abdomen, las piernas me tiemblan, he de apoyarme sobre la pared, la cara pegada al interfono, al silencio eléctrico, al fantasma del miedo. –Vero, por favor (casi es un susurro, un lamento que intenta vocalizarse).

–Eres tú, ¿eres tú? Pero, ¿cómo ...? No acaba la pregunta (pero mi cerebro la completa: ¿cómo te atreves?) No acaba porque el sollozo amagado se desborda en torrente. Con las dos manos, enmarcándolo, sujeto el interfono, pego mi boca a la rejilla sucia, lloro un no prolongado, un lamento atávico ascendiendo de las tripas que se me desangran como rajadas por mil cuchillas. –Maldito seas, maldito, maldito, maldito ... Escucho la condena del odio mientras el dolor hace que mi cuerpo se retuerza, que resbale por la pared, hasta quedarme ovillado en los escalones del portal. –Vete, maldito seas, vete y no vuelvas más.

Fui piedra durante la eternidad de esa pena, pero volvió el tiempo y me pude ir. La penitencia no cesaría. Si no hubiera sido así, si no fuera por ti, si no por mí.

 
If not for you - Sophie Madeleine (Runaway Orchestra, 2013)

Cruyff

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Después de la Guerra Civil, a mi abuelo, telegrafista, lo trasladaron como jefe provincial a Gerona. Ahora no tengo aquí la breve biografía de los años infantiles de mi padre que después de su muerte hizo mi hermano así que no puedo asegurarlo, pero creo que cuando se trasladaron a Gerona ya había muerto mi abuela biológica y mi abuelo había contraído segundas nupcias con la adusta señora a la que conocí como mi “abuelita”. Tampoco puedo dar una fecha precisa, pero calculo que estamos hablando de los primeros cuarenta, así que mi padre sería ya todo un adolescente entre doce y catorce años, a diferencia de sus dos hermanos menores, aún niños. En fin, que aunque mis abuelos residieron esa temporada (que creo que no fue larga) en Gerona, a mi padre lo mandaron interno a los Jesuitas de Sarriá, en Barcelona. Tengo entendido que está considerado uno de los colegios de la élite catalana y, desde luego, mi abuelo nunca anduvo sobrado de recursos económicos. Imagino que, en calidad de afecto al Régimen desde los primeros días (de niño me contó que el 19 de julio del 36, al conocerse el alzamiento de Marruecos, en su calidad de jefe de correos de un pueblo gallego instó al cabo de la Guardia Civil a detener al alcalde socialista republicano) le harían un precio especial, aunque ya para entonces estaba muy apartado del franquismo triunfante, como siguió hasta su jubilación, sin aprovecharse de los beneficios de la victoria. Bueno, no me enrollo porque ni es el objeto del post ni, la verdad, sé gran cosa de la vida y milagros de mi abuelo cuando no era el anciano que yo recuerdo. Lo que cuenta es que mi padre hizo uno o dos cursos, probablemente los últimos del bachillerato, interno en San Ignacio (estaba entonces prohibido llamarlo Sant Ignasi), en el hoy barrio barcelonés de Sarriá.

De esa breve temporada, aparte de las enseñanzas académicas, a mi padre le quedó un cierto dominio del catalán (así que su parla no debería estar tan prohibida) del cual dio algunas muestras en mi presencia, y no me refiero sólo al empeño en recitarnos de vez en cuando, intentando que lo memorizáramos, un puñetero trabalenguas sobre dieciséis jueces que se comían el hígado de un ahorcado al que ellos mismos habían condenado*; bastante desagradable, la verdad. Pero también y sobre todo, hizo amistad con el vástago de una familia de la alta burguesía barcelonesa, Fernando D, que mantuvo durante toda la vida. Recuerdo bien la última vez que vi a Fernando: fue en el funeral de mi padre, a finales de 2000, y el hombre, muy deteriorado físicamente, estaba absolutamente compungido, llorando a moco tendido; no sabría decir, en cambio, cuándo lo conocí. Fernando y mi padre, uno en Barcelona y otro en Madrid, habían seguido en contacto desde muchachos y, al menos en lo familiar, parecían llevar vidas paralelas: ambos se habían casado más o menos por la misma fecha y ambos tenían seis hijos emparejados en edades casi todos. La principal diferencia estribaba en lo económico: mientras Fernando se había dedicado a los negocios –supongo que apoyándose en sus vínculos familiares– y contaba con una desahogada situación, la de mi padre podía calificarse de apurada (no éramos pobres, pero el dinero llegaba para lo justo, sin ningún extra). Cuando, niños todavía, Fernando viajaba a Madrid y nos hacía una visita, siempre nos dejaba algún regalito o, al menos, una moneda de cinco duros (todo un capital). Y en el verano del setenta y tres nos regaló a mi hermana y a mí un mes de vacaciones con su familia en la casa que tenían en Playa de Aro. Por entonces, aunque ya claramente orientado al turismo de masas, no era lo que es hoy. Lo cierto es que guardo fantásticos recuerdos de esas vacaciones, en las que, probablemente por primera vez, experimenté la sensación de libertad y de aventura con Luis, el hijo mayor de Fernando, de mi misma edad.

Contados los antecedentes, pasemos a hablar de fútbol. Empezaré aclarando que, aún habiéndome criado en Madrid, nunca fui de ninguno de los dos principales clubes de la capital e incluso al Real le tenía manía (y no se la he perdido), creo que por la prepotencia chulesca tan habitual entre sus aficionados que casi, por ósmosis quizá, parecía haber adquirido carácter institucional. Ahora bien, por mucho que se le imputara ser el equipo del Régimen y por tanto contar con ayudas para obtener más triunfos de lo que merecía, hay que reconocer que el Madrid del final de mi infancia y adolescencia era muy bueno. Mi infancia y adolescencia se correspondieron con el Madrid de Di Stéfano (del cual no me acuerdo) y de sus sucesores inmediatos, que cuasi-monopolizaron el campeonato español (y Europa) desde mediados de los cincuenta hasta finales de los sesenta. Justo en el cambio de década esa supremacía se rompió con dos ligas que no pudo ganar (la del 69-70 se la llevó el Atlético de Madrid y la del 70-71 el Valencia), pero con los yeyés, los Pirri, Amancio, Velázquez, no sé si aún seguía Gento, volvió a ganar las dos ligas siguientes. Por tanto, cuando en otoño del 73 empezaba quinto de bachillerato, yo, como la mayoría de mis amigos, daba por sentado que el Madrid volvería a ganar la liga. Pero esa temporada para mí iba a ser especial, porque gracias a Fernando, que no sé que cargo tenía en la federación española de fútbol en Barcelona (o algo así), se me ofrecieron pases para ambos estadios madrileños. De modo que casi todos los domingos, eligiendo de acompañante un amigo distinto entre los cuatro más íntimos de entonces, acudía ya al Bernabeu ya al Manzanares a ver “en vivo y en directo” un partido de la primera división y a vivir la inmersión en el enardecimiento de las masas. Después de tan intensa dosis adolescente de estadio, quedé saciado y en los siguientes cuarenta años no habré ido más de diez o quince veces. Me sigue gustando el fútbol (aunque ya no veo cualquier partido), pero prefiero verlo en la tele (bien es cierto que las retransmisiones actuales nada tienen que ver con las pésimas en blanco y negro de finales de los sesenta y primeros setenta).

Esa temporada iba a ser especial, y no porque yo fuera al fútbol casi todos los domingos. La gran novedad era que, después de varios años, se volvía a permitir el fichaje de extranjeros (estaba prohibido desde mediados de los cincuenta, salvo los llamados “oriundos”, fuente de bastantes fraudes). De este modo vino a la liga (porque en la Copa seguían sin poder jugar) el genial delantero del Ajax, Johan Cruyff; tras un largo culebrón, el 13 de agosto del 73 el Barcelona acordó con el club de Amsterdam el traspaso por la exorbitante cantidad de 60 millones de pesetas (360.000 €). También, con menos alharaca, había llegado a Barcelona el peruano Sotil. El Madrid, por su parte, se reforzaba con el alemán Günter Netzer, un medio centro ofensivo que provenía del Borussia Mönchengladbach. Aún así, ni uno ni otro de los grandes rivales tuvieron buen comienzo: tras enfrentarse en el Nou Camp en la sexta jornada con un aburrido empate sin goles, el Madrid iba noveno y el Barça decimoséptimo. Bien es verdad que Johan aún no había debutado; lo haría dos domingos después, el veintiocho de octubre del 73, ante el Granada, famoso en la época por tener una de las defensas más leñeras. Cruyf marcó dos goles de los cuatro del equipo y, a partir de ahí, el Barça dio un cambio radical, tanto que sólo cinco jornadas después alcanzaba el primer puesto del que ya no se bajó en lo que quedaba de temporada. En cambio, el Madrid seguía renqueando y así, en enero del 74, sustituyeron a Miguel Muñoz por el canario Molowny, recurso habitual de pagarla en el entrenador que, como en la mayoría de los casos, no dio los resultados esperados. Y por fin llegamos a la fría tarde del 17 de febrero de 1974, jornada vigésimo segunda, en la que el líder visitaba el Bernabeu con muchas expectativas entre los catalanes que apenas se atrevían a pronunciar en voz alta. Ese fin de semana, Fernando D viajó a Madrid, para ver el partido en el palco, dado su cargo. Lo acompañaba Luís, su hijo, quien fue mi acompañante en ese partido, para cabreo de los cuatro habituales de los otros domingos.

Lo que pasó esa tarde forma parte de la historia del fútbol español –de la fausta del Barcelona y de la infausta del Madrid– y es suficientemente conocido como para evitarme cualquier amago de crónica. Diré sólo que aluciné (aunque entonces todavía no se usaba esta palabra) con el juego del Barça y me impresionó ese 9 desgarbado que, efectivamente, era tan bueno como decían. Mi amigo Luis estaba que no cabía en sí de gozo, emocionado hasta las lágrimas y, como me dijo, con la euforia de estar siendo partícipe de la historia con mayúsculas, algo que yo no he sentido nunca, quizá por alguna carencia sensitiva o quizá porque no tengo muy claro cuando hay que ponerle mayúsculas a la historia. Cuando acabó el partido, tal como habíamos quedado con su padre, nos acercamos al pasillo que daba acceso al palco de autoridades (recuerdo que era un estadio muy distinto del actual, anterior a las reformas). Fernando estaba aún más exultante que su hijo cuando apareció y nos dijo que lo acompañáramos adentro. Ahí estaban varios señorones que me eran desconocidos, en un reparto contrastado de júbilos y cabreos. En un rato, después de que se asearan, iban a subir Rinus Michels, el entrenador del Barça, con dos o tres jugadores, entre ellos Cruyff. Así lo conocéis, nos dijo Fernando; a mí, la verdad, no me ilusionaba demasiado, me sentía muy fuera de lugar, incómodo. En efecto, media hora después apareció la pequeña embajada de los vencedores y entre ellos el extraordinario holandés. Hubo un excitado remolino de presentaciones: manos que se estrechaban, palmadas en los hombros, abrazos incluso. En un breve momento de esa ceremonia de la confusión, Fernando y el que supuse que era el presidente del Barcelona, Agustín Montal, se plantaron frente a nosotros, los dos críos arrinconados, escoltando al héroe del día. Mira Johan, dijo Fernando, éste es Luis, mi hijo, y Miroslav, un buen amigo nuestro. Y Cruyff, con una sonrisa seria, nos dio a cada uno la mano, nos dijo algo así como hola amigo y siguió su ronda. Así que uno de los más grandes genios del fútbol me dio la mano y me llamó amigo. Lo cierto es que nunca lo valoré especialmente; de hecho, creo que ni siquiera lo comenté entre los compañeros al día siguiente ni casi a nadie más en los más de cuarenta años que han pasado desde el famosísimo cero a cinco del Bernabeu.


Ahora, a su muerte, me ha apetecido contarlo. Ayer incluso me compré el Marca porque traía un suplemento especial dedicado al “genio que reinventó el fútbol”, apreciación que me parece acertada y justa. No tuvo nada que ver con que me saludara un instante en el palco del Bernabeu, desde luego, pero a partir de entonces me convertí en un seguidor y admirador de Cruyff. Ese verano se jugó el Mundial de Alemania; Holanda, la naranja mecánica, llegó a la final y a mí me habría gustado que ganara (pero enfrente estaba Beckenbauer con los suyos y encima jugaban en casa). Luego, cuando yo ya era “mayor” (había acabado la universidad), Johan se convirtió en entrenador y revolucionó el fútbol, más todavía que como jugador. Su dream team abrió el camino para acercar fútbol y estética, creó una escuela (porque es verdad que ha habido muestras anteriores de belleza futbolística, como el jogo bonito de Brasil, pero se me antojan resultado más de las genialidades artísticas de unos individuos brillantes que de unos planteamientos preconcebidos y ensayados). En fin, sería ridículo que yo me pusiera ahora a elogiar la genialidad de ese holandés irreverente y único, pero sí quiero dejar constancia de mi tristeza: se nos va otro de los más grandes, uno de los que ha contribuido a hacernos la vida más feliz, al menos a quienes disfrutamos con el buen fútbol.

* Setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat; si el penjat es despengés es menjaria els setze fetges dels setze jutges que l’han jutjat.

Dylan en romance (8)

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Je t'aime (I want you) - Serge Kerval (Serge Kerval chante Bob Dylan, 1971)

Serge Kerval fue un cantante bretón que nació en Brest en 1939 y se suicidó en Nantes a los 59 años. Kerval era fundamentalmente un folklorista que interpretó canciones tradicionales de diversas regiones de Francia y durante los sesenta dejó unos cuantos LPs que imagino que son referencia obligada en la materia. Pero también cantaba temas de gente que admiraba (Léo Ferré, Charles Trenet, Anne Sylvestre) e incluso musicalizó textos poéticos de nombres como Victor Hugo, Pierre Seghers o el mismísimo Julio Verne. En el 71 publica un álbum dedicado a Bob Dylan con doce canciones pasadas al francés, ninguna de las cuales había sonado antes en ese idioma. Hay que decir que selecciona temas relativamente recientes en ese momento: siete de Blonde on Blonde (1966), tres de New Morning (1970) y dos de Selfportrait (1970); ninguno de estos discos de Dylan se había publicado cuando Aufray presentó el suyo seis años antes. Y digo esto porque la comparación es obligada; lo malo es que, por más que he buscado, no he conseguido más que dos canciones del disco de Kerval. Parece que el disco original se pasó a CD en 1996, pero no se comercializa en digital por Internet (sólo he encontrado algunos ejemplares de segunda mano del vinilo bastante carillos y a tanto no llega mi manía coleccionista). En todo caso, quienes lo han escuchado y hacen público su juicio crítico (por ejemplo, Alan Bumstead), nos dicen que se trata de un álbum bastante bueno “en general”, que actualiza, en “modo rock’n’roll”, las versiones de aire más “folkie” de Aufray, recurriendo a unas bien provistas bandas de acompañamiento y a unos excelentes arreglos. Sin embargo, del lado del debe señala que las letras no le parecen tan correctas como las de Aufray, que no logra como aquél mantener el timing de los temas originales y a veces el silabeo no termina de encajar en la estructura métrica (y rítmica) de la canción; no obstante, se apresura añadir que tampoco es un defecto que llame demasiado la atención. Concluye su crítica con una encarecida recomendación del álbum, pero no nos da ningún enlace que nos permita escuchar o descargar las canciones. Aún así he conseguido las dos canciones que salieron en disco sencillo. Son el I want you (traducido muy ortodoxamente como Je t'aime) y el Most likely you go your way (éste menos literalmente titulado Va ton chemin). La verdad que las dos interpretaciones se ajustan bastante a las originales, Kerval no asume demasiado riesgos. También es verdad que, sobre todo en la segunda, algunas frases francesas chirrían un poco, pero en conjunto las dos me han agradado.


 
 Va ton chemin (Most likely you go your way) - Serge Kerval (Serge Kerval chante Bob Dylan, 1971)

Entre los dos discos monográficos, el de Aufray del 65 y el de Kerval del 71, hubo algunas otras versiones de canciones de Dylan en francés. Voy a referirme a dos que tienen la particularidad de que, si bien traducidas al francés, estaban interpretadas por extranjeros. La primera es Adieu Angelina, interpretada por la griega Nana Mouskouri. El tema original (Farewell Angelina, obviamente), Dylan lo había compuesto para el Bringing it all back home pero al final se quedó inédita. Quien la había grabado en ese mismo año de 1965 fue –como no– Joan Báez, que sería con toda seguridad la referencia de Mouskouri. Ésta graba la canción en su álbum de 1967 Le Jour où la colombe, que la consagró definitivamente en Francia, donde residía desde 1960. Nana cantaría más temas de Dylan en francés (y también en inglés e incluso, creo, en alemán); en mi colección tengo A hard rain's a-gonna fall, Love minus zero/No limit y Tomorrow is a long time; pero para este post basta con su primera incursión, claramente influida por la Báez.

 
 Adieu Angelina - Nana Mouskouri (Le Jour où la Colombe, 1967)

La segunda versión que quiero traer aquí es nuevamente de If you gotta go, go now, la misma que un años antes había interpretado Johnny Halliday (y que ilustra el anterior post de esta serie). La graban en 1969, primero en single y luego en su tercer LP Unhalfbricking, los londinenses Fairport Convention ahora con un título más ajustado:Si tu dois partir. Esta banda había surgido un par de años mirando hacia el folk norteamericano (más tarde evolucionarían hacia el folk-rock y las raíces británicas), obviamente con Dylan como una de sus referencias. Al igual que Farewell Angelina, Bobby no había publicado este tema –compuesto también durante las primeras sesiones de Bringing It All Back Home en 1965– y, en ese mismo año y que yo sepa, la habían grabado sin mucha difusión los Liverpool Five, un grupo de esa ciudad inglesa que se había asentado en la costa Oeste de los USA y, sobre todo, Manfred Mann, el sudafricano ya residente en Inglaterra. No tengo muy claro por qué los Fairport decidieron hacer su versión en francés. Antes de grabar el LP, la discográfica de Dylan les había pasado para que escucharan las sesiones de lo que luego serían las Basement Tapes y habían quedado entusiasmados (de hecho, graban dos de esas canciones, pero las que nos ocupa no iba en ese lote). Intuyo que les tuvo que hacer gracia (o todo lo contrario) la interpretación de Halliday, el empujón para decidirse a ofrecer su alternativa. Richard Thompson, el gitarrista de la banda, ha contado que se les ocurrió que sería divertido hacer una versión al estilo cajún (el francés de Lousiana) y, en medio de una de sus actuaciones, pidieron voluntarios para que les ayudaran con la adaptación. Parece que se sumaron tres personas al proyecto y al final el resultado ni es muy cajún, ni muy francés ni menos muy Dylan. A mí, la verdad, no termina de convencerme (un año después, en el 70, los Flying Burrito Brothers la interpretaron en inglés haciendo una versión mucho mejor), pero merece estar en este post. Hela aquí:

 
 Si tu dois partir - Fairport Convention (Unhalfbricking, 1969)

Para acabar este post pondré otra versión en francés de la misma canción, esta vez a cargo de un trío rockero de los setenta, Bijou, que la grabó en un single de 1977. No conocía a estos chicos, émulos en las Galias de los mod británicos (de los Who, por ejemplo) y que grabaron cinco LPs entre el 77 y el 81. La canción de Dylan sólo aparece en un recopilatorio de 1989 titulado Pic à glace. Un rock un poquillo elemental, ingenuo casi, pero se deja escuchar, tampoco está mal. Tengo localizada alguna que otra versión "suelta" más de Dylan en francés, pero creo que con las que he he subido a este post nos podemos hacer una idea suficiente. Así que podría dar por acabado el capítulo del Dylan francés si no fuera porque me falta una figura importante a la que habré de dedicar el siguiente post.

