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Channel: Conciertos y desconciertos
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Adanismo funcionarial

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Yendo por la carretera litoral (TF-11) desde Santa Cruz hacia la playa de Las Teresitas, a unos 8 kilómetros del final de la Rambla, a mano izquierda, puede verse una antigua cantera que lleva bastantes años parada. Esa parte de la Isla, la punta Noreste, corresponde al Macizo de Anaga, un espacio de muy alto valor natural y en el que es una maravilla caminar. El macizo cae en acantilado hasta la línea de costa en casi todo su perímetro (en ese tramo se han ganado terrenos para hacer el puerto y más adelante la playa) de modo que la cantera en lo que consistió fue en ir mordiendo la montaña, dejando a la vista las espantosas huellas de las dentelladas. En el Plan Insular de Ordenación de Tenerife (PIOT) delimitamos esta cantera abandonada como ámbito extractivo, limitando el aprovechamiento del material (áridos) a las cuantías necesarias para llevar a cabo la restauración geomorfológica y paisajística. Se entendió que la mera restauración ya permitía un cierto aprovechamiento del recurso minero y se confiaba en que fuera suficiente para hacerla viable económicamente. No acertamos en su día (la decisión data de mediados de los noventa) porque pasó mucho tiempo sin que a nadie pareciera interesarle la explotación. Por fin, hará unos ocho años, y gracias a que el Puerto de Santa Cruz necesitaba material para obras en la dársena que está pegadita a la cantera, se presenta una iniciativa para restaurar la cantera.

Al conocerse la noticia algunos colectivos vecinales del entorno manifiestaron su oposición con el demagógico apoyo de algún que otro partido político que gusta de menospreciar las normas vigentes. Aún así, el promotor encarga el correspondiente proyecto de restauración de la cantera e inicia el engorroso procedimiento de la declaración de impacto ambiental. El Servicio de Impacto del Gobierno de Canarias es uno de los más, sino el más, temido por cualquiera que pretenda hacer cualquier cosa en este Archipiélago. Durante el último cuarto de siglo ha venido acumulando un anecdotario de informes y exigencias que, de recopilarse y sistematizarse adecuadamente, supondrían una excelente “antología del disparate” de la administración pública, amén de un arsenal de argumentos para esos liberales que defienden que hay que cargarse (o reducir al mínimo) la actividad de lo público (del Estado) pues sólo vale para entorpecer. De hecho, en este caso es difícil contrarrestar esas acusaciones: en una enorme multitud de ejemplos, la declaración de impacto ambiental sólo ha valido para imponer unas exigencias absurdas y carísimas a los proyectos que en nada suelen mejorar sus efectos sobre el medio; y todo ello con unos tiempos medios de tramitación de varios años. Y téngase en cuenta que la declaración de impacto no es más que un trámite previo; a partir de su obtención hay que empezar a tramitar la correspondiente autorización administrativa para la ejecución.

Hago ahora una breve síntesis del procedimiento seguido. Presentación de un primer proyecto de restauración en 2006; un año después declaración desfavorable de impacto ambiental que obligaba a modificaciones sustanciales. Se hace un nuevo proyecto (siguiendo las instrucciones de los funcionarios) que se presenta en 2009 y en 2013 se emite declaración favorable de impacto ambiental. Solo cuatro meses después, la Dirección General de Industria autoriza la ejecución, pero todavía falta la autorización urbanística. Ahí se monta una bronca entre el Gobierno de Canarias y el Ayuntamiento de Santa Cruz, porque no tienen claros los requisitos procedimentales. Entre medias, sale una sentencia judicial que complica más el asunto y obliga a suspender en el ámbito de la cantera nada menos que tres instrumentos de planeamiento vigentes (el PIOT, el PRUG y el Plan General) y dictar unas normas transitorias. Con ese lío se llega a mediados de 2015 y entonces se abre una nueva discusión sobre si la autorización la debe tramitar o no el Cabildo Insular. Finalmente, hacia finales del año pasado se acuerda que sí, que le toca al Cabildo conceder (o no) la autorización mediante el instrumento (legislación canaria) de la calificación territorial; a principios de este 2016 los funcionarios de la Corporación Insular empiezan a estudiar el asunto. A principios de julio el Consejero del Área a la que estoy adscrito envía un correo exigiendo que de manera inmediata (a más tardar en el plazo de una semana) y sin excusas, se resuelva el expediente de la calificación territorial. Obviamente, los promotores habían ido a llorar a los políticos desesperados por la tardanza. Los entiendo perfectamente: a esas alturas llevaban diez años intentando poner en marcha una iniciativa que estaba prevista desde hacía veinte (es decir, lo que querían hacer es lo que había que hacer).

