Hicimos el amor por primera vez el domingo 2 de abril de 2006. Fui a recogerla a su casa y bajamos a la mía en Santa Cruz. Por ese entonces, los dos pisos que había comprado y unido con mi ex todavía no estaban separados, aunque ya cada uno ocupaba uno distinto. En todo caso, ese día no había nadie en la otra vivienda de modo que nuestra intimidad estuvo a salvo. Le enseñé la casa y ella me dijo que le gustaba, pero enseguida fuimos al dormitorio que era lo que ambos estábamos deseando. Para entonces yo llevaba unos nueve meses separado y, aunque había salido con varias mujeres conocidas a través de la web de contactos, Luisa era la primera con la que quería hacer el amor, sentir su cuerpo.
Igual que los besos de la víspera, el encuentro amoroso se desarrolló dulce y fluidamente. Fue en la cama individual que provenía del dormitorio conjunto desmantelado (no pasaron muchos días hasta que compre una cama de uno sesenta que todavía conservo); no había pues demasiado espacio para ejercicios de sexo salvaje pero más que suficiente para abrazarnos estrechamente, para fundirnos el uno en el otro. Desde el principio el tacto de Luisa fue una revelación que me pareció que suparaba lo meramente sensorial; según me iba tocando, toda mi piel se electrificaba, mi cuerpo todo se magnetizaba hacia ella. Soy incapaz de describir el torrente infinito de placer que me produjo, tanto que en alguno de los muchos momentos de éxtasis sentí que en lo más hondo se me abría un grifo y se desbordaban las emociones. Y me rompí en llanto de felicidad.
Guardo correos de esa semana en el que cada uno cuenta al otro lo maravilloso que fue, aunque es fácil advertir que todavía nos frenamos al hablar sobre sexo (los remilgos desaparecerían en pocos días, pero no toca ahora hablar de eso). El miércoles quedamos para ir al cine –vimos “Los aires difíciles”, adaptación de una novela de Almudena Grandes– y cenar unas arepas; luego, cada uno a dormir a su casa. Pero el fin de semana, de viernes a domingo, disfrutamos en el Hotel Botánico de El Puerto de la Cruz de la que podríamos llamar nuestra (breve) luna de miel.
Llegamos a primera hora de la tarde y nos encerramos en la habitación, desnudos y gozosos, hasta las diez de la noche, cuando el hambre nos obligó a vestirnos y salir a buscar un restaurante (fue una pizzería). Puse Norah Jones como banda sonora y fumamos a medias un canutillo de maría, dos factores que sin duda contribuyeron a exacerbar nuestras sensibilidades, a multiplicar e intensificar las sensaciones. Lo que ocurrió en aquella habitación esa tarde fue para mí una absoluta revelación, tan potente que me cambió para siempre y me enamoró completa y definitivamente de Luisa. Puedo decir que el sexo fue maravilloso, de lejos el mejor que había tenido hasta entonces (y creo que no volvimos a superarlo). Nos integramos tanto el uno en el otro que pasamos a ser un solo cuerpo rebosante de zonas erógenas compartidas. El placer era infinito y era el de los dos; yo sentía que sentía el placer que Luisa sentía y ella me dijo que le ocurría lo mismo; los orgasmos se sucedían sin que pareciera que tuvieran límite.
Pero ese placer tan asombrosamente grande y largo, quizá justamente por eso, trascendió de lo físico y se convirtió en la materia de algo que no sé denominar con otra palabra que no sea amor. Creo que nunca fue tan profundamente verdadera la expresión “hacer el amor”. Era eso lo que estábamos haciendo, estábamos amándonos, física, mental y espiritualmente. Sentía tanto amor como nunca antes; y ese amor no era algo abstracto, sino de una concretísima realidad, tan real que lo percibía como algo material. Añado que, amándola como la estaba amando (y recibiendo el amor con el que ella me estaba amando), me sentí bueno, bueno como tampoco nunca me había sentido. Y sentirme así me hizo feliz, inmensamente feliz.
Desde esa fecha mágica han pasado casi quince años. Durante este tiempo hemos vivido varias crisis y enfados (los dos teníamos caracteres fuertes). Tengo la impresión de que Luisa se desencantó, que me seguía queriendo, sí, pero que más de una vez pensó que no podíamos seguir juntos, que éramos incompatibles. También yo lo pensé. Sin embargo, por malos momentos que pasáramos, sabía que estaba atado a ella, que había de amarla siempre. Lo que me había dado en esos días iniciales de nuestra relación, especialmente esa tarde en una habitación de hotel, había sido un regalo tan hermosamente inconmensurable, que lo justificaba todo. Descubrí entonces que mi felicidad mayor consistía en hacerla feliz. Y aunque eso es lo que he intentado siempre, siento no he estado a la altura de ese don que me transformó (supongo que esto forma parte del sentido de culpabilidad habitual durante el duelo).