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 Si tu dois partir - Bijou (Pic à Glace, 1989)

¿Cuál será el próximo gobierno? (de nuevo)

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Hace más de dos meses publiqué un post en el que vaticinaba que el próximo gobierno sería del PSOE coaligado con Ciudadanos, y argumentaba por qué lo creía así. En ese momento, pasado un mes desde las elecciones, todavía no se había producido el acuerdo PSOE-C's, que muy pocos creían viable. Por supuesto, por esas fechas, nadie apostaba por el gobierno que yo preveía; hoy poca gente lo cree, pero ya hay algunos que advierten que en esa dirección se están moviendo no pocos poderosos intereses. También entonces propicié una porra en mi centro de trabajo; participaron unas treinta personas: el pronóstico más repetido fue repetición de elecciones y nadie, salvo yo, apuntó una coalición PSOE-C's. Pues bien, a día de hoy sigo manteniendo mi previsión; es más, creo que los acontecimientos que hemos vivido apuntalan su verosimilitud.

No voy a repetir los argumentos que expuse en el post (recomiendo que se repasen). Insistiré sólo en las ideas centrales: una, ni PP ni Ciudadanos ni tampoco (y muy especialmente) el PSOE están dispuestos a permitir que Podemos (ni IU) pille cacho; dos, el PSOE (y más en concreto Pedro Sánchez) no puede admitir que gobierne el PP (y más en concreto Mariano Rajoy); y tres, todos saben que, de repetirse las elecciones, la situación resultante a efectos de combinaciones posibles será básicamente la misma. ¿Alguien cree que alguna de estas premisas no es absolutamente cierta? Pues si se comparten, ha de concluirse necesariamente que la única salida lógica es que salga elegido Pedro Sánchez, con los votos afirmativos de PSOE y C's, la abstención del PP e incluso con los votos en contra de todos los demás (como máximo 97 noes que son menos que los 130 síes reforzados con las 123 abstenciones).

Más o menos lo que ocurrió en las dos votaciones de principios de este mes, con la importante salvedad de que el PP no se abstuvo sino que voto en contra de la investidura de Pedrito. ¿Y por qué el PP no votó a favor cuando, según afirmo, sabía ya de sobra que es lo que tiene que hacer irremediablemente? Pues, sencillamente (como ya contaba en el post de hace dos meses), porque tanto el PP como el resto de partidos, para hacer lo que tienen que hacer, necesitan una narración creíble, o, para decirlo en otro lenguaje, necesitan "vender la moto", contar con el discurso de marketing apropiado, so pena de tener que afrontar graves costes a futuro. Y, desde luego, en la primera semana de marzo todavía no estaban a punto los distintos discursos. Sin embargo, de entonces acá creo yo que se han dado algunos pasos en este paripé teatral que nos están ofreciendo a los ciudadanos-espectadores.

Evidentemente, el discurso del PSOE se tiene que basar –como hacen– en que no salen las cuentas para un pacto de izquierdas y, además, en que Podemos hace imposible cualquier acuerdo "razonable". Las dos sentencias son falsas (o, al menos, no completamente ciertas), pero eso es lo de menos; lo único que importa es que sean verosímiles a un suficiente número de personas. Pues bien, esa estrategia discursiva ya la pudieron en marcha con el pacto con C's y la ruptura poco clara con Podemos. Desde luego, ellos mismos sabían que era poco convincente, pero no les preocupaba mucho porque no era más que un primer ensayo, un tanteo del terreno. Porque, además, también tenían claro que en esos momentos era imposible que colara.

La razón que el PP tenía necesariamente que votar en contra (como hizo) ya que no estaba en condiciones de "vender" una abstención a la investidura PSOE-C's. Para que el PP pueda justificar su abstención requiere presentarla como la salvación del mal mayor; es decir, para evitar que Podemos entre en el gobierno. Pero para ello, tiene que percibirse como real el pacto PSOE-Podemos, y todavía no es así. Creo pues que con el consenso tácito de PP y PSOE (o, al menos, los muñidores en la sombra de estos dos partidos) ha de llegarse presentarse a la ciudadanía como algo ya casi hecho ese "pacto de izquierdas" e incluso que iba a contar con la abstención de suficientes representantes de las minorías como para que los noes de PP y C's no pudieran impedir esa investidura. Llegados a ese punto, habría un importante revuelo mediático (machaconameándonos con el desastre económico al que nos precipitaríamos) y, a última hora y con gran dramatismo, el PP anunciaría su disposición a permitir un gobierno PSOE-C's como acto de loable sacrificio patriótico.

En realidad, según yo lo veo, quien más se sacrifica (a medio plazo) no es el PP, ni Ciudadanos ni tampoco Podemos (estos los que menos); es, sin duda, el PSOE que para hacer lo que sabe que ha de hacer (y además, Pedrito quiere hacer) habrá de pagar un importante coste. Apuesto lo que quieran a que en las próximas elecciones (sean cuando sean) el PSOE es sobrepasado con muchos votos por Podemos. De hecho, o hay alguna sorpresa que soy incapaz de imaginar por el momento, o estamos asistiendo al inicio de la decadencia de la socialdemocracia a la española que, obedientemente, empezó a hacer Felipe (quien, por cierto, desde su torre de marfil es uno de los pocos que ya presiona públicamente por al acuerdo PSOE-C's con la abstención pepera). En cambio, el PP puede hasta salir consolidado pero, eso sí, como quienes manejan el cotarro tienen asumido que ha de pasar una temporadita en el banquillo de la reserva, será un PP renovado en las caras (ciao, Rajoy).

Supongo que la mayoría de quienes me lean creerá que me equivoco en mi predicción sobre el próximo gobierno. Puede ser, claro, pero espero que admitan que a fecha de hoy es más creíble (o menos increíble) que cuando la hice hace más de dos meses. En este tiempo, lo que ni se consideraba una posibilidad ya hay varias voces (vale que de "outsiders") que la han planteado. Pero, sí, puedo que yerre en mi pronóstico, pero no porque mis premisas sean incorrectas o mi conclusión contravenga la lógica sino, simplemente, porque los "actores" a quienes le toca interpretar este guión teatral sean tan malos que no sepan hacerlo. En otras palabras, si hay elecciones el 26 de junio será porque no han sido capaces de hacer lo que saben que tiene que hacer (e incluso muchos de ellos quieren hacer). Y eso que, en mi opinión, los españolitos estamos dispuestos a creernos el paripé a poco empeño que pongan (no somos un público muy exigente).

Acabo recomendando a quienes son escépticos con mi pronóstico que hagan un fácil ejercicio: supongan que todos los políticos que (teóricamente) cortan el bacalao pretenden vendernos el gobierno PSOE-C's como la solución menos mala en las condiciones actuales; y bajo esa suposición analicen las declaraciones y actos que vayan realizando. Verán como, bajo ese supuesto, casi todas (independiente del partido político al que pertenezca el político concreto) apuntan en esa dirección. Es decir, si asumes que van hacia un lugar determinado puedes darte cuenta de si se están acercando o no. Y, como ya he dicho, creo que estas últimas semanas se han ido acercando, aunque ciertamente aún falta bastante teatro para que lleguen.

 

 Puro teatro - La Lupe

Dylan en romance (9)

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Catherine apareció en mi vida a finales del 79. Tenía 18 años, venía de haber cursado el último año de la secundaria en Francia, e ingresó de cachimba en la Facultad de arquitectura limeña en la que yo cursaba el cuarto año. El caso es que hubo flechazo y breve relación de “enamorados”. Aunque era peruana de nacimiento y crianza, sus antecedentes familiares y, sobre todo, la estancia del último año en una ciudad de la Provenza la convertían en un bicho raro, poco adaptada todavía a su ciudad natal. De hecho, probablemente esa “condición de foránea” tuvo bastante que ver en que yo le gustara, sobre todo en esos primeros tiempos de recién llegada. Lo cierto es que me tocó la lotería, porque la chica era un encanto y una verdadera preciosidad, bastante parecida a su tocaya la Deneuve de jovencita. Cuando unos cinco meses después rompió conmigo me dejó muy hecho polvo, aunque por suerte a los veinte años los desamores se curan rápida y fácilmente. No volví a verla hasta doce años después (entre medias acabé la carrera, regresé a España, me instalé en Tenerife) en un viaje con mi ex a Nueva York. Allí nos alojó una muy buena amiga de la universidad quien me hizo saber que Catherine vivía también en la Gran Manzana. Así que una tarde quedamos con ella y me sorprendió lo mucho que se había estropeado (la verdad es que me hizo quedar fatal con mi ex, a quien le había alabado la belleza de aquella novieta de juventud). En fin, una muestra más de la efímera transitoriedad de la belleza, que diría Francisco de Borja ante el cadáver de Isabel de Portugal.



Pero si he traído a colación a Catherine no es para relatar mis rollitos románticos, sino porque fue ella la que me hizo conocer a Francis Cabrel, un cantautor que prácticamente estaba empezando cuando ella vivió en Francia y que le había subyugado totalmente. Por entonces había publicado sólo dos elepés y el segundo –Les Chemins de traverse– lo escuché hasta la saciedad durante los escarceos románticos en su casa, en especial la canción que más había popularizado al joven trovador: Je l'aime à mourir. Algunos años después, él mismo la cantó en español y también fue un bombazo en los países con nuestra lengua, tanto que bastantes se animaron a hacer sus propias versiones. Ya de vuelta en España, me acuerdo de que a principios de los ochenta sonó bastante la de Manzanita (prolongando el éxito que había conseguido poco antes con el ramito de violetas de Cecilia). Hay más versiones: por ejemplo, la bilingüe de Shakira que interpretó en su gira europea de 2011; también la de Niña Pastori de su último disco (Ámame como soy); o, por citar la que más me gusta, la que hicieron a duo Pau Dones y Alejandro Sanz en su gira americana de 2011. Búsquense en Youtube si quieren empalagarse de balada romántica; yo pongo aquí la más rockera de las citadas.


A cambio de que me enseñara a Cabrel yo la empaché lo más que pude de Dylan. Para esas fechas yo ya estaba bastante al día en la discografía de Bobby, e incluso empezaba a adquirir un cierto bagaje sobre la vida y milagros del cantautor de Minnesota. Justamente, durante la relación con Catherine atravesé mi primera crisis amorosa con Dylan a consecuencia de la publicación de Slow Train Coming, el primero de los dos álbumes que corresponden a su etapa de "cristiano renacido". Pasados los años no voy a decir que esos discos sean mis preferidos, desde luego, pero lo cierto es que ya no me producen el intolerante rechazo de mis veinte años y aprecio (sobre todo en éste) la mucha calidad que tiene, incluyendo la participación de un Mark Knopfler que prácticamente estaba dándose a conocer con Dire Straits. Pero a lo que interesa: como de lo que se trataba era de impresionar al bomboncito con el que había ligado, el primer disco de Bob que le hice escuchar fue el mejor de esa década de los setenta que no es otro que el Blood on the Tracks. Recuerdo perfectamente la escena: estábamos al atardecer en mi volkswagen escarabajo de color butano aparcados frente al Pacífico, en el extremo de la bahía de Lima, ese disco de Dylan sonaba en el cassette. Empezó A simple twist of fate y Catherine me dijo: esta canción la canta también Cabrel.
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 Un simple coup du sort - Francis Cabrel (Vise le Ciel, 2012)

Me descolocó por un momento (todavía no me interesaban como ahora las versiones del repertorio dylaniano); pensé que ese "también" se debía a que ignoraba la autoría de la canción, pero no. Me explicó que, hacía unos meses, había ido a un concierto de su ídolo en un pequeño local tipo café-concierto. Por lo visto, en un intermedio, Cabrel se puso a conversar desenfadadamente con el público y uno del grupo de Catherine le pidió que tocara algún tema de Dylan porque sabía que era un gran admirador del americano. Y así, en su inglés afrancesado, interpretó el "simple giro del destino" haciendo que por primera vez esa colegiala franco-peruana escuchara una canción del norteamericano. La anécdota me llamó la atención e hizo que Cabrel, cuya música me agradaba, me resultara aún más interesante. De modo que, ya en España, durante los ochenta me hice algunos de los vinilos que publicaba y los escuchaba con frecuencia; digamos que era el representante de la música francesa (muy minoritaria frente a la anglosajona) en mis audiciones. En esos tres o cuatro discos de los ochenta nunca grabó una canción de Dylan, pero sí puede apreciar su influencia tanto en la composición como en algunos arreglos concretos. Quizá lo que me había contado Catherine no era cierto, pero encajaba, no se me antojaba inverosímil.

  
S'abriter de l'orage - Francis Cabrel (Les Beaux Dégâts, 2004)

Mucho después, ya en este siglo, vine a conocer un poquillo de la vida y milagros de este aquitano de orígenes friulianos y me enteré de que, en efecto, el tipo es uno de los muchos afectados por la música de Dylan. Parece que a los trece años escuchó en la radio Like a rolling stone (que entonces era un tema relativamente reciente) y quedó impactado; esas navidades le regalaron una guitarra y se puso como loco a componer tomando como referencia al que ya era su ídolo y también a Leonard Cohen, Neil Young (bastante previsible). Estamos hablando del 66-67, así que para entonces –como he he ido repasando en los últimos posts– ya una generación anterior a la de Francis había dejado en Francia sus ejercicios de dylanismo adaptado al francais. Luego, antes de que empezara su carrera profesional, saldría el LP monográfico de Kerval, complementando el canónico previo de Aufray. Es una suposición mía, claro, pero me da que si Francis, a sus veintitantos años estaba con ganas de grabar alguna versión de Dylan, el peso de sus mayores le inhibía; aunque también intuyo que sentía que él podía acercarse con su propio estilo al de Minnesota.

  
Elle m’appartient (C’est une artiste) - Francis Cabrel (Des Roses et des Orties, 2008)

Elucubraciones al margen, lo cierto es que durante más de veinte años y unos quince álbumes, su pasión por la música de Dylan no se materializó en un estudio de grabación. Y de pronto, en su primer disco del nuevo siglo, ya entrado en la cincuentena, Cabrel se dio permiso, se dijo que ya era lo suficientemente mayor para hacer sus propias versiones de Dylan. En mayo de 2004 publica su décimo LP de estudio, Les Beaux Dégâts (Los hermosos estragos) y justamente el verano de ese año pasé un par de días en Tolouse (no muy lejos de donde vive el cantautor), vi el CD y, aunque por entonces lo tenía muy olvidado, no dudé en comprarlo. Lo escuchamos al día siguiente, en el reproductor del coche. La verdad es que me gustó mucho; el hombre había madurado una barbaridad, la música era bastante más rica ... Por supuesto, no entendía ni papa de las letras y lo cierto es que cuando escuché la novena canción del álbum (S'abriter de l'orage), que me encantó, no caí en que se trataba de una versión del Shelter from the storm. Sólo un par de días después, viendo en los créditos que el compositor era Bob Dylan, logré descubrir que se trataba de una versión muy personal (y diferente) de ese conocido tema. Y lo curioso es que, pese a que Cabrel me coló sin que me diera cuenta la primera versión que grababa de nuestro admirado Dylan, al empezar a escuchar el disco me había evocado el sonido envolvente y misterioso de los de la época de Lanois (en especial el Oh Mercy de 1989). Pues nada, que me reencontraba con Cabrel justo cuando se tiraba por fin a la piscina de las adaptaciones de Dylan. Agradable sorpresa.

  
Comme une femme - Francis Cabrel (Vise le Ciel, 2012)

Cuatro años después, Francis saca su disco Des roses et des orties y de nuevo viene con una adaptación al francés de una canción de Dylan, ahora She belongs to me. Esta vez la reconocí sin dificultad y, aunque me gustó, me impresionó algo menos. En todo caso, se ve un Cabrel sobrado de seguridad en sí mismo y, según compruebo, con masiva aceptación del público francés (este disco fue número uno en el país vecino, pese a que lo que hacen los gabachos no suele interesarnos). Total otros cuatro añitos después –y ya estamos en 2012– nuestro hombre quiere hacer su aportación definitiva, sumarse a Aufray y a Kerval, siendo el tercer francés con un LP entero dedicado a Dylan. Se llama Vise le Ciel (Hacia el Cielo) y contiene once canciones de las cuales solo las dos provenientes de Blonde on Blonde (Just like a woman y I want you) y La balada de Hollis Brown contaban con versión francesa previa (de Kerval las dos primeras y de Aufray la tercera). Las ocho restantes suenan por primera vez, que yo sepa, en ese idioma, novedades a las que hay que sumar los dos adelantos en los discos previos ya mencionados. Si atendemos al fraseo de las letras para fijarnos en el grado de idoneidad rítmica de las traducciones, tengo la impresión de que, aún sacando en general buena nota, Cabrel no llega al nivel de Aufray. Musicalmente, sin embargo, este ramillete de canciones me parece más logrado que el de su antecesor y necesaria referencia; siendo bastante fieles a los originales (ninguna se resiste a ser identificada), Cabrel las ha hecho muy suyas, unas versiones sentidas y actualizadas, muy de hoy. Por cierto, entre ellas se cuenta el Simple twist of fate, la que Catherine me contó que le había escuchado; tantos años después se decidió a adaptarla a su lengua y grabarla en un disco (me pregunto si mi novieta de entonces, que ahora será una cincuentona, habrá escuchado este disco). En fin, en este post van unas cuantas de las canciones de Dylan que Cabrel interpreta en francés, para que cada uno juzgue a su gusto. Y también para dar por finalizado el repaso a Las Galias y decidirme, en la próxima entrega, a cruzar los Pirineos.

  
Tout se finit là, bébé bleu - Francis Cabrel (Vise le Ciel, 20012)

Dylan en romance (10)

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El catalán –incluyendo sus variantes– lo hablan unos once millones y medio de personas; el idioma español o castellano, en cambio, alrededor de quinientos sesenta millones. Es decir, hay casi cincuenta castellano-parlantes por cada hablante catalán. Ante tamaña desproporción demográfica a favor del español, habría que esperar que hubiera muchísimas más versiones de canciones de Dylan en este idioma que en catalán. Pues no, es justamente al revés, al menos basándome en lo que he podido investigar y en las muestras de mi propia colección. Así que ante este hecho estadístico, contrario a lo que cabría esperar, hay que encontrar alguna explicación y ésta puede que radique en que el catalán, en aquellos años del “segundo franquismo” en los que palpitaban ansias de cambio y libertad, era un idioma prohibido. Por tanto, emplearlo era requisito obligado de coherencia.

  
Politics de raçó - Enric Barbat (Els Setze Jutges-Audiencia Publica, 2009)
  
Los aires o climas de una época se convierten en acontecimientos a través de personas concretas, hijos de su tiempo –como todos– que actúan. Como es bastante sabido, a finales de los cincuenta, una vez pasados los años más duros de la represión de posguerra, quienes llevaban años trabajando por la democracia y el catalanismo animaron a gente joven e inquieta (y con mucho talento) a que compusieran e interpretaran canciones en catalán. Por esa época, al amparo de la abadía de Montserrat, se publicaba una revista catalanista y en catalán llamada Germinàbit; en el número de enero de 1959, Lluís Serrahima (1931), uno de los más influyentes intelectuales catalanistas del momento publicó el artículo Ens calen cançons d’ara (Se necesitan canciones actuales) que se considera el hito fundacional de la nova cançó. El resultado más inmediato fue la formación en 1961 del colectivo –mítico en la cultura catalana– de Els Setze Jutges, la mayoría de ellos aficionados por entonces, que comenzaron a componer y cantar canciones, muy influidos por la chanson francesa y los “trovadores” de entonces, muy en especial Brassens (repetidamente adaptado al catalán). Aquellos dieciséis jueces lo fueron al cabo de unos cuantos años, a medida que se iban sumando músicos jóvenes a los cuatro fundadores (Miquel Porter, Remei Margarit, Josep Maria Espinàs y Delfí Abella). Si consideramos que el décimosexto juez –nada menos que Lluis Llach– se incorpora hacia 1967 y el grupo se disuelve en el 69, se ve que fue, sobre todo, un semillero y catalizador de la música popular catalana. Acabada la “década prodigiosa”, algunos de sus integrantes abandonarían la canción para dedicarse a sus profesiones (todos eran universitarios de buenas familias burguesas); otros en cambio se profesionalizarían (Pi de la Serra, Guillermina Motta, Serrat, María del Mar Bonet, Lluis Llach). Els setze jutges no fueron una banda unitaria sino un paraguas que, bajo unos presupuestos ideológico-musicales comunes, amparó a relevantes personalidades individuales. En 1967 grabaron un disco compuesto por varias canciones, cada una de cada uno de los “jueces” (de ese disco, reeditado en 2009, provienen los dos temas que subo a este post).

