Tenía el cerebro tan pequeño que no le cabía la menor duda. En cambio, debía tener unos genitales inmensos ya que de ellos provenían casi todos sus actos. Tan singulares dotes anatómicas le habían conducido a un alto puesto en el organigrama del gobierno. Bien es verdad que también contaba con otras cualidades que habían contribuido decisivamente a su fulgurante carrera política. La más relevante, desde luego, era su obediencia ciega al partido, a la que añadía una lealtad canina al líder carismático. Claro que esa lealtad tuvo que reorientarse hacia el nuevo líder, vencedor de las luchas fraticidas que vivió el partido hacia el final de la pasada legislatura. Nuestro protagonista supo intuir a tiempo hacia donde soplaban los vientos y tuvo el acierto de cambiar de banda antes de quedar señalado como hombre del antiguo presidente. No obstante, no las tenía todas consigo por lo que durante la campaña electoral se convirtió en el más dedicado de todos los militantes, asistiendo a tantos mítines que llegó a asombrar a los más destacados miembros del partido: pero este hombre, ¿cuándo trabaja? La pregunta era absurda, claro, pues ése era su trabajo, intentar por todos los medios mantener el que ya tenía, el cargo que le había concedido el partido. Por eso exhibía un celo propagandístico inigualable; no sólo posaba de florero en todos los actos públicos (no era precisamente un orador y, en todo caso, no estaba incluido en ninguna lista electoral), sino que también publicaba continuamente en su Facebook noticias elogiosas para el partido y mensajes personales que daban fe de su compromiso. Durante ese periodo –que empezó bastante antes de la campaña oficial y acabó bastante después de la fecha de las elecciones–, nuestro hombre vivió un angustioso sin vivir, dolorosamente preocupado por su futuro inmediato. Cincuentón largo, tras más de una década ejerciendo un cargo gubernamental, temblaba de miedo ante la posibilidad de tener que volver a ganarse los garbanzos. Ejercer su profesión se le antojaba casi un imposible: la crisis había asolado el mercado de trabajo y, además, desentrenado, no se veía capaz de competir por los escasos encargos. No creía tampoco que sus años en el cargo le reportaran alguna salida cómoda, un puestito de consejero en una empresa importante con buen sueldo y dietas. Lamentablemente –hasta a él le llegaban los rumores– su actitud prepotente no le había reportado demasiadas amistades; es más, suponía que unos cuantos se la tenían guardada. Y para colmo había sido honrado, no había sabido sembrar los favores convenientes en previsión de futuras circunstancias como las que ahora temía. Sí, nuestro hombre pasó unos meses angustiosos; se lo había jugado todo a una carta y ésta podía no salir.
Pero hubo suerte. Pocos días antes de su nombramiento lo llamó el nuevo presidente para anunciárselo, para decir que contaba con él, tanto que incluso pensaba otorgarle un puesto más elevado. Esa tarde, tumbado en la cama, respiró por fin. De pronto le habían abandonado todos los temores y se sentía henchido de energía, poderoso como nunca. Sus antiguos superiores habían sido barridos por la nueva dirección y ahí quedaba él, superviviente y reforzado. Acertadamente comprendió que se trataba de un premio a su obediencia, mucho más que a su competencia en el cargo (aunque ignoraba la verdadera opinión que de él tenían quienes decidieron designarlo). Por eso, se propuso desde el principio, continuar demostrando su ciega sumisión a los que estaban por encima suyo, a aquellos de quienes dependía. Al fin y al cabo, hasta él era consciente de que carecía de ningún criterio sólido en la materia cuyo departamento le encomendaban; así que se limitaría a ser una eficaz correa de transmisión de los deseos de sus amos, a conseguir que éstos se cumplieran. Pero si tal iba a ser su comportamiento hacia los superiores, muy distinto sería para el resto. Ante ellos exhibiría arrogante el poder de su nuevo cargo, intensificaría todavía más la prepotencia de antaño no admitiendo en absoluto que se pusiera en cuestión su autoridad. En especial, aplastaría a esos listillos ajenos al partido que recurrían a la argumentación; a él le había sido conferido el poder y éste no debía inclinarse ante las razones. Además, ahora le llegaba el dulce momento de la venganza, la gratificante posibilidad de deshacerse de quienes se le habían enfrentado en tiempos pasados y que ahora habían perdido sus apoyos. Entre muchos que habían de ser sus inminentes víctimas cundió el desánimo; el nombramiento no auguraba buenas perspectivas a un área de la política pública que requería de urgentes reformas. Alguno, ingenuamente, se acercó a felicitarlo e intentó apuntarle algunos cambios necesarios y sólo se encontró con un pavo real displicente que despreció cualquier oferta de colaboración: el gobierno ya se está ocupando de eso, dijo. Y así fueron pasando los días, confirmando –aunque todavía son pocos– que nuestro hombre no sólo no ha cambiado sino que ha redoblado sus viejas actitudes. Probablemente haya olvidado sus miedos de hace apenas unos meses; probablemente no piense que hay varios otros, también muy obedientes y muy incompetentes, que han sido apartados del juego, sin ninguna piedad, sin ninguna explicación.
Politician - Cream (Goodbye, 1969)