Hace ya varios años, un compañero y amigo al que llevo demasiado tiempo sin ver, biólogo él, me aseguró que los humanos estábamos predispuestos instintivamente a que nos gustaran los paisajes "verdes", de vegetaciones frondosas, porque ello era señal de la abundancia de agua, condición imprescindible para la supervivencia desde nuestros ancestros. No sé cuanto de verdad científica hay en esa aseveración pero, al menos en mí caso, se cumple. Desde pequeño me han atraído los montes y gusto mucho más de las medialuces húmedas que de los paisajes de rotundidad deslumbrante. De hecho, me cuesta imaginarme residiendo en un secarral. Ello no obstante no significa que no sea capaz de apreciar la belleza de los entornos áridos, de aquéllos en los que predomina la gea frente a la flora, lo mineral en majestuosa desnudez. Diría incluso que esos paisajes me parecen más bellos o, para expresar mejor lo que siento, su belleza me golpea con mucha mayor rotundidad, casi desgarrándome.
En Tenerife, donde vivo, hay muestras magníficas de estas dos categorías opuestas de paisajes. Si queremos uno verde, recomiendo internarse en el macizo de Anaga, la punta nororiental de la Isla, con formaciones de laurisilva sólo equivalentes en el también maravilloso Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando camino por sus senderos –en especial los de la vertiente Norte– siento que me invade una singular serenidad, como si el bosque me acogiera protectoramente, la sensación de estar en casa. El otro extremo es, obviamente, la altiplanicie de Las Cañadas presidida por el cono del Teide. Nada que ver, desde luego; aquí los caprichos minerales se imponen visualmente (aunque la flora autóctona, sobre todo en primavera, es espectacular) con su variedad de formas, dimensiones y colores. El cielo, tan límpido, libre de nubes que quedan más bajas, también contribuye sobremanera al espectáculo. La interiorización de esta belleza –que recomiendo gozar al amanecer– se me impone de un modo que sólo se me ocurre calificar de religioso, solemne. Si en el monte me siento en mi casa, en un entorno como el de Las Cañadas soy el minúsculo visitante en una catedral, en los dominios de la divinidad.
Van estos comentarios previos porque unos días atrás he recibido una colección de fotos del viaje de otro amigo a uno de estos paisajes desérticos especialmente singulares, tanto que es el más árido del planeta. Me refiero, claro está, al desierto de Atacama, en la costa Norte de Chile, aunque, en sentido amplio, hay quienes entienden que se adentra en el Perú y sube por los Andes (puna de Atacama) hasta los 3.500 metros, pasando a Bolivia y Argentina. El viaje que ha hecho mi amigo –iniciándolo en Arequipa, serpenteando la franja chilena de Atacama hasta Antofagasta y subiendo luego al espectacular salar de Uyuni, en Bolivia– lo planificamos hace treinta y siete años, cuando ambos vivíamos en Lima y éramos estudiantes universitarios (aunque entonces no consideramos Uyuni, que era prácticamente desconocido). Viendo las magníficas fotografías, compruebo que, en efecto, este tipo de paisajes están dotados de una belleza superlativa, ajena a las dimensiones humanas, trascendente. Y también, claro, me entra una morriña algo envidiosa de ese viaje que no hice y me vienen recuerdos oxidados de aquel tiempo –finales de los setenta– y de los motivos que nos impulsaban, hoy tan anacrónicos.
Una de esas razones podría calificarse político-musical. En Chile gobernaba todavía la Junta Militar de Pinochet, mientras que en Perú salíamos del régimen castrense y se anunciaban elecciones generales (en todo caso, el gobierno militar peruano nada tuvo que ver con el chileno, ni ideológicamente ni en cuanto a los crímenes). El grupito de chavales que planeábamos el viaje éramos muy de izquierdas, con la radicalidad e ingenuidad de la veintena, y por supuesto nos sentíamos profundamente solidarizados con el pueblo chileno –así, en abstracto– pero también con no pocos amigos que habían venido llegando a Lima unos cuantos años antes. Era frecuente que enardeciéramos nuestros nobles sentimientos escuchando los elepés de los principales intérpretes de la nueva canción chilena, tales como los Parra (Violeta e hijos), Víctor Jara (vilmente asesinado), los Inti-Illimani o Quilapayún. De estos últimos había un disco, la Cantata Santa María de Iquique, que había consagrado a esa ciudad costera como lugar de peregrinación, uno de los hitos de los lugares santos de la historia de la izquierda latinoamericana. A ello se sumaba, sobre todo para los peruanos, que esas provincias del Norte de Chile habían sido parte de la patria peruana hasta menos de un siglo antes. En fin, nostalgias reverdecidas que me han llevado a volver a escuchar, después de bastante tiempo, la discografía de Quilapayún. También me han dado ganas de escribir sobre los hechos de Iquique rememorados en el disco citado (es una amenaza)
Una de esas razones podría calificarse político-musical. En Chile gobernaba todavía la Junta Militar de Pinochet, mientras que en Perú salíamos del régimen castrense y se anunciaban elecciones generales (en todo caso, el gobierno militar peruano nada tuvo que ver con el chileno, ni ideológicamente ni en cuanto a los crímenes). El grupito de chavales que planeábamos el viaje éramos muy de izquierdas, con la radicalidad e ingenuidad de la veintena, y por supuesto nos sentíamos profundamente solidarizados con el pueblo chileno –así, en abstracto– pero también con no pocos amigos que habían venido llegando a Lima unos cuantos años antes. Era frecuente que enardeciéramos nuestros nobles sentimientos escuchando los elepés de los principales intérpretes de la nueva canción chilena, tales como los Parra (Violeta e hijos), Víctor Jara (vilmente asesinado), los Inti-Illimani o Quilapayún. De estos últimos había un disco, la Cantata Santa María de Iquique, que había consagrado a esa ciudad costera como lugar de peregrinación, uno de los hitos de los lugares santos de la historia de la izquierda latinoamericana. A ello se sumaba, sobre todo para los peruanos, que esas provincias del Norte de Chile habían sido parte de la patria peruana hasta menos de un siglo antes. En fin, nostalgias reverdecidas que me han llevado a volver a escuchar, después de bastante tiempo, la discografía de Quilapayún. También me han dado ganas de escribir sobre los hechos de Iquique rememorados en el disco citado (es una amenaza)
Soy obrero pampino y soy ... - Quilapayún (Santa María de Iquique, Catata Popular, 1970)