  
Minyó que no et vols casar - Francesc Pi de la Serra (Els Setze Jutges-Audiencia Publica, 2009)

En 1967 aparece en Barcelona otro colectivo que se bautiza como el Grup de Folk. Se trataba de un grupo de chavales algo más jóvenes que los de Els setze jutges, también la mayoría hijos de familias de la alta burguesía catalana, también con ganas de impulsar la nova cançó, pero más gamberros y rebeldes que aquéllos y, además, no tan obnubilados por los cantautores franceses sino, en cambio, mirando más hacia el folk anglosajón y, más en concreto, a las canciones izquierdosas de Woody Guthrie y Pete Seeger o, claro está, del primer Bob Dylan. Serán estos chicos los primeros que adaptarán el repertorio dylaniano al catalán. El primer caso del que tengo noticia es bastante curioso y, de hecho, anterior incluso a la fundación del Grup de Folk. En 1964, tres adolescentes barceloneses forman un grupo claramente influido por el folk-rock norteamericano, al que llamaron Els 3 tambors, en referencia a una canción tradicional catalana. En 1966, uno de ellos (Xavier Triadó) se va y entran dos nuevos. Así, el definitivo cuarteto queda constituido por los hermanos Jordi Batiste (voz) y Albert Batiste (bajo), Gabriel Jaraba (batería) y Josep María Farrán (guitarra); quédense con estos nombres (especialmente con el primero), porque son importantes en el dylanismo en catalán. En 1966, Belter –sello especializado en el flamenquismo oficial del régimen; las cosas algo estaban cambiando– les publica un EP con cuatro canciones. Tres son compuestas por ellos y, entre ellas, la Cançó del noi dels cabells llargs uno de los temas de los sesenta que trascendería aquella generación. Pero la que aquí nos interesa es la que abría la cara A, el Romanço del fill de vídua que, sobre la música del Tombstone blues de Dylan habían montado un magnífico texto del poeta Pere Quart. La letra de la canción de Dylan poco o nada tiene que ver con el poema de Joan Oliver, aunque la mordaz ironía del mismo ("cuando no hay visitas hablo siempre en catalán") seguro que habría encantado a Bobby. No he conseguido el texto original del poema ni su fecha de publicación (supongo que será de finales de los cincuenta o principios de los sesenta), aunque la versión que hacen los tres tamborileros es una adaptación más breve, ya que hay otra que graba la Trinca en 1971 bastante más larga y musicalmente muy distinta. Me gustaría saber si estos chavales se pusieron en contacto con el poeta –un venerable sesentón por esas fechas– y también si a éste, cuando la escuchara, le gustó la canción. A mí sí, desde luego, y aunque en rigor no podemos decir que se trate de una adaptación al catalán de un tema de Dylan, vemos que en fecha tan temprana ya había en Barcelona algunos chicos que seguían al de Minnesota (recuérdese que el Highway 61 Revisited es de 1965, el año anterior).

  
Romanço del fill de la vidua - Els 3 tambors (EP, 1966)
   
Fijémonos ahora en otros tres chicos barceloneses que, durante el bachillerato se integran en el movimiento scout catalán que, después de una primera etapa represiva por el franquismo, estaba empezando a emerger. Dos de ellos son hermanos, Xesco y Joan Boix, el otro, el más joven, se llama Eduard Estivill (en la actualidad uno de los especialistas más reconocidos en los trastornos del sueño). Al finalizar sus estudios secundarios, los mandan a pasar una temporada en los Estados Unidos y allí se encuentran con un ambiente de plena efervescencia: la contracultura juvenil, el antimilitarismo, la psicodelia, los hippies … Musicalmente, se sienten atraídos por el folk (o, mejor, por el folk-rock) y van a escuchar a gente como los Beach Boys, Peter, Paul and Mary, Joan Báez y, por supuesto, al propio Dylan. De vuelta en Barcelona, serán de los impulsores del Grup de folk. Xesco, el mayor de los tres, y Jaume Arnella, otro de los nombres que en esos años integrará el colectivo, graban en 1967 el EP Espirituals negres con tres temas traducidos al catalán. Los otros dos, con Amadeu Bernadet, montan a principios del 68 el grupo Falsterbó 3 que, con cambios de componentes, se mantendrá hasta el 75 y después, a partir del 82, vendrá una posterior resurrección y hasta la fecha. Pero antes de Falsterbo, en 1967, Joan graba con Ramon Casajoana dos canciones de Dylan que éste había traducido al catalán. Se trata de Blowin' in the wind (cómo no) y When the ship comes in. Que yo sepa son las dos primeras versiones de las letras de Bobby en catalán.

  
Escolta-ho en el vent - Joan Boix-Ramon casajoana (EP, 1967)

  
El dia que el vaixell vindrà - Joan Boix-Ramon casajoana (EP, 1967)

Pero el nombre clave, creo yo, es el de Pau Riba, uno de esos inclasificables que ha hecho de todo (y casi todo interesante) y a sus sesenta y cinco tacos sigue dando guerra. Según la crónica oficial, en el 67 pide ser admitido entre los Setze Jutges pero éstos lo rechazan, parece que por divergencias estilístico-musicales: en vez de adorar a Brel o Brassens, se decantaba por Dylan (y no le hacía ascos a la guitarra eléctrica). El Pau, entonces, llama a un grupo de amiguetes (los que he citado en los dos párrafos precedentes y alguno más como el loco de Jaume Sisa u Oriol Tramvía) y forma el Grup de Folk, un colectivo más abierto que el de los jueces y también másw combativo aunque, eso sí, desde el ámbito de la música popular en catalán. En mayo del 68, todos estos muchachos ofrecen un concierto en el parque de la Ciudadela que ha pasado a convertirse en la referencia seminal del cambio generacional en Barcelona, enlazando esta ciudad con los movimientos similares que se vivían en Europa (empezando, claro, por París). El acto se denominó Festival Folk y tuvo una duración de siete horas con la asistencia de 9.000 personas, algo inusitado para la época. Al año siguiente repitieron el reto y hasta ahí, porque en el 70 han desaparecido de hecho (aunque algunos de ellos resucitan el nombre del colectivo para el Canet Rock del 75). De esos dos años proviene la versión de Girl from the North Country que adaptó al catalán Pau Riba y cantó Jordi Batista, que se puede escuchar a continuación y coincidirán conmigo en que no está nada mal.

  
La noia del pais del Nord - Jordi Bautiste (1968)

Pues de momento, hasta aquí, nos quedamos en los sesenta. Ya han sido presentado los jóvenes contestatarios que se pondrían a cantar a Dylan en catalán, antes que nadie en el resto de aquella España Una, Grande y Libre. Pero esto no es más que el inicio; a partir de ellos (y ellos mismos) el de Minnesota seguirá siendo adaptado, abundantemente adaptado. Lo vemos (y escuchamos) en otros posts.

Una de cal y otra de arena

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Ésta es una de esas expresiones que escuchamos hasta la saciedad y que todos entendemos para referirse a situaciones que tienen aspectos buenos y malos. Por ejemplo, un diario económico, para sintetizar el caótico comportamiento de las bolsas europeas, emplea como titular “los mercados siguen dando una de cal y otra de arena”; es decir, se alternan resultados buenos y malos. Ahora bien, casi nadie parece tener claro qué es lo bueno y qué lo malo: ¿la cal o la arena?

En su “Diccionario de dichos y frases hechas”, Alberto Buitrago aporta el breve texto que sigue: “Dar una de cal y otra de arena: Actuar alternativamente de forma positiva y negativa. El equipo no funciona bien. Un día gana y al siguiente pierde. Está dando una de cal y otra de arena. Antiguamente, cuando no existía el cemento, los ladrillos o piedras se fijaban con mortero, un compuesto que se hacía con una palada de cal, el material caro y más noble, la parte buena, y otra de arena, lo más abundante y menos importante. Con frecuencia, con la intención de ahorrar o de engañar al contratante, se echaba más arena que cal”. La explicación nos remite al mundo de la construcción en que se usan los áridos y la cal para hacer mortero. Lamentablemente, en este libro no se aportan referencias documentales que permitan conocer cuándo se empezó a usar esta frase hecha pero, si es verdad que proviene de tiempos en los que aún no se usaban morteros de cemento, habrá de ser de principios del XIX o anterior.

Recurro entonces a los fantásticos bancos de datos de la Real Academia pero la única mención que encuentro a esta frase hecha es demasiado reciente (1887), aún cuando la fuente sea una obra tan notable de nuestro idioma como Fortunata y Jacinta. Al principio del capítulo II de la Parte Primera escribe Don Benito que “Daba sus descargos el delincuente como podía, fatigando su imaginación para procurarse respuestas que tuvieran visos de lógica, aunque éstos fueran como fulgor de relámpago. Ponía una de cal y otra de arena, mezclando las contestaciones categóricas con los mimos y las zalamerías”. En todo caso, el hallazgo vale para confirmar que en la segunda mitad del XIX la expresión estaba firmemente consolidada en el hablar coloquial. También nos confirma que su significado era ya el que hoy define la RAE –alternancia de cosas diversas o contrarias para contemporizar–.

Ahora bien, ni de la cita de Galdós ni de la definición de la RAE se desprende que la alternancia de cosas diversas corresponda necesariamente a unas buenas y otras malas. En el texto de Don Benito, Juanito, ante las preguntas de Barbarita, responde unas veces de forma categórica y otras con evasivas zalameras. ¿Cuáles son las respuestas buenas y cuáles las malas? No parece que el novelista quisiera hacer la distinción en estos términos. Así pues, dar una de cal y otra de arena significaría alternar actos distintos, independientemente de su calificación en cuanto a su bondad. Ciertamente, si esta alternancia es entre actos positivos y negativos también sería de aplicación la frase hecha, pero estaríamos ante un caso particular y limitado, no el único posible (como establece Alberto Buitrago).

Supongo yo que con esta expresión se quería caracterizar a los de comportamiento poco fiable, ésos que no mantienen una línea de conducta congruente. Pero no a todos; no, por ejemplo, a quienes su conducta errática obedece a desequilibrios mentales, ya que, como señala la RAE, esas actuaciones obedecen a una intención contemporizadora. Es decir, que el que da una de cal y otra de arena lo hace con una finalidad, para ganarse el favor de alguien (en Fortunata y Jacinta, Juanito quiere convencer a Barbarita). Quizá por eso, lo más frecuente en los comportamientos que se calificaban con esta frase hecha sería que la alternancia fuera, efectivamente, entre cosas buenas y malas. Hago algo que sé que no le va a gustar a alguien (malo) e inmediatamente, para ganarme su favor o evitarme su animadversión, le hago algo bueno.

Así pues, intuyo que acotar el significado de la expresión a la alternancia de cosas buenas y malas –tal como establece Buitrago– es una reducción del campo semántico. No discuto que sea así, que hoy cuando se usa esta frase todos den por sentado que sólo vale si alternativamente se suceden noticias o actos buenos y malos (la bolsa sube y baja, en el ejemplo del diario económico), pero parece que no era así cuando se acuñó. Por tanto, en su origen no se mentaban la cal y la arena porque una fuera mala y otra buena sino, simplemente, porque eran distintas. Así que la respuesta que aporta Buitrago suena a explicación “a posteriori” para darle a la arena el rol negativo, ya que la pregunta habría carecido de sentido cuando se inventó la frase.

Por cierto y para acabar, en un foro de traducción inglés-español he encontrado que la frase hecha se aplica preferentemente en el ámbito de las relaciones laborales como un comportamiento típico de los jefes que pretenden mantener motivado a los empleados (dando una de cal) pero sin que éstos se tomen demasiadas confianzas (y para ello, dan la otra de arena). Si así fuera, vendría a ser una expresión equivalente a la del “palo y la zanahoria”, perfectamente homologable en inglés (carrot and stick). En fin, si no estamos muy seguros de cómo usar las frases hechas en nuestro idioma, mejor ni se nos ocurra intentarlo en otros distintos.

  
Cal y arena - Celia Cruz (Mi vida es cantar, 1998)

PS: Encuentro en la Red mención a una novela titulada precisamente “Una de cal y otra de arena”, publicada en La Habana en 1957 y escrita por el cubano Gregorio Ortega. Este Gregorio Ortega (1926-2004) se afilió muy jovencito a los comunistas cubanos y, a partir del triunfo de la Revolución castrista, hizo larga carrera oficial en la Isla. La novela está ambientada a principios de los cuarenta, periodo que se caracterizó por una violencia extrema en las calles habaneras, resultado del vacío de poder posterior a la caída de Gerardo Machado (1933) por la ”revuelta de los sargentos”. Gran parte de culpa en esa situación la tuvo el acuerdo que alcanzaron Batista y Lansky (el segundo de Lucky Luciano) pocas semanas después del golpe y que duraría prácticamente hasta la nochevieja de 1958. Estaría bien leer esa novela, no sólo para enterarme del por qué del título (que algo me barrunto al respecto), pero me temo que es otro de los muchísimos libros imposibles de conseguir.  

Los papeles de Panamá (1) (escenas chipunas)

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Aquilino Jambón salió pletórico del despacho de Kalinas, henchido de gozo e ilusión, rejuvenecido. Habían sido años duros los tres últimos. Las fraticidas luchas internas del PICHi (Partido Identitario Chipuno) habían concluido con la inmisericorde derrota de Ubaldo Pachulero y el apartamiento de sus fieles (al menos de los que no supieron cambiar de bando a tiempo) de los cargos de poder. El nuevo líder, David Surquillo, no era nada partidario de la política de enfrentamiento con el gobierno del Estado que había caracterizado la etapa de Pachulero, al menos de cara a la galería. Bien es cierto que a la fuerza ahorcan y que las heridas abiertas en el partido lo habían debilitado tanto que no era tiempo de ponerse gallitos. Al menos, algo así le explicó el propio David en la primera y única reunión a la que lo citó para comunicarle que, por motivos tácticos y de imagen, convenía que cesara como asesor de la Consejería de Educación y Cultura. A él, al ideólogo más serio y comprometido del nacionalismo chipuno, lo apartaba ese jovencito ambicioso, a él que ya se batía el cobre por la soberanía chipuna cuando David no era más que un niño de teta. Pero lo cierto es que los resultados de las últimas elecciones abrían un panorama desolador; la pérdida de votos del PICHi había sido estrepitosa y el desastre no fue mayor gracias a la tramposa ley electoral. En esas circunstancias, se pudo mantener el gobierno gracias a una renovación del pacto con la FLiPa (Federación Libertaria y Pacifista) con guiños cómplices al PMC (Partido Moralista de Cascaterra), las dos formaciones que desde el fin de la Dictadura habían protagonizado el régimen turnista de la democracia cascaterrana. Pero la crisis había traído al parlamento de Chipunia (como en el resto de las regiones autónomas de Cascaterra) nuevas fuerzas que cuestionaban el bipartidismo reinante y, lo que era peor, amenazaban con desmontar el status quo tan esforzadamente construido.

En su momento, aún sintiéndose vejado, Aquilino hubo de admitir que la estrategia de Surquillo no carecía de lógica. Sin embargo, pasado el primer año de gobierno, tanto "buen rollito" del nuevo Presidente con el Estado (complementado con numerosas giras por Cascaterra) lo habían llevado a un estado de indignación permanente. Veía con angustia cómo languidecían todas las decididas iniciativas que durante los dos gobiernos de Pachulero habían ido reforzando la conciencia identitaria chipuna en una estrategia conducente a medio plazo a la independencia (como el carné de identidad chipuno, las transferencias económicas forzadas al Estado al amparo del Plan Estratégico de Seguridad Ambiental y alguna otra). Naturalmente, Jambón había seguido trabajando en lo que era su razón de existir: la defensa de la soberanía chipuna. Al salir del gobierno, Amando Kalinas, el influyente empresario de origen lituano, le concedió la dirección de la Fundación de Estudios Chipunos, conocida popularmente como la Chifún. Desde allí, gracias al generoso presupuesto, impulsó numerosas actividades de fomento de la cultura identitaria chipuna así como un instituto demoscópico que con periodicidad mensual sondeaba los sentimientos patrióticos (o sea: independentistas) de la ciudadanía. Como cabía esperar, los gestos apaciguadores de Surquillo habían reducido el porcentaje de los soberanistas. A ello se sumaba que, desde la muerte de Gobelio Gil, conocido como el señor Burns, Hoy había abandonado casi totalmente el agresivo nacionalismo de sus editoriales. Jambón desesperaba ante el irremediable daño que el presidente de su partido infligía a la que debía ser la sagrada causa común y envidiaba la política rupturista que habían emprendido en Lacetania, donde una coalición independentista, con mayoría en el Parlamento, había declarado el inicio de un proceso para la separación de Cascaterra.

Pero parecía que venían nuevos tiempos, se abrían de nuevo ventanas de esperanza para el nacionalismo chipuno. Y pensar que tenía que haber sido un empresario (no un intelectual como él) y para más inri de origen foráneo (no de pura sangre chipuna como él) quien había visto la oportunidad que se presentaba a los luchadores por la independencia; era un poco humillante, la verdad, pero en estos momentos sobraban las vanidades personales. Malena Labell, la secretaria de Kalinas, lo había llamado la víspera al despacho de la fundación. Con esa voz seductora a la que no lograba habituarse –escucharla era sentir un latigazo de erotismo, evocar la voluptuosidad de aquel cuerpo femenino, y lo peor de todo, quedarse descolocado, sin saber ni siquiera qué pensar– le había preguntado si podría reunirse con el empresario para tratar asuntos de la máxima importancia para el futuro de la patria. Sí, había dicho patria, una especie de clave privada, de advertencia personal, para él. A ningún otro habría Aquilino admitido una convocatoria tan apresurada, pero al lituano le debía mucho y, más importante aún, era el único apoyo eficaz con que contaba para evitar el abandono de la lucha soberanista. De hecho, mediante discretas gestiones de Amando, Jambón había ido reuniendo en la Chifún un selecto grupo de miembros del CHIPi descontentos con la política de Surquillo e incluso, a pesar de sus reticencias iniciales, a otros más jóvenes vinculados al Colectivo Voltereta y que, a pesar de su radicalismo anti-sistema que tan antipático se le hacía, podían representar un apoyo táctico muy relevante ante próximos desafíos frente al gobierno de Cascaterra (se trata de ligárnoslos con el argumento de que la revolución social en Chipunia requiere como paso previo liberar nuestra tierra de la opresión colonialista –le había explicado Kalinas–; son compañeros de viaje, luego ya veremos). Así que le confirmó a Malena que iría y acto seguido postergó su cita con el urólogo.

– ¿Qué sabes de los papeles de Panamá? Fue la pregunta con que, una vez solos y cumplidos los primeros comentarios intrascendentes, entró en materia Kalinas.

– Lo que todos, supongo: a una firma de abogados de ese país, especializada en gestionar empresas off-shore le han robado mediante hackeo informático una barbaridad de documentos y han sido filtrados a los medios los nombres de muchísimas personalidades en todo el mundo que tenían sociedades de ese tipo, lo que les pone bajo sospecha de evasión fiscal, cuando no de cosas peores.

– Buen resumen, Aquilino, pero, ¿no te parece sospechosa esa filtración? ¿No crees que puede que esos datos no sean todos auténticos?

– Sí, lo cierto es que lo había pensado, pero no sé, ¿un montaje? Hay muchos periódicos involucrados, supongo que se asegurarán de la fiabilidad de lo que publican.

