El bar de la plaza del pueblo, a lo mejor el único bar del pueblo, un pueblo pequeño de la serranía de Málaga en el mes de febrero. Jaime había salido temprano esa mañana, con tiempo de sobra hasta la reunión vespertina en Antequera; quería conducir sin prisas por carreteras secundarias y le había entrado hambre. La plaza, aporticada en dos de sus lados con una arquería blanca, no valía gran cosa, y menos el edificio del Ayuntamiento, con su desentonada fachada de ladrillo visto. La entrada al bar cubierta con una de esas cortinas de piezas plásticas de colores que Jaime creía que habían desaparecido hacía muchos años. En el umbroso interior, cuatro viejos en atemporal partida de cartas y, al fondo, una mujer de espaldas, desayunando. Se sentó a la barra y le pidió un café con leche y media ración de churros a una muchacha morena de belleza insultante a esas horas. La chica le sonrió y Jaime sintió una descarga eléctrica de deseo. Mientras arrobado la miraba moverse, le asaltaron imágenes imposibles: los dos abrazándose, besándose, desnudándose furiosamente … Ahí estaba ella, con la taza y el plato, y con esa sonrisa que le pedía llévame contigo fuera de este pueblo, no seas idiota Jaime, y balbucear un gracias y esforzarse en reprimir sus desvaríos.
La mujer de la mesa del fondo se acercó hasta la barra. Me cobras, por favor, y mostró una tarjeta de crédito. No aceptamos tarjetas, lo siento, son cinco euros. No llevo efectivo. A Jaime, hasta entonces distraído en sus ensoñaciones, le pareció que algo cambiaba en el aire, de pronto el silencio tenue del bar se densificaba. Las siete personas (también los viejos de las cartas) concentraban sus pensamientos en un problema que requería ser solucionado para que el tiempo siguiera corriendo, y ahora ¿cómo salimos de ésta? La mujer rebuscó en el bolso, no, dijo, no llevo nada, y la preciosidad de detrás de la barra abrió más sus ojos negros abarcando todo el local (también a los viejos de las cartas), ¿y entonces? La pregunta no había llegado a ser dicha pero ahí estaba, como si fuera uno de esos enigmas de las leyendas de cuya respuesta dependía el curso de la historia. Jaime sintió la fatal ligazón que le ataba a esa escena que ya no era la banal coincidencia de unas personas anónimas en un bar de un pueblo perdido sino la recreación del momento culminante de alguna tragedia griega. La chica, la mujer y él (también los viejos de las cartas, el coro), nada ajeno tenía importancia, ni siquiera existía. Le tentaba dejarse arrastrar por el destino, sufrir pasivamente el devenir que había de trastocar la realidad conocida. Sin embargo, cóbramelo a mí, dijo.
El tiempo volvió a su cauce. La mujer lo miró, expresión a medias entre sorprendida y aliviada (¿o decepcionada?), gracias, le dijo sonriente, ahora mismo en un cajero … No hay cajero automático en este pueblo, hosca la chica de la barra. Jaime frunció el ceño, gesto de no tienes que molestarte, y entonces la reconoció: la mujer de un compañero de trabajo, Elisa, no, Isabel. Eres la mujer de Rafael Dávila, ¿verdad? Ella, por un momento, acusó con alarma sus palabras; enseguida relajó sus facciones: sí, ¿nos conocemos? Soy Jaime Silva, trabajo con tu marido, coincidimos hace un par de años en la cena de navidad. La mirada de la mujer se intensificó, como si se disolviera la bruma azulada de sus pupilas, ahora los ojos eran verdes violáceos. Sí, confirmó, Mariela, ya recuerdo, qué casualidad encontrarnos aquí, me llamo Isabel por si no te acuerdas. Al mencionar el nombre de su esposa, pensó Jaime, ella acotaba el campo del juego que se abría; se demoró en contestar para revisarla en detalle mientras le sostenía la mirada. Andaría por los cuarenta y pocos, ropas intencionadamente desaliñadas que escondían las formas de su cuerpo, rostro no especialmente atractivo pero en el que el brillo de los ojos, hasta entonces apagado, revelaba misterios. Estoy de camino a Antequera, una reunión de la empresa, ¿y tú? ¿Qué haces tan lejos y tan sola? Isabel sonreía. La sonrisa se le había ido dibujando muy despacio, creciendo casi imperceptiblemente mientras era repasada. No contestó; en cambio, mientras él ponía sobre la barra un billete de diez euros, se levantó del taburete y caminó hacia la puerta del bar. Jaime sintió que asumían el inicio de ese juego cuyas reglas y objetivo desconocía. Salió detrás de ella a la plaza desierta, anegada en la luz del sol de media mañana.
Jaime sacó la cajetilla y le ofreció un cigarro. Isabel dudó un instante, llevo tres años y medio sin fumar pero quizá hoy, contigo … Caminaron fumando por las empinadas calles empedradas, los pulmones acusando el esfuerzo. La conversación se iba construyendo con frases de tanteo y silencios, rumbo sinuoso como el del camino. Cuando alcanzaron lo alto, una plazuela mirador desde donde se divisaba el horizonte marino, se sentían a gusto juntos. Ella empezó un relato confuso, interrumpiéndolo constantemente, salpicándolo de preguntas que no venían a cuento, casi impertinentes. Mencionó un cáncer de mama –por suerte, detectado a tiempo–, añoranzas de la adolescencia, motivaciones que se van olvidando, la progresiva opacidad de lo cotidiano. ¿Rafa no te ha contado nada de lo mío, de lo nuestro? No, contestó Jaime, de todos modos, tampoco es que seamos amigos. Isabel le dijo que lo quería, así, de pronto; pero no sé, añadió, creo que necesito más tiempo. ¿Qué buscas? No dijo nada, lo miró con una expresión extraña, demasiado llena de significados (él creyó detectar ansiedad, súplica, temor, desprecio, rabia) y empezó a llorar en silencio. Jaime la abrazó; ahí, en ese pueblo perdido, sentado en un murete de piedra, el cuerpo de ella, una mujer casi desconocida, apretándose contra el suyo, y una mezcla de ternura y deseo. Le acarició la espalda con la punta de los dedos, muy suavemente.
De nuevo se sintió absorbido por una atmósfera mitológica, abandonado a la fuerza irrevocable del destino. Ahogada desde su pecho le llegó la voz de Isabel, como si siguiera un guión obligado: tu reunión de Antequera, no puedes faltar, supongo. No respondió, de pronto tenía frío, un frío que se le filtraba en forma de afiladas y diminutas agujas con sabor a miedo; la apretó más, a ver si así se disolvía el nudo del estómago. Fueron segundos muy largos, puede que más de un minuto; luego ambos fueron aflojándose lentamente hasta quedar separados, uno frente al otro. Ahora se está reconstituyendo el mundo, pensó Jaime mientras se miraban, todavía alargando el silencio para que culminase el plazo necesario. Lo rompió ella: bueno, será mejor que bajemos hacia nuestros coches; perdóname, te debo haber parecido una tonta pero es que en estos días ni siquiera yo me reconozco. Él le cogió la cara con las dos manos, la miró unos instantes y le dio un beso en la mejilla. Vámonos, le dijo. Se prohibió pensar en lo que ella pensaría, se prohibió hasta pensar sus propios pensamientos. Luego se despidieron en la plaza; Jaime arrancó el coche, escapaba.