Las elecciones del domingo, como siempre, han vuelto a poner de manifiesto las deficiencias de la ley electoral en cuanto a proporcionalidad, las diferencias en el valor de los votos, que –según la Comisión de Venecia– deberían ser lo menores posibles. Ha habido casi veinticinco millones de votos útiles (24.935.064) en base a los que debían distribuirse 350 escaños del Congreso; así pues, en perfecta proporcionalidad, el "coste" de cada escaño habría debido ser de 71.243 votos. Sin embargo, gracias a la circunscripción provincial (y, en menor medida, a la Ley D'Hont y a la barrera electoral), estos costes han sido excesivamente variables entre partidos: desde 50.264 y 58.663 votos para el PNV y el PP, hasta 109.234 y 461.553 para Bildu e Izquierda Unida. De las diez formaciones políticas que han accedido al Congreso (por cierto, el mismo número que había hasta ahora: no vayan a creer que ha aumentado la "diversidad"), cuatro de ellas están sobre-representadas (PNV, PP, PSOE y Esquerra), otras cuatro sub-representadas (IU, Bildu, Ciudadanos y Coalición Canaria) y sólo dos más o menos en un margen admisible de proporcionalidad que he fijado en ±5% (Democracia y Llibertat y Podemos). Desde luego, un sistema electoral manifiestamente mejorable.
Uno de los efectos más perversos, a mi juicio, de las limitaciones a la proporcionalidad del sistema electoral vigente, es que muchísimos votos no es que valgan menos que otros sino que no valen nada. Todos aquéllos que hayáis votado a una formación política que no haya obtenido escaño por vuestra provincia habéis tirado la papeleta a la basura. Gran parte de quienes hemos hecho esto, lo sabíamos de antemano porque, gracias a las encuestas, sabíamos que nuestra opción tenía casi nulas probabilidades de alcanzar un escaño en nuestra circunscripción. Esto significa, obviamente, que un porcentaje indeterminado pero sin dudad nada despreciable de quienes habrían votado por esa opción, ante el alto riesgo de que su voto fuera despreciado, han preferido cambiarlo a otro partido con más posibilidades. No es aventurado suponer que las formaciones políticas con mayor número de "votos inútiles" habrían recibido bastantes más sufragios si los electores supieran que las probabilidades de que sus votos no iba a contar fueran mucho menores; en otras palabras, si nos garantizaran que el sistema fuese suficientemente proporcional.

Por cierto, del análisis por circunscripciones se comprueba otra distorsión del sistema electoral: el número de escaños asignado no es proporcional en muchas de ellas. En pura aritmética, por cada casi cien mil habitantes con derecho a voto debería atribuirse un escaño. Sin embargo, las provincias menos pobladas tienen más escaños de los que les corresponden en detrimento de las más populosas. Madrid y Barcelona envían 36 y 31 diputados a las Cortes cuando proporcionalmente deberían ser 40 y 47. Estas divergencias contribuyen también a aumentar la desigualdad del valor del voto (además de, en estas elecciones, favorecer al Partido Popular): el voto de un madrileño, a priori, vale menos de un tercio que el de un soriano, por ejemplo.
Por supuesto, el mayor número de papeletas en esa papelera electoral son de Izquierda Unida. 733.859 españoles eligieron a esta formación pero su voto no se tuvo en cuenta por residir en donde residían. De hecho, los dos escaños que han obtenido provienen de Madrid, la única provincia en la que las 189.265 papeletas a este grupo político sí se contaron. Tiene que dar rabia que el 80% de los votos que has recibido no valgan para nada.
Estas descaradas desigualdades se resolverían (o, al menos, se reducirían a márgenes aceptables) cargándose la circunscripción electoral que además, a mi juicio, no tiene ninguna justificación. Si las elecciones son al Congreso, deberían sumarse todos los votos de cada formación política, con independencia de donde resida el votante. Naturalmente, los candidatos no se presentarían por ninguna provincia, porque no van a legislar asuntos territoriales sino del conjunto del Estado. En la siguiente tabla he asignado a cada partido el número de escaños que le habrían correspondido en proporción al porcentaje de votos obtenido respecto del total de válidos (como he redondeado los porcentajes para asignar escaños, sobran tres que los he atribuido a aquellos partidos con los decimales más altos). Como puede comprobarse, los pérdidas más significativas de escaños van a los dos ganadores (PP y PSOE), mientras que el que más incrementa es, por supuesto, Izquierda Unida (que pasa de 2 a 13) y, en menor medida, Ciudadanos y Podemos. De otra parte, entran en el Congreso hasta seis formaciones políticas, entre ellas UPyD y Uniò (y con tres diputados el partido animalista, algo que me sorprende). En cuanto a los excluidos, representarían 130.720 votos, apenas el 0,5% del total de votos útiles; un porcentaje muy aceptable en cuanto a la calidad representativa del sistema y muy alejado del 11,74% actual.