– ¿Asegurarse? No dejes que la verdad te estropee una buena noticia, Aquilino, vete aprendiendo esa máxima fundamental del periodismo actual. De entrada, mucha ética no tienes por qué suponerles cuando se lanzan a publicar datos robados. En todo caso, lo que sí te puedo garantizar es que en esas listas de nombres que se han filtrado ni están todos los que son ni son todos los que están.

– ¿Y tú cómo lo sabes, Amando? Disculpa que te lo pregunte.

– Eso deberías poder figurártelo, dados el tiempo que nos conocemos y tu privilegiada inteligencia, señor Jambón. Pero te diré sólo una cosa: yo gestioné la creación de tres sociedades off-shore con Mossack Fonseca y mi nombre, ni ha salido ni saldrá a la luz pública.

– Vaya, y si tú siendo no estás, también cabe que haya quienes están y no sean. Ya me gustaría que tal fuera el caso de Gino Pezzi.

Llegados a este punto, procede abrir un paréntesis aclaratorio para los lectores no avisados, si posible es que alguno desconozca quién es Gino Pezzi (tal vez alguien que acabe de despertar de un largo coma). Chipunia nunca había tenido equipos de fútbol relevantes en la liga de Cascaterra; el club de la capital, el Trifón Atlético, es el típico "ascensor", subiendo y bajando entre primera y segunda división. Hace un par de años, sin embargo, la situación cambio radicalmente. Para poder zanjar la crisis del PICHi y evitar daños irreparables, a Ubaldo Pachulero, apasionado hincha del Trifón, se le ofreció, a modo de salida digna, la presidencia del club. El apoyo financiero provino del pacto secreto de Amando Kalinas y Lucas Colorado, probablemente los dos hombres más poderosos de Chipunia. Pacto tan secreto que casi nadie lo conocía porque, de cara a la galería, a ambos les convenía que se pensara que mantenían una eterna y cordial enemistad aunque, en un nivel subterráneo y con vista a largo plazo, colaboraban en objetivos comunes. El caso es que a mitad de la temporada pasada, Pachulero fichó (con el dinero del lituano, claro está) a la joven estrella del Sporting Patagonia, un media punta de una calidad extraordinaria que desplegó toda su capacidad nada más llegar al Trifón Atlético. Ver jugar a Pezzi es un verdadero placer: la inteligencia en la colocación, la precisión de sus pases, su endiablada velocidad con imposibles cambios de ritmo, el bellísimo baile de sus regates ... Esa primera temporada, revolucionó al equipo y enamoró a la afición; el Trifón acabó sexto y si hubiera habido dos o tres jornadas más se habría clasificado para la Champions. En la presente, el club reforzó la plantilla con inteligentes adquisiciones además de incorporar a tres chavales de la cantera de incuestionable calidad. El Trifón, desde el inicio, está arrasando y ahora, ya mediada la segunda vuelta, ocupa el primer puesto con una cómoda ventaja sobre el siguiente. Es fácil imaginar el entusiasmo de la población chipuna, en especial de los más viejos que lloran emocionados ante la muy probable victoria en el campeonato del equipo de la tierra. Aquilino, partícipe de este orgullo generalizado de la ciudadanía, ha pensado varias veces que debería aprovecharse en favor del sentimiento identitario, que habría que convencer a Gino para que apoyase la causa soberanista chipuna. Conocedor del pacto entre Kalinas y Colorado y de que ambos trabajan en secreto por desligar Chipunia del yugo cascaterrano (aunque sea por intereses crematísticos y no patrióticos como él), ha sospechado más de una vez que el fichaje de Pezzi es más que una mera operación futbolística, pero hasta hoy no ha tenido ningún indicio sólido que lo corrobore. Y ahora, en estos papeles de Panamá, aparece como titular de una sociedad en ese país en la que presuntamente oculta bienes al fisco de Cascaterra. Vladimiro Valaco, el locuaz e impertinente ministro de Hacienda en funciones (del PMC), se apresuró a declarar que había encargado una investigación sobre los nombres de los "papeles" y, si se comprobaba que no habían declarado las cantidades que tenían en esas sociedades, pagarían su delito con todo el rigor de la Ley, independientemente de quienes fueran. Las declaraciones del ministro habían indignado a los chipunos, pues parecía dar por sentada la culpabilidad de Pezzi y amenazaba con llevarlo a la cárcel.

Los papeles de Panamá (y 2) (escenas chipunas)

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– Pues justamente te he llamado para que hablemos de Gino Pezzi, Aquilino, porque, en efecto, la noticia de su presunta empresa off-shore panameña no es nada buena; esto puede hacer mucho daño, no sólo al Trifón Atlético, sino a la causa chipuna.

– Me alegra que digas eso, Amando, porque significa que tú, como yo, eras consciente de la importancia de Pezzi para el nacionalismo chipuno. Pero ahora, sospechoso de evasión fiscal, pierde su potencialidad, no podemos empañar la causa con la sombra de delitos.

– Adivino que estás pensando en Joan Formol, el ex-presidente de Lacetania. No es lo mismo: Formol era el fundador de su partido y el máximo referente moral, mientras que a Pezzi nadie lo puede situar aún en la órbita del PICHi. Pero, sobre todo, Formol confesó que tenía dinero fuera de Cascaterra sin declarar, mientras que Gino de momento guarda silencio. Entre otras razones porque yo mismo me he ocupado de ordenarle que así lo haga, hasta que decidamos qué es lo que conviene.

– Pero, Amando, ¿es verdad o no que Pezzi tiene una sociedad off-shore en Panamá?

– ¿Verdad? ¿Qué es la verdad, Aquilino? ¿Cuántos filósofos se han hecho esta pregunta sin llegar a una única respuesta? ¿Podemos acaso, pobres de nosotros, saber lo que es la verdad? Pero, sobre todo, ¿tiene realmente importancia la verdad? ¿Interesa saber la verdad o, más bien, depende del precio que haya que pagar?

– ¿Precio? No estoy seguro de entenderte, de comprender a dónde quieres llegar.

– Pues es muy sencillo, Aquilino. Admitamos que la veracidad de un enunciado no sea algo objetivo en sí mismo, sino  resultado de un proceso dialéctico. De hecho, tal es la “verdad judicial”, la conclusión tras un enfrentamiento en el tribunal entre defensor y fiscal. Si Pezzi fuera juzgado, sólo al final del proceso, sabríamos la verdad: delincuente si el acusador logra convencer al jurado, inocente si quien se lleva el gato al agua es el abogado. Y estaremos de acuerdo en que, si se llegara a una causa penal, todos los chipunos querríamos que la tesis del abogado triunfase, que la verdad fuera que Gino es inocente.

– Sí, claro, pero la verdad no resulta ser siempre la que queremos. A veces no podemos convencer al fiscal porque los hechos son tozudos, incuestionables.

– Tienes razón, a veces los hechos son tan evidentes que te imposibilitan creer la verdad que quieres que sea. Pero no olvides que, en las más de las ocasiones, los hechos se perciben tal como te los presentan. Es más, la mayoría de la gente no tiene acceso a lo que convenimos en llamar hechos. Dejémonos de abstracciones y volvamos a lo que nos importa: ¿cuál es el hecho? De momento la filtración de unos documentos de los que se desprende que Pezzi tiene una sociedad en Panamá en la que oculta algunos milloncejos de euros. Pero, ¿cómo sabemos que no son burdas mentiras? ¿Qué valor como prueba tiene la firma de Gino en azul y una copia de su pasaporte en esos papeles, cuando hoy en día disponemos de software de reproducción y tratamiento de imágenes que permiten que hasta el más torpe logre excelentes falsificaciones?

– Entonces, ¿esos papeles son falsos?

– Coño, Aquilino, no terminas de entender; ¿para qué vuelves a preguntar si son falsos? Serán verdaderos o falsos según resulte del consiguiente proceso dialéctico. Lo relevante es cómo queremos que acabe ese proceso y, por tanto, en qué lado vamos a estar, qué papel vamos a jugar: ¿el de fiscal o el de defensor?

– Vale, lo capto. Hemos de ser defensores, claro; la verdad debe ser que esos papeles son falsos, que Pezzi no es un evasor fiscal.

– Así es, en efecto. Y fíjate que si nos erigimos en defensores es porque hay fiscales que acusan, que quieren que la verdad sea la contraria, que están interesados en que Gino Pezzi sea declarado un evasor fiscal, e incluso que sea arrebatado a Chipunia para encerrarlo en una cárcel cascaterrana.

– Por supuesto, ahora sí que comprendo el sentido completo de lo que me dices. Son ellos, quienes quieren que Gino sea culpable, los que se han ocupado de filtrar las pertinentes falsificaciones. Y ese interés obedece al miedo del centralismo cascaterrano a que Pezzi se convierta en un símbolo de la soberanía chipuna. Se trata, sin ninguna duda, de una nueva campaña del colonialismo para cercenar las apiraciones de libertad de nuestro pueblo.

– Muy bien, Aquilino, muy bien. Exactamente ése es el núcleo del discurso; en esa línea has de trabajar. Te darás cuenta de que estamos ante una gran oportunidad para conseguir que el porcentaje de chipunos partidarios de romper amarras con Cascaterra se multiplique vertiginosamente. El fútbol se ha convertido en la más eficaz argamasa nacionalista, tanto que casi todos los chipunos preferirán la desconexión con el Estado si eso garantiza la inmunidad de su ídolo. El propio Surquillo está de acuerdo. Ya ha comprobado que la política conciliadora no lleva a ninguna parte o más bien lleva al menoscabo del CHIPi. Pezzi hará mañana, en vísperas del partido contra el Águilas, una rueda de prensa en la que declarará que los datos que aparecen en los papeles de Panamá son falsos, medias verdades en realidad, que son mentiras aún peores; presentará certificados sobre sus ganancias en los últimos dos años –desde que está sometido a la fiscalidad cascaterrana– justificando que ha pagado todos los impuestos que obliga la Ley. El lunes, el presidente, en horario de máxima audiencia, dirigirá un mensaje televisado en el que informará de que el gobierno está convencido de la inocencia de Pezzi y además de que cuenta con indicios sólidos de que las filtraciones aparecidas en los medios son falsificaciones interesadas en dañar el prestigio y la dignidad de los chipunos. A partir de ahí empezará tu trabajo. A través del Chifún y de Hoy, del que mañana serás nombrado director, habrás de acometer una intensa campaña para enardecer a los chipunos, para hacerles ver que estamos siendo atacados y que es necesario rebelarse, independizarse. En un plazo máximo de tres meses, las encuestas deben reflejar un porcentaje del 80% como mínimo de partidarios de la independencia. Estaremos entonces ante un nuevo escenario pleno de posibilidades.

– ¿Director de Hoy? Amando, me dejas sin palabras, es un altísimo honor, no sé qué decir ...

– Ni falta que hace que digas nada, Aquilino. Nadie como tú merece ese cargo que sabrás desempeñar tan bien o mejor que el difunto Gobelio. Y no te preocupes que, como él, contarás con el apoyo en cuerpo y alma de Malena, mi excelente secretaria, mujer altísimamente eficaz y de mi absoluta confianza. David ya está al tanto y ha dado su visto bueno más entusiasta.

– Vaya, creo que he sido injusto con el presidente ...

– Estamos juntos en el mismo barco, no lo olvides. Ahora tenemos que ponernos a trabajar, supeditarlo todo a nuestro gran objetivo, para cuya consecución hemos de estar dispuestos a pagar el más alto precio, mucho más, por ejemplo, del que tiene una verdad siempre resbaladiza.

– Te estoy muy agradecido, Amando, no sabes cuánto. Ten por seguro que trabajaré incansablemente, que me volcaré sin desmayos en este esfuerzo patriótico. Debería ya mismo hacerle una entrevista a Pezzi que sea portada de Hoy en cuanto ocupe la dirección del periódico, ¿no crees?

– No, Aquilino. Gino debe permanecer de momento alejado de los medios hasta su rueda de prensa. De hecho, lo tengo secuestrado en el Hedonia Park, hasta le he quitado el móvil aunque por el momento ni lo echa en falta. Advierte que debo prepararlo, es demasiado ingenuo, infantil incluso.

– Ya, comprendo. Imagino que estará dolido, indignado con estas infames calumnias. Tienes que hacerle ver que él no es más que una víctima propiciatoria de nuestros poderosos enemigos.

– No, no creo que le tenga que hacer ver eso precisamente. Me parece que vuelve a escapársete la naturaleza de la verdad. Recuerda, Aquilino, ésta es irrelevante y, por tanto, también lo es que se trate realmente de una conspiración contra Chipunia. Será una conspiración contra Chipunia porque nosotros, tú sobre todo, haremos que lo sea.

– Tienes razón, me cuesta estar a tu altura. La verdad es, en efecto, la que tiene que ser, la que exige la necesidad histórica. El Destino ha hecho que nuestros enemigos nos den las armas para nuestra libertad, unas armas que no habrían sido mejores si nosotros mismos las hubiésemos escogido.

– Así es, Aquilino, así es.

Los dos hombres, muñidores de una patria naciente, se fundieron en un abrazo dando por acabado el encuentro. Y Aquilino Jambón salió pletórico del despacho de Kalinas, henchido de gozo e ilusión, rejuvenecido.

Dylan en romance (11)

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En el anterior post de esta serie atribuía a los chicos que se acogieron al paraguas del Grup de Folk la autoría de las primeras adaptaciones de Dylan al catalán. Sin embargo, buscando por varios sitios, me he encontrado con un grupo, Els Corbs, que en 1966 grabaron en la discográfica Edigsa El senyor del tambor, versión en catalán del Mr. Tambourine man. De estos "cuervos" poco he podido averiguar, salvo que eran cinco chavales que, como unos cuantos otros en Cataluña (y también, peor menor medida, en el resto de España), se habían formado a imagen y semejanza de los Beatles, para hacer versiones de los éxitos británicos del momento (Els Corbs, por ejemplo, grabaron en catalán The last time de los Rolling y Tired of waiting de los Kinks). El destino de estos chicos fue pasar sin dejar mucha huella en el panorama musical de entonces, un grupo más entre tantos. Si los he descubierto es gracias a que su señor del tambor fue recogido en un recopilatorio de versiones en catalán (Tribute to Bob Dylan), creo que grabado en 2012, aunque apenas tengo referencias (lo conseguí en iTunes Store). La verdad es que la interpretación de Els Corbs deja bastante que desear: la guitarra me parece chirriante, la base rítmica pobre y molesta, las voces aburridas. Pero en fin, aunque mucho más corta que la original (seguro que sólo tradujeron algunas estrofas) y a mil leguas de ésta en calidad, podría ser la primera versión de una canción de Dylan en un idioma penínsular. Ahí va:

  
El senyor del tambor - Els Corbs (1966)

También en los sesenta hay que dejar constancia de Miquel Cors (1948-2010), que fue más conocido como actor. Hacia finales de la década se inició en los escenarios como animador y cantante, vinculado de vez en cuando al Grup de folk. Adquirió cierto renombre gracias a la grabación del Romanço del fill de vidua, el poema que interpretaron Els 3 tambors con la melodía de Tombstone Blues, pero esta vez con otra música. Y en el 68 graba un EP –Miquel Cors canta cançons folk– con dos versiones de Dylan adaptadas ambas por Ramon Casajoana: una es El dia que el vaixell vindrà, que ya la puse en el post anterior cantada por el propio Casajoana con Joan Boix; y la otra No et capfiquis, ja està fet, traducción del Don't think twice, it's alright, que es la que acompaño a continuación, con sonido algo machacado (rayones de vinilo), y que he de confesar que tiene cierto encanto; la voz de Cors es muy agradable (no en vano uno de sus oficios más constantes fue doblador, tanto al catalán como al castellano) y su entonación suave te envuelve casi como si de una nana se tratara. He de decir que a Cors lo conocí en persona en Barcelona, hacia principios de los noventa, porque era amigo de una pareja muy amiga nuestra por entonces. Creo que ya vivía con Silvia Munt, pero ella no vino a aquel almuerzo. Desde luego, por esas fechas, no tenía ni idea de que había cantado a Bob Dylan. Eso lo he descubierto en estos días y también me he enterado de que murió en 2010 de un ataque cardiaco; tenía 61 años.

  
No et capfiquis, ja està fet - Miquel Cors (1968)

Buceando en busca de pioneros de Dylan en catalán me topo con dos chicas de Vic, Mª Carme Bau y Mª Dolors Roca, compañeras de escuela, que de forma más o menos espontánea se ponen a cantar en catalán con una guitarra. Se hacen llamar Duo Ausona (grafía entonces de la comarca catalana) y se presentan al programa de Salvador Escamilla en Radio Barcelona, lo que les supone el salto al modesto estrellato de la época, obviamente en el entorno de la nova cançó. Era el año 64 y las nenas de Vic tendrán una intensa carrera de giras por Cataluña y Baleares hasta el 69 en que dan por finalizada la aventura. Dolors se une a Esquirols, un grupo recién formado también de la comarca en el que seguirá hasta su disolución en el 86, mientras que Carme deja la música. Siendo ya dos señoras sesentonas reaparecieron en 2011 en un acto benéfico contra el cáncer en su ciudad natal, lo que trajo varias entrevistas en radios y televisiones catalanas (la nostalgia vende). Este dúo femenino grabó tres EPs con Edigsa, y en el último, del 68, uno de los cuatro temas es el Farewell Angelina de Dylan. Bob lo compuso en 1965 con la intención de incluirlo en Bringing it all back Home pero nunca llegó a grabarlo. Quien popularizó la canción fue Joan Báez, que la grabó ese mismo año. No me extrañaría mucho pues que las dos chicas creyeran estar versionando a la folkie norteamericana y no al de Minnesota (aunque en el disco se indica la autoría correctamente). Sin ánimo de condicionar el juicio del oyente, transcribo lo que se decía en la contraportada del EP: "El Duo Ausona da a cada canción una interpretación muy particular con una afinación perfecta. Así, sus voces conjuntadas crean para quien escucha un clima sedante y armonioso. Son dos voces con ángel que se hacen agradables de oír una y otra vez".

  
Bon viatge, Angelina - Duo Ausona (1968)

Ahora me toca volver sobre un músico que mencioné en el post anterior pero muy de pasada; me refiero a Albert Batiste, el mayor de los dos hermanos de Els 3 tambors (Jordi, dos años menor, volverá a esta serie pues, sin duda, es el nombre más importante si se habla de Dylan en catalán). En la época de "los tamborileros" y del Grup de Folk, Albert estaba en la Escuela de Arquitectura de la Politécnica barcelonesa y muy concienciado contra el franquismo, tanto que participó en la fundación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (resultado del rechazo estudiantil a la asociación única de afiliación obligatoria que había creado el régimen), así como en la Caputxinada, reunión del movimiento universitario disidente en el convento de los Capuchinos de Sarriá, que fue disuelta mediante el asalto de la policía (11 de marzo de 1966). En el 69 aparece por Barcelona José Manuel Bravo "Cachas", un madrileño que participaba en la movida progre-musical de la capital, en gran medida reflejo de la barcelonesa (Hilario Camacho, Elisa Serna, Adolfo Celdrán, Julia León), hermano menor de Pilar Bravo, la por entonces máxima dirigente del PCE en la universidad madrileña. Cachas era un tipo inquieto y altamente creativo y eso puede explicar que, pese a haber conseguido cierto prestigio en Madrid, se mudase a Cataluña donde, lógicamente, entró en contacto con los colegas del Grup de Folk, y de éstos con los más vanguardistas y hippies. Para no hacerla larga, el caso es que con Albert Batiste, Jaume Sisa y una chica llamada Selene forma un conjunto que se llamó Música Dispersa y que hacía composiciones sin letra (cantaban pero sin palabras) en un género que podría calificarse de rock progresivo-acústico. Colaboran con Pau Riba en su Dioptria 2 y ellos mismos, además de actuar en el circuito underground de la capital catalana, graban su propio disco, que pasó sin llamar demasiado la atención aunque desde luego resulta de lo más interesante y, sobre todo, absolutamente sorprendente para la época y el lugar (el 16 de agosto de 1970, Jordi Sierra i Fabra escribe en Disco-Expres una delirante y elogiosa reseña del álbum y cita –¿palabras de los músicos?– que la música tiene reminiscencias dylanianas; no las veo yo mucho, pero las concedo gustoso). No me resisto a subir uno de los temas de aquel LP, justamente el compuesto por Batiste con Cachas.