El caso es que quienes se ocupan de la tramitación de las calificaciones territoriales me piden que haga un informe técnico del proyecto de restauración en el que verifique si se cumplen las condiciones de las normas transitorias. Esas normas se refieren a aspectos tales como las alturas de los abancalamientos, las pendientes de los taludes y demás aspectos de la configuración definitiva de los terrenos una vez se culminen las obras de restauración orográfica. Verificar todos esos extremos es un trabajo, además de tedioso, largo y pesado, no tanto por su dificultad sino porque exige repasar meticulosamente y en detalle el proyecto. Pero resulta que el proyecto que es objeto de calificación coincide plenamente con el que recibió la declaración ambiental favorable y sobre éste, a su vez, un compañero de esta Área había informado favorablemente el cumplimiento de las condiciones del Plan Insular (las mismas que se aprobaron luego como normas transitorias). Bien es verdad que habían pasado cuatro años desde ese informe, pero seguía teniendo la misma validez porque el proyecto era el mismo y también las normas cuyo cumplimiento había que verificar. En consecuencia, propuse a los responsables del expediente limitarme a acreditar estos dos extremos y por tanto concluir informando favorablemente el proyecto, sin necesidad de verificarlo personalmente.

Pues bien, a más de uno le pareció mal mi propuesta porque se supone que si yo firmo que el proyecto cumple, lo tengo que haber comprobado, no debo fiarme de lo que ha certificado un compañero cuatro años antes. Aunque finalmente triunfó mi tesis, no se crea que las posiciones de quienes no estaban de acuerdo conmigo son anómalas en la administración pública. Muchísimos funcionarios padecen lo que podríamos denominar adanismo, es decir, considerar que con ellos empieza la historia y que nada anterior les vincula, que ni siquiera hace falta considerarlo. Estas personas ni se inmutan cuando se les dice que el ciudadano para el cual trabajan lleva diez años esperando, ni que por mor de nuestra compleja tramitación se está repitiendo un informe que ya ha sido evacuado. Ese no es mi problema, suele ser la respuesta habitual; a mí me han pedido que informe esto y eso es lo que voy a hacer. Y claro, como con los funcionarios no valen los plazos (o, para ser más precisos, el incumplimiento de los plazos no acarrea ninguna consecuencia), tardará su tiempo en volver a estudiarse el proyecto. Además, es bastante probable si a las estadísticas nos remitimos que su informe sea desfavorable porque también muchos funcionarios piensan que si no encuentran defectos en lo que están informando no están haciendo bien su trabajo (aunque sean cosas tan nimias que no justifican en absoluto el tiempo y dinero que hacen perder). Lo cierto es que mi informe salió tres días después del correo del Consejero; hoy, pasados dos meses más, todavía no se ha resuelto el expediente. Hace falta un cambio radical de mentalidad en la función pública pero no parece que a nadie le interese de verdad (me refiero a los políticos, a quienes ni se les ocurre criticar a los funcionarios, no vayan a perder votos).

  
Poem for the people - Chicago (Chicago II, 1970)

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