En un post anterior resumí la imagen que nos deja de Casandra la épica de la época arcaica, tanto en las dos grandes obras de Homero como en las perdidas que forman el ciclo troyano. Si bien quiero creer que el personaje queda ya definido en todos sus rasgos fundamentales en esos tiempos, lo cierto es que hay aspectos fundamentales de su biografía que no son mencionados, entre ellos las singularidades de sus dotes proféticas: cómo las obtuvo y la maldición añadida. De hecho, hasta el Agamenón de Esquilo no sabremos a ciencia cierta de su vinculación a Apolo. En el resumen de Proclo de la Iliupersis (Saco de Troya) se nos informa de que tras la caída de la ciudad se refugia en el altar de Atenea de donde es arrancada por Ayax Oileo (aunque no hay referencias sexuales, que son posteriores). Hago notar que Atenea, durante la guerra de Troya, siempre estuvo del lado de los griegos (se supone que ofendida por el desplante que le hizo Paris con la famosa manzana). Ahora bien, eso no quita para que fuera adorada en casi todo el entorno cultural heleno y también, claro está, en Troya. Eustacio de Tesalónica, un obispo bizantino del siglo XII y recopilador de comentarios sobre las dos grandes epopeyas homéricas, nos cuenta que el culto a Palas existía en Ilión desde antes de la guerra y siguió después reforzado con el sacrificio de niños locrios porque Locria era la patria de ese Ayax que, violentando a Casandra, había ofendido a la Diosa. Pero las hipotéticas relaciones de Casandra con la hija favorita de Zeus no son ahora lo que nos interesa, sino las de la profetisa con Apolo; y a este respecto, nada relevante dicen las obras arcaicas.
Vayamos pues a la primera Tragedia de La Orestiada y recordemos extractos del discurso de Casandra ante el Coro, antes de entrar en el palacio donde ya están Agamenón y Clitemnestra: “Corifeo: me admiro de que tú, criada al otro lado del mar, en una lengua extranjera, hables con acierto en todo, como sí hubieras vivido entre nosotros. / Casandra: Apolo, el adivino, me encargó esta tarea. / Corifeo: ¿Cómo siendo un dios estaba herido por un deseo? / Casandra: En otro tiempo se avergonzaba de hablar de ello. / Corifeo: Todo el mundo es más delicado en la prosperidad. / Casandra: Era un luchador que respiraba un completo amor por mí. / Corifeo: ¿Y llegasteis, como es costumbre, a la hora de los hijos? / Casandra: Tras consentir, engañé a Loxias. / Corifeo: ¿Estabas ya en posesión del arte adivino? / Casandra: Sí, ya vaticinaba a mis conciudadanos todas sus desgracias. / Corifeo: ¿Cómo, pues, te quedaste impasible a la ira de Loxias? / Casandra: A nadie convencía en nada, después de esta falta”. O sea, Apolo (Loxias era uno de sus epítetos como Dios de las profecías) quiere follar con Casandra (ésta dice que respiraba un completo amor por ella, pero el Corifeo es menos pudoroso: estaba herido por el deseo). El Dios le propone concederle el don profético a cambio de un buen revolcón, de llegar a la “hora de los hijos” (cada coito, y más con un Dios, traía siempre esa consecuencia) pero, tras consentir, Casandra le engaña. Pero ya había obtenido lo que quería que, sin embargo, no le iba a aprovechar porque como castigo por su falta, a nadie convencían en nada sus vaticinios.
Apolo, a diferencia de su padre Zeus, por ejemplo, era bastante delicado con las que deseaba como amantes; nada de tomarlas por la fuerza. A Casandra le ofrece algo que sin duda ella quería: conocer el futuro. De la lectura de Esquilo se deduce que entre la concesión del don y la culminación del engaño pasa un tiempo, el suficiente para que Casandra comprobara que, en efecto, lo poseía (“ya vaticinaba a mis conciudadanos todas sus desgracias”). Ello sugiere un proceso de aprendizaje, probablemente en el propio templo de Apolo que hubiera en Troya, arropada por sus sacerdotes. Ahora bien, tampoco pudo pasar demasiado tiempo porque, en tal caso, bastantes troyanos, empezando por la familia real, habrían escuchado sus reiterados vaticinios y la habrían creído, al no haber sido aún castigada con la maldición. Aunque, de otra parte, me llama la atención que en el Agamenón declare que sus anuncios eran siempre funestos. Casandra verifica que ha recibido el don que tanto ansiaba pero, al mismo tiempo, que ese don es parcial, sólo le vale para anticipar desgracias, no alcanza a ver ninguna buenaventura en el porvenir. Una de dos: o el futuro no ha de traerles más que desgracias o Apolo ha cumplido el pacto sólo a medias. A la vista de lo que ocurrió, Febo no había hecho ninguna trampa, pero es comprensible que la joven prefiriera creer la segunda opción. En cualquier caso, sus premoniciones tuvieron que aterrarla; es seguro que cuando vio lo que significaba conocer el futuro se arrepintió de haberlo deseado. Hay pues varios argumentos para entender que Casandra se negara a acostarse con Apolo, afrontando incluso el grave pecado de impiedad que suponía engañar a un Dios. A lo mejor, desesperada, buscaba justamente un castigo que, por muy terrible que fuera, llevara consigo también perder ese don que ya rechazaba.