  
Eco - Música Dispersa (1970)

Pero volvamos a Albert Batiste porque me desvío (es que me divierte demasiado). A principios de los setenta, se enrola en Slo-Blo el grupo de Gato Pérez y Rafa Zaragoza, una banda country-dylan-california (así la definió el propio Zaragoza). No grabaron ningún disco pero, según he leído, solían interpretar temas de gente como los CSN&Y o JJ Cale; seguro que harían más de uno de Dylan, pero parece que sin traducirlos porque el Gato hablaba muy bien el inglés. Luego viene la famosa Orquestra Platería, de la cual Albert fue uno de los fundadores. Unos pocos amigos pensaron que sería divertido juntarse para celebrar la nochevieja de 1974 en la Sala Zeleste (que estaba en la calle Platería, de ahí el nombre) cantando los temas de bailes que habían escuchados durante sus infancias. Pero resultó un bombazo y el que iba a ser un grupo efímero duró cuarenta años. Claro que Batiste no estuvo más que al principio; no he encontrado que siguiera en la música y me imagino que, acabada la carrera (en el 73 según su Facebook), se dedicaría a la profesión de arquitecto. Lo que sí sé es que se trasladó a Sevilla (por causas "parejiles") y allí fue arquitecto de la Diputación, trabajando en urbanismo. Resulta que a finales de los noventa, el equipo que estábamos rematando el Plan Insular de Tenerife viajamos a un congreso en Sevilla y, entre los varios actos que nos habían preparado, tuvimos una reunión de trabajo con los técnicos de la Diputación. Dada mi pésima memoria no logro acordarme, pero digo yo que es bastante probable que conociera por entonces a Batiste. Actualmente, a punto de entrar en los setenta y jubilado, Albert reside de nuevo en Barcelona y, por lo que veo, sigue tan combativo como en sus años universitarios, ahora como miembro de ATTAC. Pues nada, ya he hecho un rápido repaso a su biografía, sólo para justificar la canción que subo, Els temps estan canviant (The times they are a-changin'). La he sacado del recopilatorio ya citado Tribute to Bob Dylan, cuyos cuatro últimos temas (éste entre ellos) están atribuidos al Grup de Folk y son en directo. Estoy prácticamente seguro de que corresponden al Festival Folk del 67 (el primero) y, comprobando en el disco de Edigsa, veo que, en efecto, esta canción de Dylan la interpretó Albert Batiste (la traducción también es suya). Ahora bien, resulta que también la noia del Nord la cantó en ese concierto Albert y no Jordi como dije en la anterior entrega de esta serie. De hecho, la que subí hace unos días sí la canta Jordi pero ha de ser bastante posterior (como tuve que haber apreciado por los arreglos y la instrumentación). En fin, hecha la fe de erratas, escuchemos a Albert Batiste: versión poco arriesgada con una traducción en la que la letra no termina de encajar bien con la música.

  
Els temps estan canviant - Albert Batiste (1967)

Nos miente, no nos miente, nos miente, no nos miente ...

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Lunes 11 de abril al mediodía: El Confidencial y La Sexta publican que en los papeles de Panamá aparecen el ministro Soria y su hermano como administradores de una sociedad denominada UK Lines. Esta sociedad se disolvió en marzo de 1995 (poco antes de la campaña electoral que llevaría a Soria a la alcaldía de Las Palmas) pero antes, en noviembre de 1992, el bufete de Mossack Fonseca había sustituido como administrador a José Manuel Soria por su hermano Luis.

Ese mismo día, al llegar a Lanzarote y conocer la noticia, Soria convoca una prensa en que niega rotunda y enfáticamente que nunca (lo repite tres veces) ha tenido nada que ver con esa sociedad UK Lines. Admite conocerla porque se trata de una empresa cien por cien británica con la que trabajaba su empresa cuando enviaba buques con mercancías agrarias a Gran Bretaña, pero es una sociedad totalmente ajena a él y a su familia. Además, insiste en que ha pedido al fiscal que investiga esos papeles que requiera la información a Panamá porque quiere que se sepa la verdad, ya que lo que se ha publicado es completamente falso.


Martes 12 de abril por la mañana: De nuevo El Confidencial y La Sexta publican sobre el ministro; esta vez proveniente no de Panamá sino del registro público de sociedades del Reino Unido. Según esta fuente la sociedad británica UK Lines fue creada por el padre de José Manuel Soria y él mismo fue el secretario entre 1991 y 1997 (dos años después de su entrada en política).

Más tarde, desde el Congreso de los Diputados, Soria volvió a negar que haya tenido ninguna relación con empresas radicadas en paraísos fiscales, pero ya sí admite haberla tenido con la UK Lines británica (la panameña era un “clon” de ésta), aunque aseguró no saber qué había sido secretario de la misma. No sabía por qué su nombre aparecía en los papeles ingleses y en los panameños, y supone que deben ser errores. Además, dijo que quería comparecer ante la Cámara para explicar su situación y defender su honorabilidad.

Miércoles 13 de abril: Los mismos medios publican la copia escaneada de un documento público del registro mercantil británico que corresponde al nombramiento de Soria como secretario de UK Lines con su firma manuscrita debajo. Si no es falsa (y se trata de un montaje conspiratorio para acabar con el ministro del PP), resulta extraño que Soria no sepa que había sido secretario (se le habrá olvidado).

A partir de esa fecha, parece que el ministro ha cesado (de momento) de hacer declaraciones e incluso de acudir a actos que tenía en su agenda. Parece que está previsto que comparezca el lunes por la tarde en el Congreso y, para entonces, veremos qué nuevas informaciones (verdaderas, falsas o miti-miti) habrán salido a la luz. Lo cierto es que ya a estas alturas casi se puede asegurar que ha mentido, incluso aunque las noticias sean falsas, porque hay contradicciones (o, al menos, incongruencias) entre sus propias declaraciones. La cuestión, ahora, está en saber la dimensión de la mentira. Eso sí, una vez que termine de declarar (porque puede que la vaya agrandando con el tiempo).

Por más que sea de dudosa moralidad, tener una sociedad en Panamá no es en sí mismo un delito. De otra parte, parece que los actos que se han destapado en los papeles de Panamá ocurrieron cuando aún no se dedicaba a la política. Quiero decir con esto que cuesta entender por qué Soria ha optado por esa negación contundente desde el principio cuando no le habría sido demasiado difícil justificar sus actuaciones. Salvo que todo sea un montaje (lo que parece difícil de creer, entre otras razones por el propio comportamiento del ministro a medida que se iban dando nuevas noticias), la única explicación que se me ocurre es que Soria sea idiota, que se hubiera creído que no se iba a poder descubrir nada concluyente contra él (me recuerda aquello que hace ya años dijo Felipe González de que “ni hay pruebas ni las habrá”).

La mentira tiene las patitas cortas, dice el dicho, y antes se coge a un mentiroso que a un cojo. Como me cuesta creer que el ministro sea tan tonto como parece a la vista de las declaraciones que ha hecho esta semana, y como también me cuesta creer que sea falso que la sociedad UK Lines fuera de su familia y se hubiera “clonado” en Panamá, pues estoy intrigado por saber cómo saldrá de este embrollo sin que quede meridianamente claro que ha mentido. Y si queda meridianamente claro que ha mentido, al mar-gen de la legalidad/moralidad de sus sociedades de antes de ser político, me gustará saber si se retirará de la vida política. Porque seguro que don José Manuel, que predica la especial ejemplaridad que corresponde a los políticos, convendrá conmigo en que un político que miente no puede seguir en la política.

Seguiremos atentos al folletín ...

Actualización (15 de abril a las 12:00): A primera hora de esta mañana José Manuel Soria, a través de un comunicado escrito a los medios, ha anunciado su renuncia al cargo de ministro, al acta de diputado en el Congreso y a la presidencia del Partido Popular en Canarias: abandona, dice, toda actividad política. Renuncia, según él, porque ha cometido errores en las explicaciones sobre sus actividades empresariales anteriores a su entrada en política en 1995, debidos a que le faltó información precisa sobre hechos que ocurrieron hace más de veinte años. No reconoce pues que haya mentido ni mucho menos que esas actividades empresariales (de dudosa moralidad) parece que las siguió realizando estando ya en política (a la luz de las más recientes revelaciones). Lo que está claro es que el hombre está políticamente muerto. Todavía habrá que ver si se atreve a dar la cara y comprobar el daño que esto hace al PP.

Pobre niña rica (2)

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Pero antes que a Warhol, Edie conoció a Dylan, al menos según dijo Bob Neuwirth en 1964 (y lo mismo afirma Howard Sounes en su biografía del cantante). Estamos a finales del 64 y Bob se acababa de mudar a un apartamento del Chelsea Hotel con Sara Lownds y su hija María, de tres añitos. Esta Sara es Sara, claro, la de la canción de Desire (1975), pero antes la dama de ojos tristes de las tierras bajas, el maravilloso tema que ocupaba –por primera vez en la historia– una cara entera de un LP (la B del segundo disco del doble Blonde on Blonde). Sara iba a ser la primera mujer de Bob (1965-1977) y la madre de sus primeros cuatro hijos. Pero cuando conoció al de Minnesota apenas era nadie, tan solo una veinteañera casada con un tipo que le doblaba la edad y con una niña pequeña; eso sí, era una chica muy guapa que pretendía hacer carrera como modelo o quizá en el cine. El caso es que la relación entre Bobby y Edi –tuviera el alcance que tuviera– duró desde finales de 1964 hasta probablemente febrero del 66, cuando ya habían empezado las sesiones de grabación de Blonde on Blonde. Durante ese tiempo, la pareja "oficial" de Dylan era Sara, pero eso no le impedía coquetear (y seguro que bastante más que coquetear) con otras. Entre esas otras estuvo Edie y, de todas, Edie era sin duda la más guapa, la más atractiva, la más glamurosa, la más sexy ... Pero Dylan se quedó con Sara.



Victor Maymudes, amigo y confidente de Bob y su tour-manager, fue uno de los que se sorprendió con la decisión de casarse. ¿Por qué te casas? ¿Y por qué con Sara? Según cuenta en su libro póstumo (Another Side of Bob Dylan: A Personal History on the Road and off the Tracks), Bob le contestó que "porque Sara estará en casa cuando yo quiera que esté en casa, porque estará donde yo quiera que esté, porque lo hará cuando yo quiera que lo haga". La respuesta muestra un Bob profundamente machista y probablemente lo era; al fin y al cabo, por mucho que se hubiera involucrado con los jóvenes rebeldes de los primeros sesenta, con la lucha por los derechos civiles, era hijo de su época y venía de un entorno rural, de la "América profunda". Imagino que el Bobby de veinticuatro años tenía un modelo vital inscrito en el subconsciente: había llegado el momento de tener un hogar con una mujercita sumisa que se ocupara de darle hijos y cuidarlos, de esperarlo y acogerlo en los intermedios de su intensa actividad profesional mientras él, fuera de casa, hacía lo que quería (incluyendo polvetes con tantas otras que lo admiraban). Desde luego, Edie Sedgwick no respondía a ese modelo de mujer (y Sara a lo mejor sí los primeros años, pero parece que finalmente no estuvo dispuesta a seguir representándolo).

Sin negar que Bobby fuera por entonces bastante machista, creo que en su elección de Sara influyó otro factor, el factor judío. Que Dylan es judío por sus cuatro costados es más que conocido pero lo cierto es no suele considerársele parte del muy numeroso e importante grupo de personas que integran la que podríamos llamar cultura judía estadounidense. En 1978, Ron Rosenbaum, un conocido periodista judío neoyorkino, le preguntó si había crecido consciente de ser judío, si había reflexionado sobre ello. Dylan respondió tajantemente que no, que nunca se había sentido judío, que nunca se había considerado ni judío ni no-judío, que no se sentía fiel a ningún credo. Hay que tener en cuenta que esa entrevista se hizo en un tiempo en que el cantante estaba bajo de ánimo: la separación de Sara lo había dejado tocado y para colmo las críticas a sus últimos trabajos no eran buenas. También por entonces estaba a punto de iniciar su etapa de "cristiano renacido", y a lo mejor eso le influiría a renegar de su identidad judía. Pero, en cualquier caso, es más que sabido que no hay que fiarse en absoluto de las declaraciones de Bob. De hecho, tanto su vida como su carrera artística ha sido un continuo reinventarse, colocarse una tras otra las más diversas máscaras, ser distintas personas, en el sentido originario de la palabra. Y sí, es verdad que Dylan es uno de los más claros símbolos del individualismo, del rechazo a cualquier adscripción grupal, a cualquier "identidad colectiva". Sin embargo, dado que siempre ha sido celosísimo guardián de su intimidad, no es ningún disparate pensar que su conciencia de ser judío forma parte de ésta, es algo que le concierne profundamente y que justamente por eso oculta (hacia finales de la primera década de este siglo, siendo ya sesentón largo, Dylan comenzó a exhibir muestras de practicar el judaísmo).

Pues bien, Sara Lownds es también judía. Lownds era el apellido del fotógrafo con el que se había casado en 1960, a los pocos meses de llegar a Nueva York procedente de Wilmington, Delaware, donde había nacido. En realidad se llamaba Shirley Marlin Noznisky y su padre, Isaac Noznisky era un judío polaco que emigró a los USA muy jovencito con sus dos hermanos. Isaac se casó hacia 1924 con Bessie, de la cual no he conseguido ninguna información (si no fuera judía, en rigurosa ortodoxia Sara tampoco lo sería pues la condición de judío se transmite matrilinealmente; pero una cosa es que Dylan se considerase íntimamente judío y otra que fuera tan puntilloso al respecto). No voy a decir que para el Bobby veinteañero fuera un requisito imprescindible que su mujer fuese judía, pero sí me creo que era un factor importante, algo que sumaba a la idea que tenía (consciente o inconscientemente) de lo que debía ser el núcleo familiar: un ámbito cerrado, protegido. A ello hay que sumar que cuando Dylan conoció a Edie ya llevaba algún tiempo viviendo con Sara y su hija María y, según cuentan quienes lo conocieron por entonces, se había encariñado mucho con la pequeñaja (de hecho, la adoptó). En ese modelo tradicional de esposa y madre, ni Edie ni ninguna otra (por ejemplo, Joan Baez con la que seguía enrollándose) tenían nada que hacer frente a Sara.

Pero volvamos al relato. Estamos en diciembre de 1964. En noviembre, Bob y Sara habían asistido como pareja a la boda de Albert Grossman con Sally, que era quien los había presentado. Después de la ceremonia, Dylan se mudó con Sara y María al apartamento de Grossman en Manhattan mientras duraba la luna de miel. Poco después, se trasladaron a la habitación 211 del hotel Chelsea, uno de esos edificios míticos de Manhattan, adorado por los beatniks (la cantidad de artistas célebres que allí han residido y las muchas obras que también allí han visto la luz exigirían un post monográfico sobre este hotel; actualmente en obras de reforma). Según los testigo de la época, en el Chelsea Bob llevaba una vida tranquila, probablemente componiendo en el piano que tenía en la habitación los temas que habrían de ir al próximo disco (sería Bringin' it all back home). Pero también es cierto que de vez en cuando le apetecía salir de marcha y lo habitual es que no fuera con Sara. El acompañante fijo era Bobby Neuwirth, que tendrá no poca importancia en la vida de Edie Sedgwick. Neuwirth era algo mayor que Bob, se habían conocido en el Gaslight (el club donde Dylan empezó a cantar) y trabado amistad en un festival folk algo después. En el primer volumen de su autobiografía, Dylan lo describe como sigue: "Era todo un personaje. Podía hablar con quienquiera hasta hacerle sentir que su inteligencia se había agotado. Tenía una lengua cáustica y mordaz que incomodaba a cualquiera, y con ella podía salir de cualquier apuro. Nadie sabía qué pensar de él. Si hubo jamás un hombre renacentista que saltara de un tema a otro sin el menor esfuerzo, tenía que ser él. Neuwirth era de lo más agresivo. A mí no me provocaba, sin embargo, de ningún modo. Todo lo que hacía me divertía, y él me caía bien. Tenía talento pero carecía por completo de ambición".

Dylan, Neuwirth y el resto de amiguetes de la época solían ir al Kettle of Fish un bar en MacDougal Street, en el mismo edificio que el famoso Gaslight (éste estaba en el semisótano y el bar a nivel de la calle). Poco antes de la navidad, una noche estaban en el bar bebiendo y riendo cuando alguien le dijo a Dylan que tenía que conocer a Edie, que era una chica fantástica. Según cuenta Neuwirth, Dylan la llamó (¿cómo sabía su número?) y Edie quedó entusiasmada con la idea de conocer a uno de los chicos de moda, alguien profundo, nada superficial. Así que alquiló un Cadillac limusina y apareció ante el Kettle of Fish bajo una copiosa nevada. Edie, con su belleza y su alegre y extravagante forma de ser, les encantó a todos; seguro que fue ella la que propuso que se acercaran a ver las luces de la iglesia de San Antonio de Padua, a cinco minutos del bar (en Sullivan st con Houston). Este fin de semana he visto Factory Girl, una peli de 2006 sobre Edie Sedgwick (Sienna Miller la interpreta con una caracterización fantástica) dirigida por George Hickenlooper. En la película, el encuentro de Dylan y Sedgwick es posterior, cuando Edie ya es la musa de Warhol y ha protagonizado varios de sus bodriosos filmes. La verdad es que eso resultaría más natural, porque Edie habría adquirido la notoriedad suficiente para llamar la atención de Bob; en diciembre del 64, nuestra niña rica lleva apenas dos o tres meses en la Gran Manzana. Sin embargo, aunque nos extrañe, parece que el encuentro fue como lo he contado. Así que ya se conocen: la pobre niña rica y el folkie que se está haciendo rocker; ella será su musa en una etapa de bullente creatividad y, probablemente, se enamorará de él.

Rogosin (1)

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Valozyn es una ciudad hoy bielorrusa cerca de Minsk, la capital. En 1803, Chaim ben Yitzchok, un rabino ortodoxo, fundó allí una Yeshiva (escuela talmúdica) que se convertiría en la más importante del siglo XIX, revolucionando la enseñanza del judaísmo. En 1854, Naftali Zvi Yehuda Berlin pasa a ser el rabino de la Yeshiva que la dirige hasta clausurarla en 1892 ante la presión del gobierno ruso para imponer las enseñanzas laicas. Aunque bajo su dirección la Yeshiva alcanzó su máximo esplendor y fue el alma mater de muy importantes futuros rabinos, también es cierto que hubo de enfrentarse (y ser derrotado) ante dos tendencias contrarias: de un lado la progresiva secularización del judaísmo, concretado en la Haskalá, de otra parte, el creciente semitismo en los territorios del imperio ruso. Visto a toro pasado, la pretensión de los ilustrados de "salir del gueto" e integrarse con los gentiles en cada comunidad nacional se demostró una estrategia fracasada; el antisemitismo, al fin y al cabo, los prefería diferentes para poderlos separar del resto de la población, evitando la contaminación. De hecho, durante la Primera Guerra Mundial el ejército polaco ocupó la ciudad y organizó campañas contra los judíos. En 1941, durante la Segunda, Valozyn fue bombardeado, capturado e incendiado en su mayor parte por los alemanes; los 3.500 judíos que vivían en la ciudad fueron prácticamente aniquilados. Los pocos sobrevivientes, una vez liberados por la tropas soviéticas, regresaron a la ciudad y casi todos fueron asesinados por sus vecinos. Hoy en día, en el lugar que fue la capital del judaísmo ortodoxo durante el siglo XIX no debe residir casi ningún judío.

