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El capitalismo, garante de la conservación de los recursos naturales

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El motor de la economía es el crecimiento. Por ejemplo, una recesión –que es algo muy malo– se reconoce por la reducción del PIB durante un periodo suficientemente prolongado. Si, como sabemos, el Producto Interior Bruto de un país (o de cualquier ámbito) es el valor monetario de la producción de bienes y servicios, éste ha de crecer permanentemente para que la economía vaya bien.

En 1972 el Club de Roma, una ONG fundada en 1968 por personas preocupadas por el futuro del planeta y de nuestra especie, encargó al MIT (Massachussetts Institute of Technology) un informe que se llamó Los límites al crecimiento cuya tesis principal era que «en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles». El libro tuvo una repercusión extraordinaria (también en mí, que lo leí varias veces durante al comenzar la universidad) y se convirtió en la referencia principal de la primera Cumbre de la Tierra celebrada a finales de ese año en Estocolmo.

Pese a ello, la dinámica que mueve la economía –y, consiguientemente, la explotación de los recursos– no se vio afectada en sus bases. Es cierto que en los últimos cuarenta años se han "puesto de moda" conceptos como sostenibilidad e incluso los países han acordado legislar para actuar con algo más de prudencia ante los efectos de la actividad humana sobre el medio ambiente. Pero, en la gran mayoría de los casos, las adoptadas son medidas cosméticas, sin apenas trascendencia real sobre cómo funcionan de verdad las cosas.

La década de 1980 –la que con Reagan y Thatcher a la cabeza significó le consolidación de la fase del capitalismo en la que seguimos– ha sido denominada por algunos, en relación a estos asuntos, la de la Denegación. Digamos que los grandes gurús del neoliberalismo no sólo rechazan calentamientos globales y otras zarandajas sino en general cualesquiera límites biofísicos que pudieran poner freno al funcionamiento capitalista. El argumento principal de los detractores del informe era que no habían tenido en cuenta la importancia de los precios como equilibradores en el uso de los recursos (ni tampoco, en la mejora de la tecnología).

En su libro de 2011 (Basic Economics), Thomas Sowell, uno de los economistas "liberales" de mayor prestigio en la actualidad, lo explica muy pedagógicamente, poniendo como principal ejemplo los recursos petrolíferos de que dispone el planeta. Su tesis es que la escasez de un recurso debe medirse en función de sus costes de extracción y valor de mercado. Es más, también la cantidad que pensamos que existe de un recurso depende de esas variables, porque las exploraciones petroleras son muy costosas y sólo se acometen hasta llegar a los límites de rentabilidad de futuras extracciones.

Para confirmar la validez de sus tesis, los negacionistas citan siempre las erróneas predicciones del informe de 1972 sobre el agotamiento de los recursos fósiles. Por ejemplo, en esa época se estimaban las reservas de petróleo del orden de 86.000 millones de toneladas (previéndose su agotamiento en 30 años), mientras que en 2013 se habla de unos 223.000 millones de toneladas. Es decir, no sólo no se ha agotado el petróleo disponible cuarenta años después, sino que ahora creemos tener más del que creíamos tener entonces. Hasta la primera gran crisis del petróleo (hay quienes dicen que parte de la culpa la tuvo el informe del Club de Roma), el precio del barril fue casi constante en valores nominales y bajísimo (en 1972 era de 12 dólares reales de 2011); a partir de entonces experimentó una fortísima subida (también otra brutal bajada durante los noventa) y en los últimos años ha superado en varias ocasiones los 100 dólares.

Naturalmente, Sowell reconoce como evidente que la cantidad total de recursos naturales tiene que estar disminuyendo, pero desprecia las tesis alarmistas bajo el supuesto de que hay de sobra; qué más da que se agote el petróleo cuando su uso se haya vuelto obsoleto (o mil años después de que el sol se enfríe, llega a decir). Además, añade, "si efectivamente (un recurso natural) se nos fuese a acabar en un periodo de relevancia práctica, entonces su valor actual subiría tanto que automáticamente nos obligaría a conservarlo, sin necesidad de histeria pública o exhortación política".

La confianza de Sowell –y con él del pensamiento económico dominante– en la eficacia de los mercados para ajustar los precios de modo que éstos sean el sistema más eficaz para consumir los recursos (no sólo los naturales) es admirable. Yo, sin embargo, no termino de estar convencido en las tan aseguradas virtudes de los mercados (que se repiten a la vez que se denosta cualquier intento de intervenir sobre su funcionamiento "natural"). Probablemente sea porque, aunque el modelo teórico que define el precio como el equilibrio entre la oferta y la demanda me parece muy bonito, tengo la impresión (desde mis insuficientes conocimientos) de que en la realidad no es tan así; pero de eso ya hablaré en otro momento.

Hay que decir, volviendo a los límites al crecimiento, que en 1992, 2004 y 2012 se ha revisado el modelo del estudio original que, en términos generales y al margen de errores en predicciones concretas, confirman la tesis básica: que no resulta posible el crecimiento ilimitado dentro de una biosfera finita. El informe de 2012 (dirigido por el noruego Jørgen Randers) prevé una lamentable cuesta abajo donde abundan colapsos parciales, graves conflictos y bolsas de miseria mientras que el capitalismo trata de seguir su huida hacia delante; eso sí, las cosas se pondrían mucho peores en la segunda mitad del siglo XXI.

Desde luego, estamos muy lejos de que se afronten seriamente las consecuencias de la contradicción esencial entre capitalismo y límites ecológicos. Ni siquiera la reciente crisis ha hecho que se ponga en cuestión la ineludible necesidad de crecer del sistema económico (ni la desigualdad como requisito inherente al mismo). Y las cosas no parece que vayan a cambiar si es que el discurso dominante es el que he sintetizado antes: al fin y al cabo, la dinámica capitalista sería la mejor garante de la conservación de los recursos. Para contrarrestar el impotente desánimo que a uno le embarga, surge la tentación del cinismo: después de todo, he tenido la suerte de venir a vivir en el pequeño grupo de los agraciados y por mal que vayan a ir las cosas, parece que este grupo aguantará sin demasiados quebrantos hasta mitad de siglo y para entonces ya no estaré aquí. O sea, más o menos lo mismo que deben pensar los que controlan el cotarro.


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