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Sigo con la casa Guzmán

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Fotografía de Werk, Bauen & Wohnen (mayo 1997)
En 1997, Enrique Guzmán, propietario de la casa recientemente demolida, escribió un artículo sobre Alejandro de la Sota para el número de mayo de la revista suiza de arquitectura y construcción Werk, Bauen & Wohnen. Transcribo a continuación unos párrafos sobre el encargo y construcción de esa casa:

En 1969 compré una parcela en una urbanización cercana a Madrid, Ciudad Santo Domingo, para construir en ella mi casa. Mantuve con De la Sota muchos cambios de impresiones sobre la futura vivienda, a través de los cuales dedujo que mi concepto de casa era “un refugio para defenderse de las condiciones climatológicas y que permitiera vivir en el más estrecho contacto posible con la naturaleza”. Cuando todavía estaba yo considerando el momento adecuado para iniciar el proyecto, mi amigo Alejandro nos sorprendió a mi mujer y a mí con el proyecto, ya casi terminado, de una vivienda para ser construida en la citada parcela. Era un proyecto muy original y de singular belleza que cumplía plenamente con el concepto de vivienda antes expresado. Constaba de dos partes, un cubo de cristal elevado y una parte subterránea, unidas ambas por un cilindro donde se alojaba la escalera y un ascensor. La parte subterránea contenía los dormitorios con miradores hacia el valle, aprovechando el fuerte desnivel que, pro el lado oriental, tiene la parcela. La parte superior contenía la zona de salones, comedor, etc … El alto coste de climatización del cubo superior, habida cuenta del clima extremo de Madrid y de mis pocos recursos económicos, aconsejaron hacer otro proyecto más asequible.

Este segundo proyecto, en cierto modo más convencional, adoptaba unas soluciones tan avanzadas técnicamente que, de nuevo por razones económicas, tuvimos que desistir de él. Alejandro nos llevó a mi mujer y a mí a visitar la casa del guarda del Colegio Mayor “César Carlos” que entonces estaba terminando, y nos sugirió hacer algo parecido. Aquello estaba más en consonancia con nuestros medios y aceptamos la sugerencia. Por ello, debo considerar la vivienda del guarda del “César Carlos” como la madre de la mía. Alejandro realizó el nuevo proyecto adaptándolo a la parcela y empezó la construcción en 1971. A partir de ese momento actuó como el “seductor dictatorial” que antes he descrito. No permitió la menor intervención ni mía ni de mi mujer durante este periodo. Ello nos costó algunos disgustos amistosos con él. En su actitud de reverencia por la estética, hizo y deshizo varias partes de la vivienda para conseguir proporciones perfectas o mejorar lo que había concebido en el proyecto. Como consecuencia, el precio fue muy superior al previsto y el plazo mucho más largo, pero nos entregó una casa de gran belleza, en la que vivimos desde hace 23 años y cada vez nos gusta más y nos parece más agradable. Cualquier pequeña modificación que hacemos en ella la empeora estéticamente y es muy difícil concebir que pudiera ser distinta de lo que Alejandro concibió y realizó. A pesar de nuestras “peleas” durante la construcción, nuestra amistad se consolidó todavía más y se robusteció. Alejandro era un filósofo de la arquitectura y un poeta de su belleza. Persiguió la perfección con ahínco durante toda su vida. No transigió jamás con lo que pudiera perturbarla.