Naftali Zvi Yehuda Berlin
Antes del principio del fin, en 1890, Naftali Zvi Yehuda Berlin envió a uno de sus fieles a Estados Unidos a recolectar fondos para sostener la Yeshiva. Este hombre, que por entonces tendría unos treinta y cinco años, se llamaba Samuel Eliezer Ragozin, estaba casado con Hanna y tenía tres hijos, Sarah, Bessie, Israel y Rachel. No sé nada de lo que hizo Samuel los primeros años en Estados Unidos, casi con toda seguridad en Nueva York (y con toda probabilidad en Brooklyn) que era el destino preferido de la inmigración judía de los residentes en Valozyn, que ya llevaba unos pocos años. Elucubro que a lo mejor, durante los primeros años, Samuel podría estar yendo y viniendo entre América y Rusia, una especie de enlace entre la incipiente comunidad neoyorkina y el centro espiritual de origen, un repatriador de los escasos fondos que pudieran aportarle. También es una suposición el que se fuera convenciendo de que en Valozyn no había casi futuro y que lo que le convenía era construirlo al otro lado del charco. El caso es que en 1895 funda un pequeño taller textil en Brooklyn y enseguida manda venir a su familia (en Estados Unidos nacerían dos más, Dinah y Harry). Hay que decir que el sector de la confección en la época del cambio de siglo estaba creciendo desmesuradamente en Nueva York, copado en altísima proporción por los judíos. En paralelo, se iba asentando un fuerte contingente inmigratorio judío, proveniente mayoritariamente del Este de Europa (muchos que escapaban de los progromos del antisemitismo ruso).

Israel Rogosin en Israel
Aunque ciertamente Samuel demostró excelentes dotes empresariales y en pocos años logró hacer que floreciera su negocio manufacturero, le podía más la vocación religioso-pedagógica y hacia 1903 decidió dedicarse por completo a la dirección de una Yeshiva, probablemente de las primeras que se crearían en Brooklyn. La dirección del taller, que por entonces daba empleo a unos doscientos trabajadores, quedó en manos de su hijo Israel quien solo tenía dieciséis años. El chico superó con creces al padre: amplió la producción y el número de trabajadores, compró nuevas fábricas y se dedicó sobre todo a la fabricación de viscosa (o rayón, fibra textil artificial). A medida que consolidaba su imperio industrial, Rogosin, en la tradición de la familia, se volcaba en el apoyo a causas judías. Tras la Primera Guerra, se comprometió financieramente con la Agencia judía por Israel, una de las organizaciones más eficaces del sionismo que contribuyó poderosamente a la creación del Estado judío en 1948. En 1956, para contribuir al desarrollo industrial del joven país y a instancias de su ministro de finanzas, trasladó su principal planta fabril a Ashdod, una ciudad de nueva creación planificada justamente para impulsar el sector secundario israelí. Rozando los ochenta se deshizo de sus acciones dejando un importante complejo corporativo (Beaunit Corp.) que daba trabajo a más de diez mil empleados. Hasta su muerte en 1971 se ocupó sólo de labores filantrópicas: donó mucho dinero a instituciones educativas judías (tanto en los USA como en Israel) y creó el Rogosin Institute, un centro médico sin fines de lucro dedicado al tratamiento e investigación de las enfermedades renales.

Para escribir los tres párrafos anteriores he estado buscando información sobre este hombre en varias webs aunque lo cierto es que tampoco me interesaba demasiado. De quien quería saber más era de su hijo Lionel, cuyo nombre me había saltado en las lecturas que últimamente estoy haciendo sobre Nueva York y los primeros años sesenta. En mis intentos de "ver" con el mayor realismo posible la realidad de un tiempo y un lugar desaparecidos, tiendo a acumular datos a modo de trozos de película congelados, cayendo en la fácil tentación de seguir hacia atrás los múltiples eslabones de la cadena de la historia. Pero bueno, tras este paréntesis autojustificativo y ligeramente pedante, conozcamos un poco a Lionel Rogosin.

Lionel Rogosin
Lionel nace en Nueva York en 1924 y fue el hijo único de Israel y su primera mujer, Ray Epstein, de Milwaukee (con ese apellido, con toda seguridad también judía). Su infancia transcurrió en el barrio acomodado de Port Washington, en Long Island, un vecindario muy distinto del Brooklyn judío y pobre en el que había crecido su padre. Vástago de un capitalista prominente, fue enviado nada menos que a Yale, una de las universidades de la Ivy League que históricamente ha tenido una relación especial (de cierta fascinación) con los judíos. Aún así, por esas fechas Yale, como muchas otras instituciones educativas norteamericanas, mantenía la que se ha llamado "cuota judía" que limitaba el número de judíos que podían ingresar. Probablemente, el dinero de su padre contribuiría a que Lionel fuera aceptado en ingeniería química; la elección de esa carrera obedecía, claro está, al deseo de Israel de que el chico se incorporara al negocio de la familia y le sucediera en la dirección del mismo. Pero, como ocurre con demasiada frecuencia, los hijos se empeñan en contradecir los planes de sus progenitores y decidir por sí mismos la vida que han de llevar (aunque, las más de las veces, más que decidir lo que quieren, deciden lo que no quieren sólo por afán de negación, pero ya se sabe que para madurar, según Freud, hay que matar al padre). La cosa es que nada más graduarse decidió enrolarse en la marina estadounidense para combatir en la Segunda Guerra Mundial (supongo que pasaría poco tiempo porque cuando la Guerra finalizó tenía solo veintiún años). Cuando se licenció, en vez de volver a casa, pasó unos cuantos años recorriendo Europa, Israel (que todavía no existía como Estado aunque estaba a punto) e incluso África. En ese viaje de juventud conoció los terribles frutos de los fascismos europeos (el Holocausto en particular) y de la guerra, así como el apartheid sudafricano; también por entonces adquirió plena conciencia del profundo racismo de su propio país, autoproclamado adalid de las libertades. De vuelta en Estados Unidos ya habían germinado en su interior la amalgama de ideales e inquietudes que le hacían sentirse ideológicamente comprometido con las aspiraciones del cambio social (la izquierda norteamericana de los cincuenta).

Robert J. Flaherty
Decide que será a través del cine como desarrollará su activismo político. Pero primero, antes de poder dedicarse a lo que quiere, ha de trabajar unos años en la empresa de su padre, en la que rápidamente alcanza el cargo de presidente de la división textil. Pero, a la vez, intenta de forma autodidacta adquirir una formación cinematográfica (se consiguió una cámara de 16 mm). Su inevitable referencia es Robert J. Flaherty, autor del primer documental de la historia (Nanook el esquimal, 1922) y cuyo método de trabajo consistía en convivir largo tiempo con los protagonistas de las historias que quería filmar, implicarse en sus vidas. Pero también, y quizá más, por las películas neorrealistas de la época y muy en especial por las de Vittorio De Sica. Por fin, recién entrado en la treintena, dimite de sus cargos ejecutivos e invierte todos sus ahorros (unos 60.000 dólares de la época) en la producción de su primera película, On the Bowery, el por entonces empobrecido barrio del Sur de Manhattan. El documental sigue a Ray Salyer, que después de una dura jornada tendiendo vías del ferrocarril, deambula por el barrio en una especie de descenso a los infiernos. La película fue rodada durante varios meses entre 1955 y 1956 y, pese a tener poco apoyo oficial (eran los años del macartismo) y dificultades en su distribución comercial , ganó el premio al mejor documental en el Festival de Venecia de 1956. Lo cierto es que Lionel pasó a adquirir un notable prestigio, a considerarse uno de los padres y modelos del cine independiente estadounidense y On the Bowery una referencia obligada para los futuros jóvenes realizadores. El reconocimiento a su trabajo (algunos dijeron que mostraba una nueva forma de arte cinematográfico), reforzó la seguridad en sí mismo de Rogosin y lo animó a afrontar un proyecto que llevaba considerando desde hacía tiempo. Pero ya lo contaré en un próximo post.



Rogosin (2)

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Lionel Rogosin murió en diciembre de 2000 a los setenta y seis años, pero su producción cinematográfica acabó en 1974 (Arab Israeli Dialog); durante casi un cuarto de siglo, aunque continuó trabajando en diversos proyectos, dificultades financieras impidieron que ninguno llegara a materializarse. En 2005, sus dos hijos mayores, Michael y Daniel, fundaron Rogosin Heritage, con el objeto de restaurar, preservar y promover la obra de su padre. La web de Rogosin Heritage es prácticamente el único sitio en Internet dedicado al cineasta, lo que sorprende un poco dado que se le reconoce como uno de los pioneros del cine político documental norteamericano; pareciera que la figura de Lionel Rogosin es materia propicia para futuras tesis académicas. Obviamente, la web citada habla de la vida y obra de Rogosin en términos muy elogiosos. Buscando estos días más información sobre el cineasta, me he topado con la autobiografía de su ex mujer, Elinor Hart, de la cual he podido leer unos pocos capítulos completos, además de varias reseñas. En este libro (Chasing Love, a mother’s journey, 2011) se nos ofrece una version mucho menos amable de Lionel, centrada no en su faceta professional sino en su la personal. Hart y Rogosin se casaron en 1956 y se divorciaron diez años más tarde; el matrimonio, según escribe Elinor, fue completamente disfuncional y fuente de mucho sufrimiento para ella. Si bien hay que tomar con ciertas reservas lo que escribe de su marido, también es verdad que lo hace una década después de su muerte, siendo ya un mujer mayor (casi octogenaria) y motivada sobre todo para dar testimonio de la dolorosa experiencia de una madre que ha perdido a un hijo (el tercero y menor, Jonathan, que en 1982, con 19 años, se fue a la India y desapareció para siempre). Así que creo que puede ser útil referirse a lo que nos cuenta esta mujer para conocer mejor al Lionel de sus inicios cinematográficos, pues se conocieron justo cuando acababa de rodar On the Bowery.

Ocurrió a finales de 1955 en una cena benéfica a favor del Instituto Chad Weizmann; es decir, se trataba de un acto al que asistían los pudientes judíos norteamericanos y los simpatizantes a fin de recaudar fondos para Israel. Elinor Hart era también judía (probablemente el apellido no fuera el original) y por entonces una joven estudiante en Columbia que había tenido que renunciar a sus sueños de ser coreógrafa debido a una lesión. Vivía en una residencia femenina y llevaba una vida tranquila, pero esa noche su tío Ralph la había invitado a codearse en los salones del Waldorf Astoria con lo más granado de la sociedad neoyorkina pro-sionista. El caso es que estaba a la puerta de la gran Sala de Baile donde se iba a celebrar la cena con su tío tratando infructuosamente de cerrar el broche de un brazalete de diamantes que le había regalado cuando apareció Lionel, que conocía al tío Ralph (de hecho, este Ralph había sido quien le había facilitado su primera cámara de filmación). Rogosin sin ninguna dificultad consiguió cerrar la pulsera y enseguida, como si se conocieran desde hacía mucho, empezó a hablar animadamente con Elinor. Se gustaron, vaya, aunque hay que decir que fue desde el principio una relación bastante asimétrica, de entrada por la diferencia de edad: treinta y uno él, ella diez menos. Lionel la trató como una chiquilla ignorante, a la que podía impresionar; en realidad, se nota que no le importaba casi nada ella, sino tan sólo como destinataria de lo que a él le interesaba. Así, enseguida le deja claro que está en esa fiesta porque quiere convencer a su padre de que monte una fábrica en Israel (lo que efectivamente hizo), la hace partícipe de sus ideas políticas y, sobre todo, le habla de cine y de lo fundamental que es para él hacer películas comprometidas para cambiar el mundo. Supongo que Elinor quedaría ciertamente impresionada, más debido a que se trataba de una persona que pertenecía a su mundo, le era familiar (de hecho, ella lo había conocido cuando era una niña en casa de unos primos).

A los pocos días de ese encuentro casual, Lionel, para la sorpresa de Elinor, la telefonea a la residencia y la invita a cenar. De esa manera empiezan a salir, aunque por lo que cuenta Elinor no era propiamente una relación amorosa, simplemente Lionel la convirtió en su acompañante femenina. Si bien con frecuencia ella fue a su apartamento amueblado en Bleecker Street (en pleno Greenwich Village), lo que trasluce que la chica gozaba de bastante libertad para la época, de lo que nos cuenta se desprende que no llegó nunca a pasar nada o, al menos, nada importante. Lo que sí nos da es una imagen del Lionel primerizo en el mundo del cine, pero que se movía con gran seguridad, sobre todo cuidando y recurriendo a sus muchos amigos de las altas esferas. A varios de ellos los invitó a un primer pase de On the Bowery y sus reacciones le debieron hacer ver a Rogosin que al filme le faltaba congruencia, orden. Gracias a sus contactos, consiguió que Carl Lerner le ayudara con el montaje de la película para conseguir la versión definitiva. Hago aquí un paréntesis para cuestionar lo que nos cuenta Elinor: que Lionel estaba entusiasmado con que Lerner hubiese aceptado porque era el que había hecho el montaje de la excelente Doce hombres sin piedad de Sidney Lumet. Pero es que resulta que esa peli se estrenó en 1957, al menos un año después de cuando se supone que sucedió esta escena. Salvando ese detalle, lo que es cierto es que Lerner fue efectivamente quien se ocupó del montaje de On the Bowery–también del de 12 angry men–. Es probable que Lionel llegara a él a través de contactos judíos (no sé si Carl lo era, pero su mujer, Gerda, era una judía vienesa que había escapado del terror nazi y que en Estados Unidos se convertiría en una de las fundadoras de la Historia de mujeres); pero también es posible que el contacto con el editor fuera a través de las amistades izquierdosas de Rogosin, ya que aquél pertenecía al partido comunista de Estados Unidos. Cierro el paréntesis y resumo que lo que nos cuenta Elinor son pinceladas de una niña más o menos obnubilada ante un tipo mayor y no poco presuntuoso, que le habla de Robert Flaherty, de Jean Rouch y su cinéma-vérité y de sus grandes proyectos. En una de sus citas, Lionel llegó muy excitado porque On the Bowery había sido seleccionada para presentarse en el Festival de Venecia. Unos días después, la llevó a un restaurante, pidió unos cócteles de champán y le ofreció una pequeña caja que sacó de su bolsillo, un anillo de diamantes y zafiros; vas a ser la señora de Lionel Rogosin, le anunció. Elinor piensa que Lionel decidió casarse con ella no porque la amara sino porque necesitaba ser amado.

Se casaron pues. Una boda acorde con la tradición judía, a la que siguió inmediatamente el viaje a Europa: París primero y luego Venecia, para asistir – entre el 16 de agosto y el 25 de agosto de 1956– a la Mostra Internazionale del Film Documentario e del Cortometraggio y recibir el premio al mejor documental extranjero (hay que hacer constar que este concurso cinematográfico era previo al que consideramos propiamente el Festival de Venecia). Supongo que durante la estadía de los recién casados en Venecia –buen lugar para una luna de miel, aunque me da que no hubo tanto romanticismo como le habría gustado a Elinor– Rogosin aprovechó para estrechar sus contactos con los grandes prebostes de la cinematografía mundial, máxime cuando el premio recibido le otorgaba una aureola de consagrado. Lo que es seguro es que se afianza en su convencimiento casi mesiánico de que tenía una misión. Al poco de llegar a Estados Unidos estalla la revolución húngara contra las políticas impuestas en el país desde la URSS. El aplastamiento del movimiento por los tanques soviéticos a principios de noviembre provocó la tragedia de miles de muertos y cientos de miles de refugiados que escaparon del país. Ante el drama el United Nations Film Board, una agencia de la ONU, decidió producir un cortometraje (25') que filmó Rogosin durante diciembre de ese año y se estrenó sin apenas repercusiones en enero de 1957. Por más que he lo he buscado, parece que no hay ni trazas de este documental en internet, ni tampoco reseñas mínimamente sustanciosas. Me imagino que no le dejarían entrar en Hungría pero a lo mejor estuvo en Austria (por ejemplo) filmando a los huídos que allí hubieran llegado. En todo caso, se trata de una obra menor, un simple paréntesis antes de afrontar el proyecto que tenía en la cabeza desde su viaje de juventud por aquel país: hacer un documental que denunciara el infame apartheid sudafricano.

En mayo de 1957 Lionel viaja con Elinor a Sudáfrica y pasa allí una larga temporada. Pretendía ambientarse, profundizar en la realidad de ese país, en la situación de la población negra, esperando que esa inmersión le permitiera descubrir la película que quería filmar pero aún no sabía cómo. Luego, de vuelta en Nueva York (y según el historiador de cine Kenneth Hey), se reúne con Walter White, el secretario de la NCAAP (la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, una de las instituciones que más luchó por los derechos civiles y la supresión de la sgregación racial en los USA), y con Alan Paton, escritor y político sudáfricano que era el activista blanco más combativo contra el apartheid. Parece ser que a partir de esas conversaciones, Rogosin tuvo clara la película que quería hacer; escribió el guión y solicitó la visa al gobierno sudafricano, engañándoles descaradamente: contó que quería realizar un musical en el que mostrar la vida feliz de negros satisfechos de trabajar para las minas de oro del gobierno. Así las cosas, vuelve a Sudáfrica en la primavera del 58 (otoño en el hemisferio Sur) y empieza la filmación. Hay que decir que durante su primera estadía un año antes había hecho los contactos que le resultarían imprescindibles para el rodaje, todos del movimiento anti-apartheid. Probablemente, el más importante fuera Bloke Modisane, un periodista negro de Sophiatown, el suburbio de Johannesburgo en el que se rodaría la mayor parte de la película. Modisane (junto con otro joven escritor, Lewis Nkosi) colaboró en el guión, por lo que es probable que cuando Rogosin se reunió con White y Paton tuviera las cosas bastante más claras de lo que les dejó ver, interesado seguramente en contar con el apoyo de la poderosa NCAAP. Aunque, por otro lado, Michael Rogosin, el hijo mayor de Lionel y presidente de la ya citada Rogosin heritage afirma que esa reunión neoyorkina nunca existió.

Bueno, tampoco tengo medios para desentrañar los detalles de la gestación de la que sin duda fue la primera gran denuncia pública contra el apartheid. Pero, en fin, lo cierto es que Lionel se fue para Sudáfrica con Elinor que estaba embarazada (su hijo mayor, Michael, nacería el 17 de septiembre de 1958 en la maternidad Florence Nightingale de Johannesburgo) y llevaría a cabo un rodaje de lo más azaroso, agobiado continuamente por el miedo a ser descubierto por los inspectores del gobierno. Pero mejor sigo con esta historieta en un próximo post, que ya me parece que me he enrollado bastante y me apetece contar algunas cosas más antes de llegar a donde quiero llegar (sí, porque Rogosin se me ha presentado mientras curioseaba sobre otros asuntos relacionados con la pobre niña rica). Eso sí, como adelanto dejo a la que por entonces era una joven cantante desconocida fuera de Sudáfrica y que gracias a esta película empezó una carrera de notables éxitos (y continuada lucha contra el apartheid) que la hicieron merecedora de ser llamada Mamá África.