Es habitual en la mitología griega que las acciones de los Dioses sean irreversibles. Si uno hace algo, otro no puede deshacerlo; incluso el mismo que lo ha hecho se ve incapacitado para rectificar. Por eso, las incesantes peleas entre los olímpicos es un continuo juego de ingenio: tienen que aceptar la putadita que les ha hecho su rival y devolverles otra que, de alguna manera, le dé a la vuelta. En el relato de Casandra, siguiendo esta regla general, la interpretación habitual es que Apolo, cabreado por el engaño de la troyana, y no pudiendo despojarla del don que ya le había entregado, la castiga con la maldición de que sus profecías nunca sean creídas. Ahora bien, yo creo que, aunque hubiera podido arrebatarle la mántica, no lo habría hecho. El Dios tuvo que ver sobradamente que Casandra ya sentía haber recibido no un regalo sino una maldición. Por más que no conste en ninguna de las fuentes, yo imagino una escena final entre Apolo y la reciente pitonisa, en la que ésta le ruega que la limpie de esas visiones adivinatorias, que llorando le diga que se equivocó al pedírselas, que le prometa a cambio que se acostará con él cuantas veces quiera, que hará todo lo que le pida (hay algunas tradiciones que refieren las habilidades sexuales de nuestra protagonista). Pero el hijo de Zeus le contesta que no puede, que por una absurda ley cósmica lo que se da no se quita. Y entonces es Casandra la que, en arrebato adolescente, incapaz de asumir la responsabilidad de la que había sido su decisión, se enrabieta y le da calabazas nada menos que a uno de los más poderosos dioses del Olimpo.
Si no fuera así, como elucubro, carecería de sentido que la joven se negara a acostarse con Apolo. Tener relaciones sexuales con un dios era un honor, algo sumamente deseable para cualquier mujer (y para cualquier varón hacerlo con una diosa) y, además, las troyanas no eran precisamente pacatas en cuanto al folleteo, y mucho menos si éste se revestía de ceremoniales religiosos. La única explicación pausible para entender que Casandra declinara la cópula con Febo no es otra que la voluntad de ofender al Dios, de vengarse en él por haber sido dañada, porque se niega a quitarle el don profético una vez que ella se ha dado cuenta de que es una maldición. Así pues, al menos hacia la mitad del siglo V aC (época del Agamenón de Esquilo), yo diría que el personaje de Casandra está caracterizado como alguien maldito, condenado por tanto al sufrimiento hasta el final de sus días. Y la maldición no es que nadie crea sus vaticinios; ésta es una maldición añadida a la primigenia, que la agrava (habría sido consolador haber podido compartir sus funestas premoniciones). Pero el mal de partida es ser adivina de un futuro terrible, sufrir la tragedia común con sus conciudadanos desde mucho antes que estos y por eso durante mucho más tiempo. Quienes no somos Casandra hemos de dar gracias a los dioses por no habernos “agraciado” con el terrible don de la profecía; ignorar el futuro es requisito indispensable –aunque no baste– para ser felices.