En junio de 2011, el arquitecto Andrés Martínez presentó su tesis doctoral en la Universidad Politècnica de Catalunya, titulada “El exterior como prolongación de la casa; los espacios intersticiales en clave tipológica a través de dos obras de Coderch y De la Sota". La obra que estudia de De la Sota es justamente la casa Guzmán. Martínez la visitó a finales de diciembre de 2009 y fue recibido por el propio Enrique Guzmán. Transcribo algunos textos de la tesis sobre las opiniones deGuzmán sobre su casa:

Al llegar, Enrique de Guzmán me recibe sentado en su salón, al que me ha hecho pasar una persona del servicio. Está también su mujer Maite, que no tiene reparo en derrochar elogios hacia la casa. … Guzmán muestra hoy con todo detalle, orgulloso y amable, su vivienda: recorremos primero el exterior, la piscina, la cornisa sobre el valle, los taludes artificiales; luego la sala, la cocina —en la que trabaja el matrimonio de servicio—, la biblioteca de la planta primera —hoy con las cortinas ocultando la vista— y la cubierta a que da acceso; de ésta bajamos de nuevo al jardín por una pequeña escalera metálica, y desde ahí se vuelve a entrar en la casa a través del porche, para visitar el pasillo de dormitorios, ahora desocupados, y la planta sótano: en ella hace tiempo que los Srs. Guzmán hacen gran parte de su vida; desde el sótano, y a través de una pequeña puerta de servicio, se vuelve a salir al exterior, a través de un patio inglés que de nuevo desemboca en el jardín. Es un tour que Guzmán trufa con muchos comentarios y anécdotas, algunos —que ya veremos— sobre cómo fue el encargo y la obra, y muchos —la mayoría— sobre cómo se ha ido desarrollando la vida de la familia durante los treintaisiete años ininterrumpidos en que han vivido la casa.
Lejos de degradarse, la obra ha adquirido solera y pátina, y da la impresión de que la vida familiar se ha desenvuelto en ella … como un guante: el jardín, por lo demás, la ha acabado engullendo casi por completo, y no sólo en las zonas de transición entre el exterior y el ámbito doméstico, sino también en algunas interiores, como en el salón, donde resulta difícil distinguir qué vegetación está dentro y cuál fuera. Sin duda, y de ello se queja Guzmán, algunas cosas han dejado de funcionar o se han deteriorado; … la cubierta vegetal, por su lado, la sustituyeron los propietarios bastante pronto por otra solución más estándar de cubierta invertida, que entendieron que acabaría siendo más segura frente a los problemas de filtraciones de aguas que habían aparecido. Aunque sí hay un cambio sustancial … no deriva de un fallo, tampoco del deterioro por el paso del tiempo, sino del aludido acomodo del edificio a los cambios del formato familiar.

De los dos textos transcritos se desprende que Enrique Guzmán –y su mujer, Teresa Sagarminaga– amaban la casa en que vivían. También queda bastante claro que eran conscientes de que vivian en una obra maestra de la arquitectura contemporánea. A lo largo de muchos años de trato y amistad, Guzmán se habría convencido de que De la Sota era un arquitecto especial, un artista. A ello, además del reconocimiento profesional generalizado, contribuyó seguramente la propia actitud de aquél, convencido sin duda de su propia genialidad (esa tendencia a la soberbia tan habitual en nuestro oficio): lo que Guzmán denomina elegantemente “seducción dictatorial” y que podría calificarse con palabras más duras. De modo que se me ocurre que ese amor a la vivienda, sin dejar de serlo, estaba demasiado condimentado de respeto a su condición de obra de autor, artística. Y tal vez tan grande respeto limitara el amor (por más que lo callaran), sin llegar nunca a ser completo, quizá porque la casa no se sentía del todo propia. Algo así como el amor a un padre severo, a quien se respeta tanto que el amor se constriñe, no es capaz de liberarse. Prueba esta relación de amor respetuoso que los Guzmán mantenían hacia la casa cómo llevaron a cabo la reforma que a finales de los años ochenta exigió la evolución de la familia. Los hijos habían crecido y ocupaban con sus amigos y fiestas el salón principal de la casa y su porción de jardín, de modo que el matrimonio decidió acondicionar como su espacio privativo la planta inferior. Para hacer la reforma no llaman a De la Sota, sino a Víctor López Cotelo, a quien habían conocido durante la construcción de la vivienda porque durante los setenta, recién acabada la carrera, había trabajado en el estudio de aquél. Para esas fechas –1989– López Cotelo ya tenía prestigio propio y merecido (que seguiría creciendo) pero, para aceptar el encargo, puso una condición: que Don Alejandro no se enterara nunca de que habían alterado su obra. Sobra decir que los Guzmán aceptaron; es más, estoy convencido de que los dueños le dirían que, si el arquitecto no lo hubiera pedido, habrían sido ellos quienes exigieran el pacto de silencio. En todo caso, este acuerdo deja claro que la amistad entre el respetado arquitecto y su cliente no era tan estrecha como para que el primero los visitara en su casa.