  
Shihibolet - Miriam Makeba (The Voice of Africa, 1964)

Rogosin (3)

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En Octubre de 2012 un amigo tinerfeño, que exuda erudición cinematográfica, me propuso viajar a Córdoba para asistir al Festival de Cine Africano. Esta muestra cinematográfica se había iniciado en 2004 organizada por la ONG Al Tarab, una organización creada para la difusión de la cultura africana en España y Europa. Las primeras ocho ediciones se celebraron en Tarifa, luego pasó durante cuatro años a Córdoba (20012-2015) y este año se celebrará, entre finales de mayo y principios de junio, en Tarifa y Tánger de forma simultánea. Decliné la invitación de mi amigo (andaba un poco pachucho y bajo de moral por esos días) y desaproveché una excelente oportunidad para conocer mínimamente el cine del continente vecino del cual lo ignoro prácticamente todo. También dejé de ver Come Back Africa, que la emitieron el una sección retrospectiva titulada “Cine y Urbe”. También es verdad que hace cuatro años y pico ni siquiera sabía de la existencia de Rogosin, así que no ha sido hasta la semana pasada que me he dado cuenta de lo que pudo ser y no fue, ejercicio inútil que, además, es inagotable (porque obviamente, lo que dejamos de hacer es infinito). Pero bueno, lo importante –o no– es que con bastante retraso he podido ver una película que se estrenó el año de mi nacimiento (la copia de que dispongo fue restaurada por la Cineteca de la municipalidad de Bolonia en 2005 a partir de los negativos originales). Transcribo a continuación los textos que se superponen sobre las imágenes iniciales: “Esta película fue rodada clandestinamente para poder mostrar las condiciones de vida en la Sudáfrica de hoy. En este drama sobre el destino de un hombre y de su país no hay actores profesionales. Esta es la historia de Zachariah, uno de los cientos de miles de africanos forzados cada año por el régimen a abandonar su tierra para trabajar en las minas de oro”.

Como ya he dicho, Rogosin entró en el país diciendo que iba a filmar una comedia musical, políticamente neutra, incluso sugirió a las autoridades racistas que sería un reclamo publicitario para el turismo. Naturalmente, los funcionarios del gobierno tampoco eran tontos y Lionel y su equipo lo saben, lo que les obliga a filmar con muchas precauciones y excesiva lentitud, rodando escenas falsas (para que las vieran los inspectores), y en un ambiente de secretismo continuo. En gran parte, estos esfuerzos tuvieron éxito gracias al empleo de cámaras muy ligeras que permitían filmaciones casi improvisadas. Desde el punto de vista técnico todos sabían que la película presentaba bastantes debilidades pero, al mismo tiempo, eran plenamente conscientes de estar llevando a cabo una obra importante, seminal y necesaria. De hecho, ante el temor de que en cualquier momento la policía interrumpiera los trabajos y les requisara el material, a medida que filmaba Rogosin escondía los rollos de negativos en el doble forro de maletas que enviaba a los Estados Unidos. En esas condiciones tan problemáticas se logró rodar la película, lo que habla mucho y bien de la tenacidad del joven director americano. Bien es cierto que contó con la valiosísima ayuda de varios amigos sudafricanos, intelectuales negros en su mayoría que pertenecían a la primera generación fuertemente movilizada contra el apartheid, muchos de los cuales habrían de exiliarse tras el brutal endurecimiento del régimen tras la masacre de Sharpeville en 1960 (como reacción a este crimen, bastantes opositores se pasaron a la lucha armada, Mandela entre ellos). O sea, que Rogosin tuvo la suerte de llegar a Sudáfrica en el momento justo; probablemente Come Back Africa no habría podido realizarse ni antes ni después. Por las circunstancias, las colaboraciones y el tiempo en que se hizo, pese a que la autoría principal corresponde a un judío norteamericano, no pocos historiadores del cine africano consideran esta película casi sudafricana (o que debería haber sido sudafricana), la que sienta las bases para un cine propio, nacional. Supongo que hoy, pasados más de veinte años desde la abolición de la segregación racial, Sudáfrica y Johannesburgo deben ser muy distintos de como eran a finales de los cincuenta. Sin embargo, siguiendo con la cámara de Rogosin las penurias de Zachariah, que deja también la mina porque el salario no le da para vivir y mandar dinero a su familia, que busca y acepta todo tipo de trabajo –empleado doméstico, lavacoches, camarero– y siempre es maltratado por los blancos que acaban despidiéndole sin miramientos, uno se pregunta si con tan poco tiempo transcurrido el país ha logrado ya cicatrizar de verdad heridas sociales tan profundas.


Viendo la película se comprueba inmediatamente lo precario de su realización. También, al principio, se piensa que el filme requeriría una mejor trabazón de las escenas, una narración más articulada; pero poco a poco uno se acostumbra a ese ritmo sincopado y comprende que esa apariencia de filmación casual, como de aficionado que pasa por ahí, es intencional, un compromiso con los presupuestos teóricos del cinema verité francés, del nuevo realismo norteamericano que Rogosin propugnaba, en el cual el cineasta debía ser “una mosca en la pared”, sin interferir en el acontecer que se filma (algo, dicho sea de paso, que es imposible). En todo caso, esa renuncia a los recursos técnicos (aunque sin llegar a los extremos que pocos años después ensayaría Warhol) adquiere paradójicamente valor estético a medida que avanza el metraje. A este respecto, una de las cosas que más me ha llamado la atención es la abundancia de escenas musicales, siempre de negros tocando los más diversos instrumentos (predominan las flautas) y bailando. No es, desde luego, una comedia musical como aseguró Lionel a las autoridades, pero la música se revela como uno de los factores también definitorios del apartheid ya que pareciera que es exclusiva de los negros. Elemento de integración comunitaria, cuando opera entre ellos, mientras que, en los espacios de los blancos vale para convertirlos en cierto modo en “monos de feria”, como ocurre en algunas escenas, especialmente en la del grupo de niños improvisando con una guitarra y varias flautas al pie del imponente basamento de un edificio oficial mientras son observados por rubios descendientes de holandeses. Pero, ya que hablo de espacios de blancos y negros, también es llamativo el contraste tan bien logrado entre las imágenes de un Johannesburgo de estética art-dèco y la barriada en la que va a vivir Zachariah cuando llegan del campo su esposa y dos hijos. Se trataba del suburbio de Sophiatown, densamente poblado por negros que habitaban viviendas construidas con los más diversos y pobres materiales que, sin embargo, era el epicentro de diversos movimientos musicales, culturales y políticos. Probablemente ese fuera uno de los principales motivos que impulsaron a las autoridades gubernamentales a derruir el área, justamente en la época en que Rogosin filmaba la película. A los allí residentes (unos sesenta mil, la gran mayoría negros) se los asentó forzosamente en Soweto, algo más alejado de Johannesburgo, lo que supondría posteriores y graves conflictos con el régimen. En Sophiatown, su territorio, los negros actúan desinhibidamente, con naturalidad (bailando casi continuamente); en la ciudad, en cambio, se les ve claramente en territorio enemigo: van con caras serias, siempre apurados en grupos que son vomitados por los trenes para desfilar apurados hacia sus trabajos. Y una última cosa que me ha resultado curiosa: el empleo de hasta tres idiomas: el zulú cuando hablan entre ellos los proletarios negros, el afrikáner que lo emplean los policías que reprimen y arrestan a los negros, y el inglés de los negros más comprometidos (e intelectualizados) así como de los blancos que se dedican a los negocios. También el idioma tenía connotaciones simbólicas en aquellos tiempos.


No puedo dejar Come Back Africa sin comentar mínimamente la presencia de Miriam Makeba en la película, como adelanté al final del post anterior. Aparece hacia el final de la cinta, presentándose en una reunión en la que Zachariah está con otros cuatro hombres que discuten de filosofía política, a un nivel intelectual bastante superior al del protagonista (en un momento dice éste: no lo entiendo todo, pero me gusta escucharlo). Llega pues Miriam que hace de sí misma y enseguida los hombres le piden que cante y ella interpreta dos temas. El primero es una canción triste de amor; el segundo, bastante más animado, cuenta la historia del enamorado que de Johannesburgo se fue a Ciudad de El Cabo y le fue bastante mal. La Makeba tenía entonces veintisiete años y bastante vida y carrera profesional a sus espaldas. Con apenas dieciocho ya se había casado y tenido su único hijo, había pasado por un cáncer de mama, abandonada por su marido, empezado a cantar en un grupo de jazz denominado The Manhattan Brothers, formado luego su propio grupo sólo de mujeres, The Skylarks y grabado el que fue su primer y más grande hit, la conocida canción Pata pata que la hizo popular en toda Sudáfrica. Pero, sobre todo, desde febrero de 1959, Miriam Makeba interpretaba a la protagonista del musical King Kong (nada que ver con el gorila del mismo nombre), una “opera jazz” que tuvo un éxito tremendo en Sudáfrica. Así que, dada su relevancia, participar, aunque solo fuera un breve cameo, en una película de denuncia del apartheid suponía una toma de partido que no podía salirle gratis. De hecho, la primera consecuencia fue que el que entonces era su marido (el segundo, creo) optó rápidamente por separarse a fin de evitarse problemas con el régimen. Consciente de la situación y también del enorme potencial que significaba contar con Miriam para la promoción de la película, Rogosin puso todo su empeño –y lo consiguió– en que se le permitiera viajar a la presentación de la película en el Festival de Venecia en septiembre de 1959, donde la cantante impresionó sobremanera y algo contribuyó a que el filme recibiera el premio especial de la crítica. En todo caso, la película impactó y recibió bastantes reseñas positivas en periódicos de Europa y Estados Unidos. Naturalmente, estas críticas se complementaban con condenas al apartheid por el modo cruel en que trataba a los negros, lo que desde luego no gustó nada a las autoridades sudafricanas (imagino que más de uno sería sancionado por no haber advertido a tiempo el tipo de película que estaba haciendo Rogosin). La cosa es que Miriam, que había viajado a Londres para conocer a Harry Belafonte, se encontró con que el gobierno de su país le impedía volver (su madre había muerto y pretendía asistir a su funeral). De este modo, Makeba empezó su exilio (y una carrera como cantante que la hizo famosa en todo el mundo) y no volvería a Sudáfrica hasta la liberación de Mandela, en 1990. Miriam murió el 9 de noviembre de 2008, a los setenta y seis años, a causa de un infarto justo después de cantar en un concierto en Castel Volturno (cerca de Nápoles) en apoyo del escritor Roberto Saviano, amenazado por la Camorra. El director finlandés Mika Kaurismäki rodó en 2011 Mama Africa, una película documental sobre su vida; a ver si me la consigo.

Sacramentos civiles

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La idea no es mía, desde luego, pero estoy tan convencido que me permito usar este blog para predicarla. Se trata de institucionalizar el equivalente laico de cada sacramento católico. Al fin y al cabo no es más que una exigencia que deriva en absoluta lógica de la prohibición constitucional de discriminar por motivos religiosos. Es evidente que mi hijo, a quien no educo en el catolicismo, ha sido discriminado al no disfrutar como los católicos del acto festivo de la primera comunión y, por tanto, compete a los Poderes Públicos compensar tal discriminación, ofreciendo a las familias no católicas una comunión civil, del mismo modo que hay bodas civiles para quienes no quisimos casarnos por la Iglesia. Y no piensen que tal pretensión es utópica o reservada para un futuro remoto; qué va, ya hay un municipio español, el de Rincón de la Victoria, en Málaga, que aprobó en octubre del año pasado las comuniones civiles. Para ser estrictos hay que decir que el Pleno municipal (controlado por los 11 concejales de PSOE, la marca local de Podemos, Izquierda Unida y el Partido Andalucista frente a los 10 de PP y Ciudadanos) no aprobó exactamente las comuniones civiles, sino una Ordenanza Fiscal reguladora de la tasa por la celebración de bodas y otras celebraciones civiles. Probablemente, los concejales se han arrugado un tantico y no se han atrevido a llamar a las cosas por su nombre por miedo a las represalias de los poderes católicos, pero no hacía falta porque en el acalorado Pleno quedó meridianamente claro que se estaba pensando en las comuniones. De hecho, al día siguiente una vecina del municipio se presentó en el Ayuntamiento a reservar fecha para celebrar la comunión civil de su hija este próximo mes de mayo y así evitar que la niña se traumatice al no tener fiesta y regalos como sus compañeras de cole.

Parece que los más preclaros miembros de la izquierda española han comprendido por fin que hay que civilizar los sacramentos. En el fondo, no es más que un proceso de justa reversión histórica porque no olvidemos que exactamente eso (más bien exactamente lo contrario) fue lo que hizo la Iglesia primitiva: sacralizar ritos sociales de notable importancia en el proceso de maduración e integración de los individuos convirtiéndolos en ceremonias religiosas. Como durante tantos siglos ser católico era obligatorio (la alternativa quemaba), las necesidades de ritualización del desarrollo personal se satisfacían aunque fuera bajo el manto religioso. Pero una vez que hemos conseguido liberarnos de la opresiva dominación eclesiástica, nos encontramos faltos de esos actos simbólicos (ceremonias de iniciación en la mayoría de los casos). De ahí la necesidad de recuperar para la vida civil, para una sociedad aconfesional, lo que nos fue robado por la monopolización católica. Ciertamente, la primera y más evidente de estas recuperaciones fue la del matrimonio, lo que era absolutamente prioritario por los efectos jurídicos del contrato de convivencia (naturalmente no limitándola a las parejas de distinto sexo). Pero, más allá de eso, pensemos en la importancia simbólica de la celebración pública del matrimonio, fundamental no sólo para hacer público ante la sociedad (representada por los invitados) el nuevo estado de los contrayentes, sino sobre todo para que ellos mismos sientan con la máxima intensidad que están entrando en una nueva etapa vital. No debe en absoluto despreciarse la ansiedad de la novia (más que del novio por lo habitual) para que sea un día inolvidable, grandioso, pleno de símbolos.


¿Y qué decir del bautizo? Nada de limpiar el alma de un imaginario pecado original cometido por nuestros inexistentes primeros padres. Esa no es más que la excusa de los cristianos para apropiarse de un acto tan relevante como es la recepción de un nuevo miembro en el colectivo social, la bienvenida de la comunidad (de la civil no la eclesiástica) al recién nacido, presentado por padres y padrinos. Cómo no vamos a reclamar el derecho a celebrar tan primigenio motivo de alegría, a compartir con la familia la felicidad del nacimiento haciéndoles sentir que aceptamos gozosos al recién llegado. Ha sido justamente gracias a una propuesta que el PSOE del Puerto de la Cruz (Tenerife) ha hecho esta semana para que el Ayuntamiento estableciera actos de bautizo civil –comentada en todos los periódicos de la isla– que me he enterado de que esta ceremonia laica lleva ya tiempo existiendo en varios municipios españoles. Fue en noviembre de 2004 cuando el Ayuntamiento de Igualada celebró e primero de ellos. Siguió luego el izquierdoso municipio madrileño de Rivas e incluso la propia capital del Estado en 2009 (pese al ominoso gobierno de la Botella) celebró estas "bienvenidas democráticas" a los niños, como las calificó Pedro Zerolo que actuó de oficiante en el bautizo civil del hijo de la actriz Cayetana Guillén Cuervo. Y tampoco es que en España estemos inventando nada, que el bautizo civil es una tradición inventada en la Francia revolucionaria como alternativa laica y fue nada menos que Fouché quien lo estrenó con su hija Nièvre. Ya sé que algunos dirán que la recepción del nuevo miembro en la sociedad se resuelve con la inscripción en el Registro Civil, pero ese acto carece de todo boato que engalane su importancia simbólica. Se trata de hacer una ceremonia con todas las de la Ley, en un salón digno del Consistorio, oficiado por las autoridades democráticas del municipio, con la lectura de algunos textos señeros de nuestra vida social (por ejemplo, artículos de la Declaración de Derechos del Niño) y la firma, con los invitados como testigos, de la inscripción del niño como nuevo ciudadano (que, naturalmente, tendría efectos civiles). Y luego, claro está, el convite y los regalos. Lamentablemente los partidos que gobiernan el Puerto de la Cruz han desestimado la propuesta de los socialistas. Como se dice en el facebook de éstos, ante una propuesta que se ciñe al reconocimiento constitucional de la libertad religiosa, ellos ponen por delante sus creencias para imponer un sentido de voto desfavorable; una pena que hayamos perdido la oportunidad de convertir a Puerto de la Cruz en un municipio señero en estas celebraciones que estrechan lazos de unión entre nuestros convecinos y potencian la multiculturalidad.



Que yo sepa todavía no hay versión laica de los cuatro sacramentos católicos que restan. Pero eso entre nosotros porque confirmación civil o "humanista" que es como la llaman, la tienen en Noruega desde 1951. Y no es de extrañar porque se trata también de una ceremonia clave para el desarrollo psicológico, representa el paso de la infancia a la vida adulta, cómo no celebrarla, cómo nuestra sociedad democrática no va a integrarla entre sus instituciones civiles. Reconozco que resulta más delicado propugnar una extremaunción laica, pero lo cierto es que sería muy procedente. Del mismo modo que la sociedad da la bienvenida al nuevo miembro a través del bautismo civil, debería despedir a quien está en el trance de abandonar este mundo, manifestándole su aprecio. Quién sabe si del mismo modo que los supersticiosos católicos piensan que los óleos pueden contribuir a sanar el cuerpo (además del alma), el cariño de los amigos y familiares que acompañan al moribundo en una ceremonia de este tipo ayudaría también, si no a su recuperación, sí al menos a un tránsito en paz, a una mejor muerte. Nada que ver con el funeral (para el que, por cierto, también hay alternativas laicas) pues de lo que se trata es de que el enfermo reciba y dé los adioses. En cuanto al órden sacerdotal poco hay que hacer porque ése es un sacramento sólo para los curas, no para todos. En todo caso, podemos asimilarlo a las celebraciones de graduación, que ya se han popularizado entre nosotros imitando, como en tantas otras, el estilo yanqui. Y sólo nos queda la penitencia a la que, por su propia naturaleza privada, no tiene sentido que le busquemos un equivalente laico susceptible de celebración pública. Lo cierto es que, igual que los católicos confiesan sus pecados al sacerdote, en la vida civil actual contamos con no pocos momentos en que hemos de confesarnos ante las autoridades, sin ir más lejos una vez al año como mínimo con Hacienda. De momento, estas confesiones laicas aparentan estar protegidas por el secreto similar al católico, pero en los tiempos que corren de grandes hermanos y filtraciones no hay que estar muy tranquilo al respecto. Quizá en un futuro no demasiado lejano seamos obligados a asistir a actos públicos de confesión colectiva de nuestras culpas con imposición ejemplar de las correspondientes penitencias (creo que hay antecedentes religiosos en alguna variante del cristianismo).

Acabo ya y lo hago insistiendo en la necesidad de que la sociedad recupere, civilizándolos, los sacramentos como fiestas laicas. Conviene que, en efecto, sean los Ayuntamientos, las instituciones más cercanas al ciudadano, quienes se ocupen de amparar y acoger las pertinentes celebraciones de modo que, a corto plazo, cumplan la función de lugar de reunión de la comunidad que antaño ejercían las iglesias. Así, no estaría mal que una vez a la semana el alcalde oficiara en la Casa Consistorial una celebración comunitaria laica, de reforzamiento de los lazos vecinales y exaltación de los valores democráticos, en alternativa laica a las misas católicas. Como en la mayoría de nuestros municipios es probable que los edificios municipales no contaran con espacios suficientes para albergar a los vecinos en estas misas laicas, deberían expropiarse algunos templos que, al fin y al cabo, se usan muy por debajo de sus capacidades. En suma, que el Estado, los poderes públicos, ejerza de catalizador comunitario, papel que abusivamente ha asumido la Iglesia durante tantos años. Sin duda, ponerse manos a la obra en este empeño es una de las cosas más importantes y urgentes que pueden hacerse a favor del interés público.
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Ave Maria - Eleanor McEvoy (Early Hours, 2004)

Enrique Wolfson (1)

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Calle Enrique Wolfson (de StreetView)
Hace ya casi cinco años publiqué un post sobre el Comodoro Rolín, capitán alemán de trasatlánticos que cuando pasaba cerca de Tenerife tocaba la sirena y disparaba fuegos artificiales. Si me enteré de la existencia de este buen señor (1863-1944) fue porque el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife decidió a mediados de lo setenta dedicarle una calle de la capital en la cual, veinte años después, se construyó el edificio en el cual adquirí la vivienda que todavía habito. Decía entonces (en el post citado) que es curioso lo poco curiosos que solemos ser, ya que una gran mayoría ignora incluso quién era el personaje que da nombre a su propia calle en la que puede llevar residiendo muchos años. Como cada ciudad, por otra parte, tiene sus próceres locales, mejor o peor representados en el callejero municipal, el pasear por la propia debería ser acicate suficiente para interesarnos por la historia local. Lamentablemente no es el caso. Por ejemplo, en Santa Cruz existe una calle denominada de Enrique Wolfson, paralela a la Rambla por arriba, basta plana y de unos ochocientos metros de longitud. Se trata de una calle muy agradable, eje importante de un barrio de ricos (Las Mimosas) que empezó a ser ocupado por las residencias aisladas de los chicharreros pudientes a principios del pasado siglo y que se convirtió en una de las áreas preferidas de la expansión residencial de la burguesía ya en la posguerra. Pero no me voy a enrollar con la historia urbana, sino con el personaje que se honra; estoy convencido de que pese a tratarse de una vía que conocen casi todos los santacruceros, poquísimos saben quién fue el señor Enrique Wolfson, cuya importancia en la historia de Santa Cruz es bastante mayor que la del Comodoro Rolín.

