Las probabilidades no son tan intuitivas como parece y esto es algo que deberíamos tener en cuenta porque todos, más o menos conscientemente y más o menos acertadamente, calculamos probabilidades en nuestros actos cotidianos. Por ejemplo, cuando aparcamos "un momento" el coche en segunda fila estimamos muy baja la probabilidad de que aparezca un municipal con la grúa durante el tiempo que nos llevará nuestra gestión. O el ejemplo que viví en primera persona hace muchos años y conté el pasado domingo: cuando, tras una serie de varios negros salidos en la ruleta, pensamos erróneamente que hay más probabilidades de que salga el rojo. En los comentarios a ese post aludí a esto con la desafortunada expresión de que el azar no sabe lo que ha ocurrido antes, lo que Vanbrugh aprovechó para hacerme notar que "las leyes físicas no se cumplen porque el universo "sepa" que "debe" cumplirlas". Esta última frase daría para largas discusiones pero, en todo caso, se saldrían de lo que entonces tratábamos y que también es el objeto de este post: las probabilidades.

La probabilidad de que al cabo de n repeticiones del acontecimiento salga un resultado concreto de los 2^n posibles es, por tanto, una entre 2^n. Por ejemplo, la probabilidad de que tras diez lanzamientos salgan diez cruces es 1/1024 o del 0,097656%. Muy baja, ciertamente, como todos sabemos intuitivamente. Por eso, no nos asustaría apostar a que no se va a dar ese resultado; lógico, porque la probabilidad de que no salgan diez cruces seguidas es de 1.023 resultados posibles (todos menos el de las diez cruces) entre 1.024, o sea, del 99,9%. En el fondo, aunque los lanzamientos de moneda se vayan produciendo uno tras otro, secuencialmente, la probabilidad de cualquier resultado entre los 2^n posibles es la misma que si se lanzaran simultáneamente diez monedas al aire. Digamos que, siempre que los eventos sean independientes (no influya el resultado previo en el siguiente), el tiempo carece de relevancia: da igual infinitos lanzamientos de una moneda durante un tiempo infinito que el lanzamiento de infinitas monedas en un instante (tiempo cero). Conclusión esta muy sugerente y que nos orienta hacia las reflexiones (tan poco intuitivas) de la física sobre el tiempo, etc.
Pero el tiempo existe, o al menos eso creemos. De ahí que la probabilidad de cualquier acontecimiento cambie según el momento de la sucesión en que estemos o, lo que es lo mismo, según la información de que dispongamos. Cuando iba al casino calculé acertadamente que, como para perder tenían que salir diez negros seguidos, la probabilidad de que ocurriera era ínfima. Sin embargo, en la nefasta sucesión de tiradas que me arruinó, para cada una de ellas, la probabilidad de perder (y de ganar) era del 50%, bastante más alta. O sea, en mi última puja aposté nada menos que dieciséis mil pelas de entonces a que salía rojo en esa tirada concreta; nadie mínimamente prudente lo haría, ¿verdad? Este ejemplo vale, creo, para ilustrar que las probabilidades no son siempre intuitivas. O, si se prefiere, dos resultados incompatibles nos resultan intuitivos: entendemos que tenía un 50% de probabilidades de ganar en esa última tirada, pero también entendemos que las probabilidades de ganar en las diez tiradas era del 99,9%.
Pongo otro ejemplo con los nacimientos de bebés, para volver a los hospitales de Vanbrugh (mientras espero por su prometido post en el que nos explicará otro misterio). Cuando nosotros o una pareja conocida está esperando un hijo (y siempre que no les hayan desvelado el sexo), suponemos acertadamente que hay un 50% de probabilidades de que sea niño y otro tanto de que sea niña. Por otra parte, si nos dicen de una pareja que tiene muchos hijos –rara avis en estos tiempos pero no en los de mis padres– esperamos que el número de niños y de niñas no difiera demasiado y de hecho nos sorprende por excepcional una familia, por ejemplo, de diez vástagos varones y ninguna hembra. De hecho, la probabilidad de que esos padres hayan engendrado diez varones es exactamente la misma que la de que yo perdiera mi escasa fortuna juvenil en la ruleta, menos de una entre mil. Y sin embargo, cuando la señora estaba en su décimo embarazo con la desesperada esperanza de dar a luz a la ansiada niña, las probabilidades de que se cumplieran sus deseos era también del 50%. Aunque a ese respecto hubo división de opiniones entre los amigos del atribulado matrimonio. Unos opinaban que después de nueve chicos tenía que haber más probabilidades de que naciera una chica (más o menos lo que me llevó a perder en la ruleta); otros, en cambio, dada la anomalía estadística previa, pensaron que el padre tenía una mayoría abrumadora de espermatozoides Y, por lo que las probabilidades estaban a favor del nacimiento de otro varón más.
