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Channel: Conciertos y desconciertos
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Pesadilla recurrente

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No sueño frecuentemente. Quiero decir, claro, que no me acuerdo de lo que sueño, que suelo despertarme cuando ya la última de las películas de la nocturna sesión continua ha proyectado el the-end. Pero a veces es el propio sueño, pesadilla agitadora, el que me despierta. Y en esos casos sí me acuerdo. Al menos recuerdo las escenas finales.

Con los años he ido comprobando que tengo algunos tipos recurrentes de sueños incómodos, de esos que me despiertan. No es que la trama de todos ellos sea la misma. No, los acontecimientos de las historias suelen ser distintos entre sí (será que a mi subconsciente no le gusta repetir pelis ya proyectadas), pero se mantiene una misma estructura. Por eso los agrupo por tipos; por eso digo que sueño recurrentemente los mismos tipos de sueños.

Uno de estos sueños-tipo podría caracterizarse por la presencia agobiante de lo irremediable. El común denominador de todas sus variantes es que ha ocurrido algo (normalmente lo he hecho yo mismo) y ya no se puede volver atrás. Por ejemplo, hace unas noches, en el sueño que me despertó había apretado el disparador de un misil y sabía con absoluta certeza que en brevísimos instantes se produciría una tremenda tragedia.

Ese algo irremediable, lo que sea, muy tonto o infantil las más de las veces, sé que va a ocurrir por mucho que me empeñe en evitarlo. Normalmente, durante el sueño, no llega a suceder el efecto catastrófico pero ya ha sido, ya ha pasado el acto causal. O sea, ya he apretado el botón; aún no ha explotado el misil (incluso tal vez no ha despegado) pero es inevitable que lo haga, ya nada puede impedir la tragedia.

Digamos que la duración del sueño se enmarca en el periodo temporal entre el acto y su efecto. Da igual que dicho lapso pueda ser brevísimo, instantáneo incluso. Mi sueño, mientras dura, transcurre en ese corto plazo que en la realidad onírica podría llegar a ser eterno. En realidad, el sueño consiste en un esfuerzo obsesivo de repasar la sucesión de acontecimientos (aunque casi nunca llego a “ver” ningún acto distinto del fatal) con la vana pretensión de descubrir dónde podría romper esa cadena que se enlaza inexorablemente hacia el desastre. Sin éxito, claro.

Lo gracioso –por llamarlo así– es que mientras sueño sé perfectamente que ese intento de cambiar lo que ya ha pasado es inútil. Y la conciencia de inexorabilidad se traduce en una angustia opresiva que es la que convierte el sueño en pesadilla. Pero, a la vez, parte de mí sabe que estoy soñando,
y discute conmigo mismo, con la parte que se cree que el sueño es real, para convencerlo(me) de ello y así aminorar la angustia. La pelea acaba con mi despertar, acordándome más o menos del argumento del sueño y, por supuesto, con la agobiante sensación de angustia, que tarda en quitárseme.

No es, me parece, una pesadilla al uso porque, en realidad, durante la misma nada malo concreto sucede. Sé, ciertamente, que va a ocurrir algo terrible, pero lo que me genera la angustia no es esa tragedia inminente por espantosa que sea, sino la cruel y absoluta convicción de que es inevitable. El no poder hacer nada, la impotencia. Me pregunto si revelará algún miedo oculto a abandonarme, a dejarme llevar.

Me pregunto también si estos sueños enlazan en alguna forma con mis pesadillas infantiles en las que descubría con horror que inexorablemente iba a morir. La angustia que me despertaba empapado en sudores fríos tenía que ver, desde luego, con la inaceptable idea para mi mente de niño de que iba a desparecer, a dejar de ser. Pero creo que tan importante, si no más, era el horror de darme cuenta de que nada podía hacer para evitarlo.

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