Prácticamente la única fuente primaria de la que obtener información de Wolfson es el libro de Austin Baillon titulado "Misters: británicos en Tenerife", publicado en 1995 por Ediciones IDEA. El autor, muerto en 2012 a los noventa y dos años, era miembro de segunda generación de la pionera colonia británica del Puerto de la Cruz. Su padre, Alexander, había llegado a la Isla en 1907 para ocuparse de los intereses exportadores de la empresa Fyffes (hablaré de esta compañía) de la que ya por entonces era socio Enrique Wolfson. Si bien Wolfson falleció antes del nacimiento de Austin, hay que suponer que éste recabaría noticias de aquél a través de su padre pero también, como cuenta en el libro, de lo que le contó su nieto. A propósito de los descendientes de Enrique Wolfson (y de su único hijo, André), he encontrado una página en inglés que reseña la visita a Tenerife en el invierno de 1888 de un médico británico (el doctor Jasper Creagh) y que tiene un comentario de Bob Wolfson, de Gloucestershire, quien dice ser bisnieto de Wolfson. Buscando sobre él, descubro que puede ser Robert Wilson Wolfson, nacido en 1951, fecha que cuadra con ser el bisnieto ya que André nació en 1890. Así que, si es verdad lo que dice (y no veo por qué no habría de serlo), parece que la descendencia de nuestro personaje dejó la Isla. Pero vayamos a lo que nos cuenta Baillon en su libro que (aclaro) es una colección de breves semblanzas de británicos de fin de siglo (XIX) que se asentaron en esta isla, ilustradas con interesantísimas fotos de época. Las páginas dedicadas a Henry Wolfson Osipoff no son sino siete; pero pese al poco texto, es lo más que hay.

Baillon no cuenta casi nada de la vida de Wolfson antes de que se instalara en Tenerife. Nos dice que nació en Rusia (el bisnieto concreta que en Moscú) en 1857, hijo mayor de una familia judía, que tuvo un hermano llamado León y por lo menos dos hermanas. Que a los veinticuatro, al vivir las violentas agitaciones y atrocidades en contra de los judíos, escapó a Inglaterra con su hermano y que allí, al cumplir cuatro años de residencia, obtuvo la nacionalidad británica. Siendo ya ciudadano británico se embarcó hacia Sudáfrica, con la intención de hacer fortuna, pero en la escala que hizo su buque en Santa Cruz quedó muy impresionado con la ciudad y la isla y decidió asentarse aquí. Pocos datos, ciertamente, y además carentes de referencias. Con tan escasas pistas, conocer con algo de consistencia sus orígenes equivale a buscar una aguja en un pajar; pareciera que sólo podemos especular.

Vladimir Osipoff, arquitecto
Empecemos por el apellido original, Osipoff, no precisamente raro; es el derivado del nombre propio Osip (José), cuya grafía cirílica imagino que sería Осипов y que se transcribiría como Osipov. Que el de nuestro protagonista en vez de la uve final tuviera dos efes puede explicarse por motivos fonéticos; en todo caso, como ya he dicho, hoy existen muchos Osipoff por el mundo, dos de los cuales ya conocía antes de ponerme a escribir este post. Vladimir fue un arquitecto nacido en 1907 en Vladivostok, que creció en Tokio donde su padre era agregado militar de la embajada rusa y que en 1923 emigró a los USA (probablemente a San Francisco, uno de las ciudades que acogió mayores contingentes de la llamada emigración blanca); estudio arquitectura en Berkeley y se trasladó a Honolulu, donde adquirió un gran prestigio profesional, considerándosele el padre de la arquitectura moderna hawaiana. El otro Osipoff que me sonaba se llama Oleg es mucho más joven y aún está vivo (creo que reside en Moscú); se trata de un pintor con un estilo muy personal –una especie de surrealismo simbolista con toques kitsch y unos colores y temáticas que me recuerdan al renacimiento flamenco– sobre cuya obra no termino de decidirme si me gusta o no, aunque he de reconocer que es sugerente y no me sorprende que tenga numerosos seguidores y un buen éxito comercial. Por cierto, en una web rusa sobre este hombre compruebo que, en efecto, el apellido aparece escrito Осипов aunque en su Facebook (para consumo en Occidente, imagino) lo transcribe con las dos efes finales.

Detalle de caza mayor (óleo sobre lienso; 110x140) - Oleg Osipoff, 2000 


Esta breve exploración del apellido no aporta ninguna luz al personaje que me interesa. Ni nos acota sus orígenes geográficos (el Imperio ruso a mediados del XIX era todavía mayor de lo que hoy es Rusia, una inmensidad) ni nos da alguna otra pista. Desde luego, no se trata de un apellido judío, aunque sí he descubierto en la web algunos judíos norteamericanos de origen ruso que lo llevan y en Israel hay numerosos Osipov y Osipoff. Pero la mayoría de quienes llevan este apellido en cualquiera de sus grafías latinas es gentil; de hecho, uno de los más famosos Osipov, también Vladimir, fue uno de los impulsores del nacionalismo ruso desde el cristianismo ortodoxo durante le época soviética y posteriormente al derrumbe comunista. En resumen, que el que fuera conocido años después en Tenerife como Enrique Wolfson hubiese nacido en Rusia con el apellido Osipoff no nos ayuda mucho a localizarlo en aquel tiempo y en aquel extensísimo país; un callejón sin salida. Paso pues a otra de las pocas pistas disponibles: que escapó de Rusia a causa de las persecuciones contra los judíos.

Alejandro II
Baillon nos dice que escapó de Rusia en 1881, lo que nos lleva a concluir que tuvo que ser como consecuencia de la famosa oleada de violencia que entre 1881 y 1884 siguió al asesinato del zar Alejandro II; de hecho, esos acontecimientos acuñaron el término progrom (devastación) que se aplica desde entonces a los linchamientos multitudinarios contra un grupo étnico, en especial contra los judíos. Ahora bien, estos salvajes ataques contra los judíos (con la pasividad complaciente de las autoridades) ocurrieron en el Sur de Rusia, la mayoría en Ucrania. Es decir, demasiado lejos de Moscú que es donde se supone que había nacido nuestro protagonista según su presunto bisnieto. Si creemos lo que nos cuenta Baillon, “Henry, a la edad de 24 años, fue testigo de violentas agitaciones, atrocidades y desmanes en contra de personas de su raza” y ello lo motivó a escapar llevando consigo a su hermano León. ¿Resultará entonces que no residía en Moscú sino a más de mil kilómetros hacia el suroeste? ¿Y qué paso con sus padres y sus hermanas? Baillon dice que se desconoce la suerte que corrieron y uno tiende a pensar que lo más probable es que hubieran muerto en los ataques, que formaran parte de las miles de víctimas; porque, de seguir vivos, cuesta entender que Wolfson se olvidara de ellos durante el resto de su vida. No es más que elucubración por mi parte, por supuesto, pero me imagino a este joven y su hermano aterrorizados, sin nada, huyendo desesperadamente para salvar sus vidas después de haber asistido a la tragedia de su propia familia.

David Wolffsohn
Cuanto más indago sobre este hombre más de invade la sensación de habérmelas con una figura demasiado misteriosa. Me enfada un tanto que Baillon no aclare las fuentes de lo poco que nos cuenta y llego a plantearme que a lo peor lo que dice no sea cierto. Habré de ir recopilando noticias indirectas sobre Wolfson –todas, claro, de los años que residió en Tenerife porque dudo mucho que haya otras fuentes– para ver si descubro pistas sobre sus orígenes. Una primera cosa que no entiendo, por ejemplo, es por qué pasa de apellidarse Osipoff a Wolfson. Wolfson sí es un apellido netamente judío (ashkenazi, derivado de la palabra “lobo” en yiddish) que se repite en varios personajes bajo distintas grafías (otra muy frecuente es Wolffsohn, que era como lo escribía quien fue el segundo presidente de la Organización Sionista Mundial). El caso es que parece que en Inglaterra ya entró como Henry Wolfson, aunque siguió manteniendo referencia a su apellido ruso. Y ya puestos, ¿cuál era su nombre propio antes de emigrar? Porque Enrique (Ге́нрих) es de origen germano y poco habitual tanto entre los rusos como entre los judíos (no es bíblico). Tal vez no se llamaba Osipoff, sino Isaac (u otro nombre similar) Wolfson, y era un judío de Kiev (no de Moscú) que tras el pogromo huye de la ciudad y en el traslado por las tierras cristianas adopta un patronímico ruso para ocultar que era judío. Y con esa falsa identidad logra salir hacia Gran Bretaña (¿con qué medios contaba?) y al llegar allí se encuentra con que ser judío no es ningún inconveniente. No es que Inglaterra estuviera libre de antisemitismo, desde luego, pero durante toda la era victoriana los hebreos ingleses habían ido conquistando derechos que estaban muy lejos de ostentar en el continente (lo cual fue uno de los motivos que la población judía de la isla se quintuplicara en la segunda mitad del XIX pasando de 35.000 a 180.000 en 1900). Adviértase que en 1857 David Salomons es elegido alcalde de Londres, al año siguiente Lionel Rothschild ocupa un escaño en el Parlamento y en 1868 la guinda, Disraeli, un judío converso, se convierte en Primer Ministro.

R. Gascoyne-Cecil (G.F. Watts, 1882)
Aunque ya digo, no tengo datos, no puedo hacer sino fantasear sobre los orígenes de Enrique Wolfson, incluso hasta cabe poner en duda que fuera judío, suponer que se inventó sus trágicos antecedentes para obtener algún trato de favor en Inglaterra. Sí, ya lo sé; en principio lo más razonable parece ser creerse lo que nos cuentan, aunque todo sean preguntas. Nos cuenta Baillon que con veinticuatro años y un hermano menor aparece en Inglaterra y permanece cuatro años hasta obtener la nacionalidad británica, “según la copia de un documento en mi poder firmado por el secretario de Asuntos Extranjeros, lord Salisbury, el 11 de diciembre de 1885”. En esa fecha Robert Gascoyne-Cecil, 3º Marqués de Salisbury, llevaba un mes como primer ministro de un gobierno minoritario y, efectivamente, se había reservado la cartera de exteriores. Sería muy interesante poder ver ese documento de nacionalización porque a lo mejor en él constan datos sobre los orígenes de Wolfson (claro que habría que saber la fiabilidad de los mismos: ¿la mera declaración del solicitante o alguna prueba documental?). Y durante esos largos cuatro años en suelo inglés, ¿a qué se dedicó nuestro hombre? No debía ser nada fácil a un joven extranjero lograr sobrevivir en la metrópoli inglesa, aunque desconozco de qué habilidades disponía: ¿tenía alguna formación profesional, hablaba inglés? A lo mejor tenía contactos en Inglaterra, quizá fue acogido por judíos acomodados; no lo sabemos, pero no parece que en ese periodo lograra asentarse en el Reino de Victoria porque, si así hubiera sido, no se entiende que se decidiera a emigrar a la lejana Sudáfrica (en ese tiempo la provincia del Cabo), área además bastante conflictiva por los enfrentamientos entre ingleses y boers. También es bastante mosqueante la rapidez con que se suceden los acontecimientos según Baillon: la nacionalización el 11 de diciembre de 1885 y el 24 de febrero de 1886 parte desde Santa Cruz a Inglaterra con la intención de volver a Tenerife. Pareciera que Wolfson estaba simplemente esperando a obtener la nacionalidad para largarse a toda prisa de Inglaterra (probablemente la necesitaría para ser admitido en El Cabo), lo que confirma mi suposición de que no debía haber tenido demasiado éxito en la metrópoli.


Henry Wolfson
Y, por supuesto, me queda mencionar la duda más grande: ¿Por qué quedó tan inmediata y fuertemente impresionado con Tenerife? Piénsese que descendería del buque con la idea de pasar unas horas en una pequeña ciudad de una pequeña isla del Atlántico, sin especiales riquezas ni atractivos económicos, y en ese breve lapso decidió que se quedaba, que renunciaba a sus planes de futuro en la próspera colonia sudáfricana. Es realmente extraño, hasta sospechoso. ¿De verdad no sabía nada de Tenerife, de verdad fue un enamoramiento súbito? Ante la ausencia de datos en contra, habrá que asumir que sí, que así fue, por raro que nos parezca. A lo mejor, decidió quedarse unos días para tantear las opciones que le ofrecía la isla, con derecho a embarcar en el siguiente barco sin perder el dinero del pasaje. Y puede que durante esas primeras semanas de su estancia tinerfeña, entre finales de enero y el 24 de febrero de 1886, viera posibilidades de negocio y por eso viajara de vuelta a Inglaterra para pactar con la Burrell Company una representación para Canarias. Y puede que así empezara su andadura tinerfeña, que tanta relevancia tuvo para el desarrollo económico de esta isla. Pero de eso ya hablaré en un próximo post.

Canción de amor exagerada

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El pasado 6 de abril, justo en la fecha de su septuagésimo noveno cumpleaños, murió Merle Haggard en su rancho de California. Me enteré de la noticia el mismo día y pensé en escribir un post. No es que yo sea un buen conocedor de la música de este compositor e intérprete country, qué va. De hecho, confieso que lo he escuchado por primera vez este otoño y fue porque era uno de esos nombres que se me cruzaba recurrentemente cada vez que incursionaba en el proceloso universo del country (el que ocasionalmente transito es el que suele calificarse de country-rock) ya que con cierta frecuencia sonaban en la voz de otros canciones con su firma. Digamos que se había convertido a lo largo de los años en un nombre que tenía apuntado en ese rincón del cerebro con la etiqueta de pendientes (allí hay sobre todo bastantes autores literarios), una lista mental que en vez de disminuir está siempre creciendo. Y este otoño, como ya he dicho, me conseguí una box set de 6 CDs que cubre todas las grabaciones en estudio entre 1969 y 1976, se supone que su época más potente y creativa; una típica recopilación con la friolera de 165 canciones y casi ocho horas de duración. De modo que en los últimos meses he estado escuchando el cancionero de Haggard y comprobando que, efectivamente, el hombre merecía la sólida reputación que se había ganado en el mundo del country.

Pero con esta entrada no voy a aportar nada al análisis crítico de la obra de este músico, lo que sería estúpidamente pretencioso dada mi ignorancia. No, escribo este post para comentar mi asombro ante el título de uno de los temas que componen el recopilatorio y que me sonó anteayer mientras caminaba con los auriculares; me refiero al I die ten thousand times a day. La canción, en primera persona, es la queja llorosa de alguien que ha perdido a quien ama. Llego a casa y me siento junto a la puerta, imaginando que mi vida no fuera tan solitaria como lo es desde que te marchaste, cojo y sobeteo cada cosa que tú usaste, me repito tiernamente cada palabra que dijiste. Y sigue: estás en todos mis pensamientos, dejé de vivir la noche en que te fuiste y si entraras por esa puerta empezaría a vivir de nuevo. Patético, desde luego. Más todavía porque sospechamos que el amado/a se largó por culpa de los malos tratos de quien ahora lloriquea ( If I've hurt you it's just because I love you much too much). Nunca me han gustado las canciones con este tipo de letras, que abundan hasta el hartazgo en cualquier género. De hecho, si hiciéramos una clasificación de los temas de amor/desamor por sus textos, esta categoría –la de los lamentos patéticos por el amor perdido– sería con casi toda seguridad la que tendría más muestras. Es explicable: cuando a uno han dejado de amarle se le dispara la autocompasión y se siente muy a gusto escuchando lloriqueos como los suyos.

Pero lo que me llamó la atención de la cancioncilla fue la cuantificación numérica de la hipérbole de su título (y el verso final de cada una de sus tres estrofas). También es habitual que en este tipo de canciones se exagere sin recato para dejar claro lo muy desgraciado que es uno y lo muchísimo que está sufriendo. A mí, la verdad, me desagradan mucho estas (y cualesquiera) exageraciones. Cuando las escucho, pienso que esos sufrimientos tan enfática y dolorosamente expuestos no son tales, que como mucho deben calificarse de molestias. Quienes de verdad sufren no suelen declamar hipérboles quejosas. Así, lo de que sin tu amor no puedo vivir, moriré de pena, etcétera, etcétera, son gilipolleces que deberíamos tener la pudorosa prudencia de callar en esos momentos (casi todos hemos vivido alguno) en que nos ataca la tentación del patetismo. Salvo, claro está, que seamos compositores de canciones románticas y el éxito comercial nos haya abotargado el más mínimo sentido autocrítico. En tal caso adelante, exageremos sin medida o, como en el tema que canta Haggard y que motiva este post, midamos la exageración y digamos con todo el descaro que “muero diez mil veces al día”.

Diez mil, eh, no cien o mil que serían palabras más rotundas en un poema; ni siquiera un millón de veces. No, diez mil veces (ten thousand times), como si las hubiera contado el capullo. Admitamos que es el número medio: un día se murió nueve mil novecientas cincuenta y cuatro veces, otro diez mil cuarenta y tres y así sucesivamente. O sea, que se muere cada 8,64 segundos de media. Pero hay que suponer que, por mucho que sufra esta víctima del desamor, algo dormirá y mientras duermes no vas a morirte y luego resucitar para volver a morirte, de modo que si suponemos que duerme unas seis horitas diarias, el proceso de muerte-resurrección-muerte que le acontece durante la vigilia tiene una duración media de seis segundos y medio. Es decir, que está continuamente muriendo y resucitando para volver a morir y, además, de forma bastante acelerada. Trato de imaginarme al pobre enamorado sin amor. Se despierta y según se levanta de la cama le da un espasmo y cae muerto, se alza enseguida, da cuatro pasos y nuevo espasmo fulminante, vuelta a recuperarse y camina hacia la cocina para prepararse el desayuno pero antes de llegar vuelve a morirse … Y a este ritmo todo el puñetero día. Como en todos sus pensamientos se le aparece ella (o él), hay que deducir que es el hecho de pensar lo que inmediatamente le genera la muerte. Estoy de acuerdo porque hay cada uno que mejor haría en no pensar.

Y es que, si vas a exagerar mejor no cuantifiques, pues siempre quedarás en evidencia. ¿Por qué en esta canción se escribió ten thousand en lugar de thousand o hundred? Puede que fuera por problemas métricos (de rima no), pero como éstos habrían sido fácilmente resolubles, pienso que simplemente al autor le parecería más original decir diez mil que mil o cien; y menos mal que no se lanzó a soltar “un millón” y entonces el proceso de morir-resucitar habría durado menos de una décima de segundo. Dejo constancia de que el autor de esta joya del country no es Merle Haggard sino Leon Payne (aunque obviamente a Haggard debía de gustarle pues en caso contrario no la habría interpretado). Payne fue un músico ciego texano (1917-1969) que escribió cientos de canciones country (no diez mil), la mayoría de las cuales fueron popularizadas por otros artistas, muchísimos empezando por Hank Williams. La ceguera no parece excusa para no hacer unos calculitos previos, pero en fin. Aquí dejo la canción de marras en la voz de Merle Haggard; aunque quieran no podrán escucharla diez mil veces al día (como mucho 472).

  
I die ten thousand times a day - Merle Haggard (A Portrait of Merle Haggard, 1969)
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