

Rememoro mayo de 2005. Estaba acabando el segundo año de ingeniería informática en la Universidad de Barcelona, si bien también llevaba asignaturas de matemáticas con la intención de obtener ambas licenciaturas. Por aquel entonces yo era la mujer perfecta: joven, bella, rica y muy inteligente. Siguiendo la tradición familiar (que casi se remontaba a la Edad Media catalana), era Héctor quien, sin ninguna discusión, estaba llamado a suceder a nuestro padre al frente de la empresa; tanto por primogénito como, sobre todo, por ser varón. Sin embargo, Príamo daba por supuesto que sería yo quien realmente daría continuidad a su obra, actuando a la sombra de mi hermano mayor, aconsejándolo y protegiéndolo. No sólo por mi muy superior clarividencia sino también por ser la que más amaba entre sus muchos hijos. Esa situación cambiaría mucho y muy deprisa en los siguientes meses pero, en aquellas fechas, las cosas estaban muy claras para todos, empezando por mí misma, que asumía con ilusión mi destino como alma de Troya y me preparaba intensamente para ello. De hecho, ya por entonces, con apenas diecinueve años, trabajaba a tiempo parcial en la empresa por voluntad de mi padre, a fin de familiarizarme con los negocios que abordábamos, con nuestras peculiaridades (fortalezas y debilidades), conocer las estrategias, la evolución del sector, las oportunidades y riesgos … Ese verano tenía previsto cursar un seminario introductorio de MBA en Berkeley, que de paso contribuiría a mejorar mi ya bastante correcto inglés. En resumen, era una joya de chica, con un futuro que no era prometedor porque se consideraba seguro.
Una tarde, como tantas anteriores, después unas horas revisando los últimos movimientos contables, me dirigí al Templo; quería saludar a mi padre y, de paso, preguntarle por unas cuantiosas transferencias que recientemente se habían dirigido a una compañía griega de software, Hellas Digital. Herófila –todavía trabajaba para nosotros– me advirtió que estaba reunido con unos extranjeros importantes, no se le podía interrumpir. Pensé en retirarme pero justo entonces se abrió la gran puerta de la Sala del Consejo y salió Príamo acompañado de tres o cuatro hombres. He reconstruido esa escena tantas veces que ahora sé perfectamente que estaban Ulises, Áyax y Menelao, pero en ese momento mi mirada, mis sentidos todos, quedaron imantados con brutal potencia por uno solo de ellos, por Agamenón. Por un instante eterno el universo se detuvo, el aire se escapó de mi cuerpo, cesaron los pensamientos, cualquier movimiento orgánico. Agamenón, enfrente de mí, también me miraba extático, sosteniendo con sus ojos la extraordinaria intensidad de esa ligazón mística que nos enlazaba. Sé de sobra que suena fantasioso, hasta cursi, lo admito, pero no alcanzo a encontrar palabras con las que describir la singularidad mágica de esa sensación compartida. Y digo compartida porque, sin necesidad de pensarlo, desde el primer momento se me hizo evidente, con la rotundidad de lo inevitable, que esa violenta, implacable atracción que padecía era mutua. Si de mí hubiera dependido jamás habría encontrado el modo de romper ese hechizo paralizante. Pero Agamenón, hombre experimentado, entrenado ya en el disimulo, supo quebrarlo, fue capaz de apartar la mirada al tiempo que apoyaba la mano sobre la espalda de mi padre, empujándolo muy sutilmente hacia mí.
Mi padre, sin aparentemente percatarse de mi turbación, sonrió ampliamente al verme y se apresuró a hacer las presentaciones, elogiándome desmedidamente ante los visitantes. Cuando, después de saludar a sus acompañantes, estiré la mano hacia Agamenón, cogiéndomela, me atrajo hacia sí y con tono burlón me pidió permiso para darme un beso, pues quería ser como mi segundo padre. Debí enrojecer intensamente porque, mientras sentía la ardiente quemazón de sus labios en mi mejilla, escuché reír a mi padre y decir que era la primera vez que veía a su hija, siempre tan segura, comportarse como una tímida muchachita. Lo cierto es que sentía un confuso torbellino de emociones que me impedía comportarme como usualmente lo hacía. Por primera vez en mi vida, asistía impotente a un vertiginoso fluir de acontecimientos respecto del cual no tenía ningún control, pese a desear con toda mi alma poder controlarlos, entenderlos al menos. Como en una película a cámara rápida, los griegos se despidieron y siguieron hacia la salida escoltados por Príamo, Héctor y algún otro ejecutivo de Troya. Yo me quedé clavada en el sitio, como una estatua. La voz irónica de Herófila me volvió a la realidad: huy, huy, huy, canturreó, la doncella se nos ha enamorado, y lo ha hecho de quien menos le conviene. Herófila dejó la empresa pocos meses después, contratada por Agamenón; fue probablemente uno de los primeros “actos bélicos”. Entonces yo casi ni me fijaba en ella, de hecho lo que me dijo aquel día me sorprendió, entre otros motivos, por provenir de quien se me antojaba una mosquita muerta. Sin embargo, meditando con posterioridad, me he convencido de que Herófila era mucho más de lo que aparentaba, que podía ver y anticipar lo que los demás no podían, y que Agamenón se dio cuenta, como poco después se daría cuenta de mis propias capacidades, casi antes que yo misma. Ahora bien, entonces no pensé nada de esto; simplemente me ruboricé y no supe que contestar. Yo, la hija favorita del presidente todopoderoso, siempre tan segura, salí corriendo hacia mi apartamento.
Me apetecería seguir recordando aquellos tiempos pero se me ha acabado el tiempo. Siento ya que el trance se apodera de mí.
Shot of love - Bob Dylan (Shot of Love, 1981)