Quienes no quieren aumentar la proporcionalidad del sistema electoral suelen argumentar que favorecer las mayorías es bueno para la estabilidad del gobierno. Tienen razón: cuánta más representación hay de los votantes en un parlamento, más diversidad de opiniones y, por lo tanto, mayor dificultad para alcanzar acuerdos. Pero es que eso es algo inherente a la democracia; de hecho, el paradigma de la estabilidad es un régimen dictatorial. Vale, me dicen, sin llegar a tanto, hay que corregir los “excesos” democráticos. En todo caso, los resultados de este domingo, con un sistema electoral marcadamente sesgado para favorecer las mayorías, no ha valido para garantizar esa ansiada estabilidad. De hecho, si los escaños se hubieran asignado con justa proporcionalidad, la situación no habría empeorado mucho; las dificultades para formar gobierno y luego para gobernar serían muy parecidas. Eso sí, habría una diferencia: que sería más notorio el hecho de que hay clara mayoría de votantes a la izquierda que hacia la derecha.
En resumen, que estaría bien que, de una vez, alguno de los partidos emergentes condicione su apoyo al tradicional correspondiente a que modifique por fin la ley electoral para que sea lo más proporcional posible (y eso pasa ineludiblemente por ir a circunscripción única). Naturalmente, ni al PP ni al PSOE les gustará la idea ¬–no en vano vienen siendo siempre favorecidos por el sistema–, pero a lo mejor es éste el momento en que no les quede más remedio que aceptar (más se resistirá el PP, cuya reforma, con el karma de la lista más votada, va justamente en la dirección contraria). Y ya puestos, se me ocurre proponer que estaría muy bien que el número de escaños se calculase en función del censo de votantes y no de los votos útiles. La representatividad seguiría siendo estrictamente proporcional pero se reduciría el número de escaños en función de la abstención. Con los resultados del domingo, el Congreso quedaría conformado por 250 diputados; cien que nos ahorramos, tampoco se va a ver mermada la eficacia legislativa.
Por supuesto, el mayor número de papeletas en esa papelera electoral son de Izquierda Unida. 733.859 españoles eligieron a esta formación pero su voto no se tuvo en cuenta por residir en donde residían. De hecho, los dos escaños que han obtenido provienen de Madrid, la única provincia en la que las 189.265 papeletas a este grupo político sí se contaron. Tiene que dar rabia que el 80% de los votos que has recibido no valgan para nada.
Estas descaradas desigualdades se resolverían (o, al menos, se reducirían a márgenes aceptables) cargándose la circunscripción electoral que además, a mi juicio, no tiene ninguna justificación. Si las elecciones son al Congreso, deberían sumarse todos los votos de cada formación política, con independencia de donde resida el votante. Naturalmente, los candidatos no se presentarían por ninguna provincia, porque no van a legislar asuntos territoriales sino del conjunto del Estado. En la siguiente tabla he asignado a cada partido el número de escaños que le habrían correspondido en proporción al porcentaje de votos obtenido respecto del total de válidos (como he redondeado los porcentajes para asignar escaños, sobran tres que los he atribuido a aquellos partidos con los decimales más altos). Como puede comprobarse, los pérdidas más significativas de escaños van a los dos ganadores (PP y PSOE), mientras que el que más incrementa es, por supuesto, Izquierda Unida (que pasa de 2 a 13) y, en menor medida, Ciudadanos y Podemos. De otra parte, entran en el Congreso hasta seis formaciones políticas, entre ellas UPyD y Uniò (y con tres diputados el partido animalista, algo que me sorprende). En cuanto a los excluidos, representarían 130.720 votos, apenas el 0,5% del total de votos útiles; un porcentaje muy aceptable en cuanto a la calidad representativa del sistema y muy alejado del 11,74% actual.
Quienes no quieren aumentar la proporcionalidad del sistema electoral suelen argumentar que favorecer las mayorías es bueno para la estabilidad del gobierno. Tienen razón: cuánta más representación hay de los votantes en un parlamento, más diversidad de opiniones y, por lo tanto, mayor dificultad para alcanzar acuerdos. Pero es que eso es algo inherente a la democracia; de hecho, el paradigma de la estabilidad es un régimen dictatorial. Vale, me dicen, sin llegar a tanto, hay que corregir los “excesos” democráticos. En todo caso, los resultados de este domingo, con un sistema electoral marcadamente sesgado para favorecer las mayorías, no ha valido para garantizar esa ansiada estabilidad. De hecho, si los escaños se hubieran asignado con justa proporcionalidad, la situación no habría empeorado mucho; las dificultades para formar gobierno y luego para gobernar serían muy parecidas. Eso sí, habría una diferencia: que sería más notorio el hecho de que hay clara mayoría de votantes a la izquierda que hacia la derecha.
En resumen, que estaría bien que, de una vez, alguno de los partidos emergentes condicione su apoyo al tradicional correspondiente a que modifique por fin la ley electoral para que sea lo más proporcional posible (y eso pasa ineludiblemente por ir a circunscripción única). Naturalmente, ni al PP ni al PSOE les gustará la idea ¬–no en vano vienen siendo siempre favorecidos por el sistema–, pero a lo mejor es éste el momento en que no les quede más remedio que aceptar (más se resistirá el PP, cuya reforma, con el karma de la lista más votada, va justamente en la dirección contraria). Y ya puestos, se me ocurre proponer que estaría muy bien que el número de escaños se calculase en función del censo de votantes y no de los votos útiles. La representatividad seguiría siendo estrictamente proporcional pero se reduciría el número de escaños en función de la abstención. Con los resultados del domingo, el Congreso quedaría conformado por 250 diputados; cien que nos ahorramos, tampoco se va a ver mermada la eficacia legislativa.