La otra noche le hice escuchar a Mozart, por los altavoces de mi ordenador, algunas canciones de blues-rock de los setenta. Wolfgang Amadeus, sí, el mismo. ¿Que qué hacía Mozart en mi casa? Bueno, es largo de contar y tampoco ahora viene al caso. Digamos que conozco algunos truquillos para convocar a ciertos personajes fallecidos y, en este caso, me interesaba conocer la opinión de este hombre sobre la música que se haría casi doscientos años después de su muerte. Le interesó mucho y, para mi sorpresa, no le sorprendió tanto como esperaba. Pero antes de dedicarnos a escuchar música me obligó a explicarme el prodigio que sí le maravillaba: ¿cómo era posible que de esas dos cajas forradas de tela salieran a mi voluntad los sonidos que escuchábamos?

Al día siguiente traté de refrescar mis olvidados estudios adolescentes de acústica y mecánica de fluidos que en su momento –últimos años de bachillerato y primeros de la universidad–aprendí sin entenderlos, como lo prueba el que no relacionara esos conceptos físicos con una de las actividades a las que con más regocijo dedicaba mi tiempo, la de escuchar música. Así que me entero de que, en efecto, la intuición de Mozart era correcta. A mediados del XIX, un francés, impresor de oficio con una mente sumamente curiosa, quiso grabar la voz humana y se inspiró en la anatomía del oído. Construyó un aparato que llamó fonoautógrafo consistente en un embudo que recogía las ondas sonoras y las llevaba a una membrana a la que estaba atada una cuerda; al vibrar la membrana movía un estilete que iba dibujando sobre un papel enrollado en un cilindro los correspondientes garabatos. Édouard-Léon Scott de Martinville no acertó, sin embargo, a inventar el reproductor y su aparato no pasó de ser una curiosidad de laboratorio, pero ciertamente era un espectacular avance: se podía grabar el sonido.
En 2008 unos investigadores americanos encontraron en un archivo parisino el papel con los garabatos que grabó en 1860 Scott de Martinville on su fonoautógrafo patentado tres años antes. De momento, se trata de la primera grabación acústica de que se tiene constancia, aunque pienso que casi seguro de que habría alguna anterior que se ha perdido (o no se ha encontrado). Los americanos se llevaron su descubrimiento al Lawrence Berkeley National Laboratory y con la ayuda de un súper-ordenador propiedad de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (que desde Alan Lomax tiene entre sus objetivos recopilar músicas) lograron reproducirlo. Me imagino la expectación de unos tipos en un moderno laboratorio californiano cuando estaban a punto de escuchar lo que grabó un tipógrafo francés 150 años antes, iban a mover el aire de esa sala exactamente igual que lo movió Scott de Martinville en Francia. La verdad que no tan exactamente porque, obviamente, la grabación es de bajísima calidad, pero ello no es óbice para calificarlo de prodigioso.
Hay que hacer mucho esfuerzo de audición al escuchar los breves diez segundos del archivo digitalizado para reconocer en ese "ruido" una voz humana cantando. Y lo que ya es para matrícula de honor es descubrir que se trata de la canción popular francesa Au claire de la lune. Es curioso que esta cancioncilla –atribuida a Jean-Baptiste Lully (1632 - 1687)– sea un tema infantil porque también los es la que grabaría diecisiete años después Edison (Mary had a little lamb) y que hasta hace pocos años pasaba por ser el primer registro sonoro de la historia. Desconozco si Edison tenía noticias del invento del francés y, en ese caso, si sabía que había grabado una canción infantil. De no ser así, no deja de ser curioso que dos señores que creen estar registrando la voz humana por primera vez en la historia escojan unos textos escritos para niños. La coincidencia anima a establecer alguna especie de ley psicológica de nuestra especie sobre la prevalencia de los recuerdos infantiles que, si mezclamos adecuadamente con teorías freudianas, puede resultar un desbarre interesante. En fin, el caso es que el bueno de Édouard-Léon Scott de Martinville cayó en el olvido y desde luego no sacó ningún rendimiento a su aparato; todo lo contrario que el yanqui, quien a sus indiscutibles dotes inventivas, sumaba un especial genio para los negocios. Para acabar, una versión reciente de Au claire de la lune: a ver si ayuda a identificar la grabación de 1860.