Vayamos pues a la primera Tragedia de La Orestiada y recordemos extractos del discurso de Casandra ante el Coro, antes de entrar en el palacio donde ya están Agamenón y Clitemnestra: “Corifeo: me admiro de que tú, criada al otro lado del mar, en una lengua extranjera, hables con acierto en todo, como sí hubieras vivido entre nosotros. / Casandra: Apolo, el adivino, me encargó esta tarea. / Corifeo: ¿Cómo siendo un dios estaba herido por un deseo? / Casandra: En otro tiempo se avergonzaba de hablar de ello. / Corifeo: Todo el mundo es más delicado en la prosperidad. / Casandra: Era un luchador que respiraba un completo amor por mí. / Corifeo: ¿Y llegasteis, como es costumbre, a la hora de los hijos? / Casandra: Tras consentir, engañé a Loxias. / Corifeo: ¿Estabas ya en posesión del arte adivino? / Casandra: Sí, ya vaticinaba a mis conciudadanos todas sus desgracias. / Corifeo: ¿Cómo, pues, te quedaste impasible a la ira de Loxias? / Casandra: A nadie convencía en nada, después de esta falta”. O sea, Apolo (Loxias era uno de sus epítetos como Dios de las profecías) quiere follar con Casandra (ésta dice que respiraba un completo amor por ella, pero el Corifeo es menos pudoroso: estaba herido por el deseo). El Dios le propone concederle el don profético a cambio de un buen revolcón, de llegar a la “hora de los hijos” (cada coito, y más con un Dios, traía siempre esa consecuencia) pero, tras consentir, Casandra le engaña. Pero ya había obtenido lo que quería que, sin embargo, no le iba a aprovechar porque como castigo por su falta, a nadie convencían en nada sus vaticinios.

Es habitual en la mitología griega que las acciones de los Dioses sean irreversibles. Si uno hace algo, otro no puede deshacerlo; incluso el mismo que lo ha hecho se ve incapacitado para rectificar. Por eso, las incesantes peleas entre los olímpicos es un continuo juego de ingenio: tienen que aceptar la putadita que les ha hecho su rival y devolverles otra que, de alguna manera, le dé a la vuelta. En el relato de Casandra, siguiendo esta regla general, la interpretación habitual es que Apolo, cabreado por el engaño de la troyana, y no pudiendo despojarla del don que ya le había entregado, la castiga con la maldición de que sus profecías nunca sean creídas. Ahora bien, yo creo que, aunque hubiera podido arrebatarle la mántica, no lo habría hecho. El Dios tuvo que ver sobradamente que Casandra ya sentía haber recibido no un regalo sino una maldición. Por más que no conste en ninguna de las fuentes, yo imagino una escena final entre Apolo y la reciente pitonisa, en la que ésta le ruega que la limpie de esas visiones adivinatorias, que llorando le diga que se equivocó al pedírselas, que le prometa a cambio que se acostará con él cuantas veces quiera, que hará todo lo que le pida (hay algunas tradiciones que refieren las habilidades sexuales de nuestra protagonista). Pero el hijo de Zeus le contesta que no puede, que por una absurda ley cósmica lo que se da no se quita. Y entonces es Casandra la que, en arrebato adolescente, incapaz de asumir la responsabilidad de la que había sido su decisión, se enrabieta y le da calabazas nada menos que a uno de los más poderosos dioses del Olimpo.
Si no fuera así, como elucubro, carecería de sentido que la joven se negara a acostarse con Apolo. Tener relaciones sexuales con un dios era un honor, algo sumamente deseable para cualquier mujer (y para cualquier varón hacerlo con una diosa) y, además, las troyanas no eran precisamente pacatas en cuanto al folleteo, y mucho menos si éste se revestía de ceremoniales religiosos. La única explicación pausible para entender que Casandra declinara la cópula con Febo no es otra que la voluntad de ofender al Dios, de vengarse en él por haber sido dañada, porque se niega a quitarle el don profético una vez que ella se ha dado cuenta de que es una maldición. Así pues, al menos hacia la mitad del siglo V aC (época del Agamenón de Esquilo), yo diría que el personaje de Casandra está caracterizado como alguien maldito, condenado por tanto al sufrimiento hasta el final de sus días. Y la maldición no es que nadie crea sus vaticinios; ésta es una maldición añadida a la primigenia, que la agrava (habría sido consolador haber podido compartir sus funestas premoniciones). Pero el mal de partida es ser adivina de un futuro terrible, sufrir la tragedia común con sus conciudadanos desde mucho antes que estos y por eso durante mucho más tiempo. Quienes no somos Casandra hemos de dar gracias a los dioses por no habernos “agraciado” con el terrible don de la profecía; ignorar el futuro es requisito indispensable –aunque no baste– para ser felices.
Witchy woman - Eagles (Eagles, 1972)