Durante la lectura de los posts de Vanbrugh me acordé de un problemilla que viene muy al caso porque pone de manifiesto que con las probabilidades, a veces, no hemos de fiarnos del todo de lo que nos dice la intuición. Imaginémonos que una pareja amiga que ya tiene un hijo varón está esperando otro; obviamente la probabilidad de que sea varón es del 50%. Ahora hagamos un ligero cambio, supongamos que ya ha nacido el bebé pero no nos enteramos de su sexo, ¿qué probabilidad hay de que sea varón? Pues la misma, claro, el 50% (hasta aquí la intuición parece funcionar bien). Otro ligero cambio en el planteamiento: la pareja no es amiga nuestra pero vamos a conocerla esta noche en una cena y para caerles simpáticos hemos pensado en comprar unos detalles para sus hijos. Nos han dicho que tienen dos y que uno de ellos (nuestro informante no sabe si el mayor o el menor) es varón. ¿Cuál es la probabilidad de que el otro también sea varón? He hecho la prueba con compañeros del curre y casi todos, siguiendo su intuición, me han contestado que la misma, el 50%. Pero no, la probabilidad de que el hijo cuyo sexo desconocemos sea varón es del 33,33% (y lógicamente, hay un 66,66% de probabilidades de que sea niña). Pensamos pues en comprar una muñeca en vez de una pistola de agua, pero luego nos dimos cuenta de que vivimos ya en una sociedad no sexista y, por tanto, averiguar el sexo que desconocíamos era irrelevante (hasta contraproducente). Tiene su miga (o su gracia) cuando las probabilidades no son las que uno espera.
Y para acabar, aprovechando que empieza el fin de semana, planteo un problema que me enviaron hace unos días y me resultó entretenido. Como en casi todos, la clave está en enfocarlo correctamente porque, si no, uno se puede pasar mucho rato dándose cabezazos contra un muro. Acabo de comprobar que puede encontrarse en internet (incluso con algunas variantes), pero doy por supuesto que mis lectores no hacen trampas, porque sería hacérselas a sí mismos. Lo divertido de estos ejercicios es el rato que se pasa pensando; el único premio es la propia satisfacción. Bueno, allá va el enunciado.
Se trata de una banda de cinco sanguinarios piratas que, gracias a sus últimas felonías, han acumulado cien monedas de oro. Se aprestan a repartirse el botín y para ello no se dan veinte monedas cada uno como haríamos los miserables burgueses sino que aplican un curioso procedimiento ya consagrado entre sus tradiciones. El pirata de más edad hace una propuesta de reparto (o sea, dice el número de monedas para él, para el segundo pirata, para el tercero, para el cuarto y para el quinto, de modo que la suma de las cinco cifras es 100) y la somete a votación. Si el resultado es de la mitad o más de los votos, la propuesta se lleva a la práctica y asunto resuelto, se acabó el reparto. En caso de que la propuesta obtenga menos del 50% de los votos, al pirata proponente lo tiran por la borda a unas aguas infestadas de tiburones. Entonces el siguiente pirata en edad hace su propuesta y vuelven a votar siguiendo exactamente el mismo procedimiento. Y así siguen hasta que algún pirata consigue ganar una votación o todos son pasto de los tiburones salvo el último que se queda con las cien monedas de oro.
Los cinco piratas son expertos lógicos y cada uno sabe que todos los otros lo son también (es decir, saben que las decisiones que adoptarán sus compañeros obedecen a los mismos criterios lógicos que las suyas propias). De más está decir que lo que decide la propuesta y el voto de cada pirata es maximizar su ganancia, conseguir el máximo número de monedas sin que lo tiren por la borda. Lo que hay que averiguar es cuál fue la propuesta de reparto que hizo el primer pirata. He dejado para el final dos datos que admiten alternativas. La primera sería que votan todos (incluyendo el pirata que hace la propuesta) o todos menos el proponente. La segunda alternativa es si se admiten o no abstenciones en las votaciones. De admitirse, un pirata se abstendría cuando la propuesta le es indiferente; de no admitirse, hay que pensar que en caso de serle la propuesta económicamente indiferente votaría en contra para darse el gusto de tirar a un colega por la borda (recuerdo que son muy sanguinarios). Al resolverlo hay que decidir primero la variante que se elige.
Pues nada, a divertirse un rato. Una vez encontrada la solución se puede dar un paso más y tratar de encontrar la regla general para este tipo de problemas (que es una buena simulación de votaciones entre actores e intereses múltiples como las que se dan en un Parlamento). Es decir, ¿cómo se resuelve para un número cualquiera de piratas (p) y de monedas (m)? ¿Y qué pasa si p > m?
