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En nuestra finca rústica, como es natural, hay ratones. También ratas y conejos, pero estos otros roedores no suben hasta las proximidades de la casa (aunque las primeras, más audaces que los segundos, llegaron a instalarse en el entorno del gallinero, pero creemos haber logrado que se retiren). Revindicando el que parece ser un atávico instinto femenino, K muestra una pertinaz hostilidad hacia estos animalitos, mezcla de asco y miedo, y no está dispuesta a compartir hábitat con ellos. No es mi caso, la verdad, que hasta me resultan simpáticos, pero nada se puede oponer a las fobias por muy irracionales que sean (no tanto, que causan estragos en la huerta). Por tanto, desde hace tiempo, estamos en campaña de exterminio, al menos en el interior de la vivienda (imagínate que un ratón se metiera de noche en nuestra cama, qué horror). Descartamos con ellos los venenos, tras leer la descripción de los efectos de esas sustancias tóxicas, incompatibles con una mínima compasión; además, cabía el riesgo de que los ingiriesen nuestros dos perros o el recientemente adoptado gato, daños colaterales que, desde luego, serían inaceptables. Así que optamos por unas trampas de duro plástico negro, similares a dentadas bocas abiertas en cuyo paladar se dispone un cebo; en cuanto el ratón lo toca, las crueles mandíbulas se cierran de golpe sobre el tierno cuerpecito, causándole una muerte lo suficientemente inmediata para que –eso espero– el animalito ni llegue a enterarse. Doy fe de que los artilugios son eficaces porque, una vez estratégicamente colocados, fueron ofreciendo cada amanecer sus macabras cosechas de cadáveres. Así pasaron unos cuantos días hasta que dejaron de aparecer nuevos difuntos, bien porque los que convivían con nosotros hubieran sido completamente exterminados, bien porque los supervivientes decidieran mudar su residencia (prefiero pensar que haya sido esta última alternativa).
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No obstante, K, haciendo gala de una encomiable prudencia innata, quiso mantener dos de los cepos precaviendo eventuales regresos ratoniles y, de ese modo, sentirse más tranquila. Uno de ellos lo colocó en el cajón inferior de una vieja cómoda de madera apoyada contra la pared en ángulo ortogonal con el final de la encimera de la cocina. Casi todos los días, echa un vistazo para comprobar que ahí sigue, con sus fauces abiertas, probando que ningún roedor se aventura ya por nuestros dominios más privados. Pero ayer por la tarde, al abrir la gaveta, no vio la trampa. El estupor dio paso en un segundo al susto: había caído un ratón pero no había muerto sino solo atrapado (por la cola, una pata) y, desesperado, había corrido a esconderse entre la ropa ahí doblada arrastrando consigo el cepo. Por supuesto, no iba a ser ella quien removiera nada, así que me tocó ir sacando una a una todas las prendas, previo cuidadoso tanteo, hasta dejar la gaveta absolutamente limpia. Luego, comprobar que allí no había rastro ni de roedor ni de trampa. A continuación hube de desencajonar el cajón y, echado boca arriba, iluminar el suelo cerámico del interior para verificar que tampoco había nada. Examinando el interior del mueble, concluimos que la única posibilidad era que el ratón hubiese trepado por la tabla vertical que cerraba posteriormente la cómoda y colado en el cajón superior a través de la ranura que quedaba entre el fondo de éste y aquélla. Sin duda una proeza para un ratón herido con una trampa a cuestas, pero quizá se tratara de un ejemplar de extraordinarias dotes atléticas. Por tanto, repetí la operación con la segunda gaveta con idénticos resultados. Después con la tercera para lo mismo. Y por fin con los dos cajones superiores –de la mitad de ancho cada uno– y tampoco nada. Para entonces, el nerviosismo de K estaba en zona roja.
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Aún así era capaz de razonar. Logramos que descartara que se trataba de un súper-ratón que había empujado el cajón desde dentro para escapar llevándose el cepo; también que la cómoda tuviera propiedades mágicas en virtud de las cuales algunos objetos de su interior se desvanecían. Hasta comprobamos que los cajones no tuvieran doble fondo, idea peregrina que sugirió K. Le propuse entonces la que parecía ser la única opción que quedaba: que simplemente hubiera quitado la trampa de la gaveta. Me lo negó rotundamente. Se acordaba perfectamente de cómo la había colocado y de todas las veces que la había comprobado. Además, me dijo, si la hubiera quitado, me acordaría y ¿acaso no sabría dónde la he puesto? A veces –yo incluso con frecuencia– nos olvidamos de actos que realizamos, le contesté. Pero no la convencí. Hasta se enfadó conmigo porque no me esforzaba lo suficiente en resolver el misterio: no entiendo que tú, que tanto te la das de racional, no estés intrigado por encontrar una explicación lógica a lo que pasa. Algo tenemos que hacer porque, si no, no voy a poder dormir tranquila. Pero, por mucho y muy angustiosamente que te torture el cerebro, la vida sigue, y ya se hacía la hora de cenar y ver el debate a cuatro que tanto se había publicitado. Un rato después, mientras Ana Pastor y Vicente Vallés presentaban a los políticos, K soltó de pronto una exclamación e inmediatamente una carcajada. Se volvió hacia mí, me cogió la mano, y sonriendo me dijo: me vas a matar, pero ya he descubierto lo que pasó. Y es que no hay cómo desconectar la mente para que los misterios se aclaren.