Enrique de Guzmán Ozámiz, nacido en Cartagena en 1930, era ingeniero aeronáutico, número uno de la primera promoción tras volver a ser una carrera civil, según leo en una entrevista que le hicieron en la revista Aeronáuticos. Debió ser un tipo brillante: acabó la carrera (de las más duras) muy joven y enseguida empezó a trabajar, pasando por multitud de empresas y ocupando cargos de alto ejecutivo (entre ellos, director general de Construcciones Aeronáuticas, presidente ejecutivo de RENFE, subsecretario de Aviación Civil y presidente ejecutivo de Iberia). Corrió tanto profesionalmente que se jubiló muy pronto, en 1984, dedicándose entonces a negocios familiares y asesorías de distintas empresas. Así que cuando acomete la reforma de la vivienda (1989) ya llevaba un lustro retirado, pero los hijos aún vivían en la casa familiar. Tuvieron tres –Enrique, Luis y Miguel–; no sé sus edades pero aventuro que el mayor debe ser de finales de los sesenta. No encuentro nada de ellos en internet, salvo sus cargos directivos en la SICAV Agreda, fundada por su padre; ¿estudiaron carreras universitarias? Arquitectura seguro que no. Lo que sabemos porque él mismo lo ha declarado es que al mayor la casa no le gustaba, siempre le pareció un lugar triste, oscuro … “debo ser un inculto pero yo no le veía sentido”. María Teresa Sagarminaga, la madre, murió en agosto de 2013 y Enrique Guzmán, su viudo, no la sobrevivió ni siquiera un año: falleció en julio de 2015. Los herederos eran Enrique y Luis, porque Miguel, el menor ya no estaba vivo. Parece que fue Enrique el heredero, incluso dice que se planteó mudarse a vivir allí. Tengo el pálpito, en cambio, de que tenía claro que iba a desprenderse de la vivienda de sus padres, de maldita obra maestra de la arquitectura que su padre tenía la mala costumbre de dejar ver a estudiantes y curiosos.

Dice Enrique Guzmán Sagarminaga que puso a la venta la vivienda por un precio barato, algo menos de 600.000 euros (me quedé corto en mis cálculos del post anterior) y que la mantuvo un año y medio sin conseguir comprador. O sea, que la puso a la venta nada más morir su padre pero miente pues no pudo mantenerla ese plazo porque no le habría dado tiempo a demolerla y levantar el actual bodrio. Yo creo que, desde el principio, quería demolerla. Por supuesto no es más que una elucubración sin ningún fundamento, pero para mí que Enrique junior le tenía fobia a esa casa, ¿le habría ocurrido algo en su infancia relacionado con el inmueble o se trata de una venganza póstuma contra sus padres? No se me haga ni caso, no dejan de ser chorradas que se me ocurren pero lo cierto es que no se me va de la cabeza que en la decisión de derribar la Casa Guzmán había algo más que razones fríamente económicas, tengo la convicción que, por el contrario, había motivos psicológicos, pertenecientes a la historia emocional de este hombre. Una casa que es una obra maestra de la arquitectura pero no despierta el amor de un niño que se cría entre sus paredes. Generar amor a la arquitectura entre quienes la habitan, ¿habría de ser una condición intrínseca de la buena arquitectura?

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