Pero el tiempo existe, o al menos eso creemos. De ahí que la probabilidad de cualquier acontecimiento cambie según el momento de la sucesión en que estemos o, lo que es lo mismo, según la información de que dispongamos. Cuando iba al casino calculé acertadamente que, como para perder tenían que salir diez negros seguidos, la probabilidad de que ocurriera era ínfima. Sin embargo, en la nefasta sucesión de tiradas que me arruinó, para cada una de ellas, la probabilidad de perder (y de ganar) era del 50%, bastante más alta. O sea, en mi última puja aposté nada menos que dieciséis mil pelas de entonces a que salía rojo en esa tirada concreta; nadie mínimamente prudente lo haría, ¿verdad? Este ejemplo vale, creo, para ilustrar que las probabilidades no son siempre intuitivas. O, si se prefiere, dos resultados incompatibles nos resultan intuitivos: entendemos que tenía un 50% de probabilidades de ganar en esa última tirada, pero también entendemos que las probabilidades de ganar en las diez tiradas era del 99,9%.

Durante la lectura de los posts de Vanbrugh me acordé de un problemilla que viene muy al caso porque pone de manifiesto que con las probabilidades, a veces, no hemos de fiarnos del todo de lo que nos dice la intuición. Imaginémonos que una pareja amiga que ya tiene un hijo varón está esperando otro; obviamente la probabilidad de que sea varón es del 50%. Ahora hagamos un ligero cambio, supongamos que ya ha nacido el bebé pero no nos enteramos de su sexo, ¿qué probabilidad hay de que sea varón? Pues la misma, claro, el 50% (hasta aquí la intuición parece funcionar bien). Otro ligero cambio en el planteamiento: la pareja no es amiga nuestra pero vamos a conocerla esta noche en una cena y para caerles simpáticos hemos pensado en comprar unos detalles para sus hijos. Nos han dicho que tienen dos y que uno de ellos (nuestro informante no sabe si el mayor o el menor) es varón. ¿Cuál es la probabilidad de que el otro también sea varón? He hecho la prueba con compañeros del curre y casi todos, siguiendo su intuición, me han contestado que la misma, el 50%. Pero no, la probabilidad de que el hijo cuyo sexo desconocemos sea varón es del 33,33% (y lógicamente, hay un 66,66% de probabilidades de que sea niña). Pensamos pues en comprar una muñeca en vez de una pistola de agua, pero luego nos dimos cuenta de que vivimos ya en una sociedad no sexista y, por tanto, averiguar el sexo que desconocíamos era irrelevante (hasta contraproducente). Tiene su miga (o su gracia) cuando las probabilidades no son las que uno espera.
Y para acabar, aprovechando que empieza el fin de semana, planteo un problema que me enviaron hace unos días y me resultó entretenido. Como en casi todos, la clave está en enfocarlo correctamente porque, si no, uno se puede pasar mucho rato dándose cabezazos contra un muro. Acabo de comprobar que puede encontrarse en internet (incluso con algunas variantes), pero doy por supuesto que mis lectores no hacen trampas, porque sería hacérselas a sí mismos. Lo divertido de estos ejercicios es el rato que se pasa pensando; el único premio es la propia satisfacción. Bueno, allá va el enunciado.

Los cinco piratas son expertos lógicos y cada uno sabe que todos los otros lo son también (es decir, saben que las decisiones que adoptarán sus compañeros obedecen a los mismos criterios lógicos que las suyas propias). De más está decir que lo que decide la propuesta y el voto de cada pirata es maximizar su ganancia, conseguir el máximo número de monedas sin que lo tiren por la borda. Lo que hay que averiguar es cuál fue la propuesta de reparto que hizo el primer pirata. He dejado para el final dos datos que admiten alternativas. La primera sería que votan todos (incluyendo el pirata que hace la propuesta) o todos menos el proponente. La segunda alternativa es si se admiten o no abstenciones en las votaciones. De admitirse, un pirata se abstendría cuando la propuesta le es indiferente; de no admitirse, hay que pensar que en caso de serle la propuesta económicamente indiferente votaría en contra para darse el gusto de tirar a un colega por la borda (recuerdo que son muy sanguinarios). Al resolverlo hay que decidir primero la variante que se elige.
Pues nada, a divertirse un rato. Una vez encontrada la solución se puede dar un paso más y tratar de encontrar la regla general para este tipo de problemas (que es una buena simulación de votaciones entre actores e intereses múltiples como las que se dan en un Parlamento). Es decir, ¿cómo se resuelve para un número cualquiera de piratas (p) y de monedas (m)? ¿Y qué pasa si p > m?
My treasure - Johnny Cash (Now Here's Johnny Cash , 1961)